ARGENTINA / La sombra de la memoria / Escribe: Horacio Verbitsky






Es una coincidencia extraordinaria que la sesión especial pedida por la Argentina hace meses se realice pocas horas después de la publicación del informe del Senado de los Estados Unidos sobre las torturas practicadas por la CIA, del informe de la Comisión de la Verdad de Brasil y de la confesión del torturador argentino Ernesto Barreiro sobre el asesinato y enterramiento clandestino de 25 personas en la ciudad de Córdoba, lo cual demuestra la absoluta actualidad e importancia del tema y desmiente que el castigo penal sea incompatible con la búsqueda de información. El CELS ha tenido un rol significativo en la afirmación de este derecho, que fue declarado por la justicia argentina en 1995, en una causa iniciada por su fundador y primer presidente, Emilio Fermín Mignone, y por la CIDH en 1999, ante un planteo de Carmen Lapacó, miembro hasta hoy de la Comisión Directiva del CELS, ya en la décima década de su vida admirable. En ambos casos sus abogadas fueron Alicia Oliveira y María José Guembe, junto con Martín Abregú. Oliveira y Guembe escribieron además el primer trabajo en la Argentina sobre el derecho a la verdad. Mignone y Lapacó fundamentaron en decisiones del Sistema Interamericano de Derechos Humanos su reclamo a la Cámara Federal de la Capital para que investigara las desapariciones forzadas de sus hijos (Mónica Candelaria Mignone, secuestrada por personal de la Marina, y la adolescente Alejandra Lapacó, a quien se la llevaron fuerzas policiales subordinadas al Ejército): la sentencia de la Corte en el caso Velásquez Rodríguez, de Honduras, firmada en 1988, apenas un año después de promulgada la ley de obediencia debida, y el informe 28 de la Comisión de 1992, posterior a los decretos de indulto y emitido por la CIDH en otra causa presentada por el CELS. En el caso Velázquez Rodríguez la Corte condenó al gobierno de Honduras por la desaparición forzada de personas, en términos de estricta aplicación a la Argentina. “El Estado está obligado a investigar toda situación en la que se hayan violado los derechos humanos protegidos por la Convención.” Ese deber “subsiste mientras se mantenga la incertidumbre sobre la suerte final de la persona desaparecida. Incluso en el supuesto de que circunstancias legítimas de orden jurídico interno no permitieran aplicar las sanciones correspondientes a quienes sean individualmente responsables de delitos de esta naturaleza, el derecho de los familiares de la víctima de conocer cuál fue el destino de ésta y, en su caso, dónde se encuentran sus restos, representa una justa expectativa que el Estado debe satisfacer con los medios a su alcance”. Esa jurisprudencia es desde entonces obligatoria para todos los países signatarios del Pacto de San José, en los que se aplica de modo muy dispar. La diferencia reside en el grado de organización y conciencia de la sociedad civil. En la Argentina, los familiares de las víctimas, y los organismos defensores de los Derechos Humanos lograron hacer operativos esos principios y avanzar desde la verdad hacia la justicia.


La visita del ’79

En el documento final de su visita a la Argentina en 1979, la Comisión Interamericana reclamó “que se informe circunstanciadamente sobre la situación de las personas desaparecidas”. Mignone, quien fue el gran organizador de esa visita y el sistematizador de la información conocida hasta entonces, introdujo los primeros ejemplares del informe en la Argentina y Lapacó se arriesgó a sacarle copias para difundirlo en forma clandestina. En el informe 28 de 1992, la CIDH agregó que las leyes y los decretos de impunidad eran “incompatibles” con la Declaración Americana sobre Derechos y Deberes del Hombre y la Convención Americana sobre Derechos Humanos y recomendó al gobierno que esclareciera los hechos e individualizara a los responsables de las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la última dictadura militar. En cada oportunidad rechazó la alegación de medidas de derecho interno para eludir las obligaciones que surgen del Pacto de San José y la correspondiente jurisprudencia de la Corte Interamericana. La Constitución Nacional reformada en 1994 estableció en su artículo 75 que esos instrumentos tienen jerarquía superior a la de las leyes nacionales, por lo cual su aplicación a estos casos era ineludible.

Según Oliveira y Guembe, la publicación en marzo de 1995 del relato del capitán de corbeta Adolfo Scilingo en el libro El vuelo, donde “confirmó lo que la sociedad conocía por testimonios anteriores: que los prisioneros eran arrojados vivos, narcotizados y desnudos al mar” marcó “el cese de la interdicción de la memoria” y apareció “el reclamo de lo que se había expropiado, el derecho a la verdad”. Martín Abregú escribió que el impacto social de la confesión de Scilingo realzó “el derecho de los familiares a conocer el destino final de sus seres queridos y el de la sociedad toda en conocer con detalle la metodología utilizada por la dictadura militar para exterminar a decenas de miles de argentinos”.

Mignone y Lapacó pidieron que la Cámara Federal declarara “la inalienabilidad del derecho a la verdad y la obligación del respeto al cuerpo y del derecho al duelo dentro del ordenamiento jurídico argentino”. Para ello, el tribunal debería “determinar el modo, tiempo y lugar del secuestro y la posterior detención y muerte, y el lugar de inhumación de los cuerpos de las personas desaparecidas”.

Con citas doctrinarias internacionales sostuvieron que el delito de la desaparición forzada se basa en la negación organizada del crimen, esencial para que el sistema funcione. “Por esta razón, conocer la verdad de las desapariciones –aun cuando no haya posibilidad de imponer una pena posterior– implica en cierto modo desmantelar los medios para cometer estos crímenes.”

De Neanderthal a Sófocles

El derecho al duelo o de respeto del muerto es un patrimonio cultural de la humanidad que el Estado tiene obligación de respetar y garantizar. “Hace unos sesenta mil años, en la cueva de Shanidar, región montañosa de Irak, fue enterrado por sus congéneres un hombre de Neanderthal.” El cuerpo “había sido colocado en un lecho de ramas de pino y cubierto con un manto de las flores más diversas: jacintos, malvarosas, milenramas”. Arquéologos y antropólogos han reconocido en el culto a los muertos un signo de humanización aun mayor que el empleo de herramientas y el uso del fuego. “Es a través del rito que la muerte se introduce en el campo simbólico, y son justamente estos símbolos los que nos distinguen del resto del reino animal. Quienes nos niegan el derecho de enterrar a nuestros muertos no están haciendo otra cosa que negar nuestra condición humana.” El respeto a la dignidad y el derecho al duelo es el mismo de la Antígona de Sófocles, condenada por dar sepultura al cadáver de su hermano. La negación de la realidad impuesta por la dictadura sirvió para paralizar por el miedo, como surge de la definición del terrorismo de Estado suministrada por el dictador Jorge Videla, para quien el desaparecido “es una incógnita. Es un desaparecido. No tiene entidad. No está”. De este modo quedó en suspenso la realización del duelo, que cada uno podrá hacer cuando conozca el paradero del cuerpo de su familiar desaparecido.

Una dificultad adicional fue que ese derecho no emanaba del texto de un tratado, sino de los desarrollos jurisprudenciales sobre el delito de desaparición forzada de personas y los comentarios doctrinarios en torno del derecho a la verdad reclamado. Tampoco la Constitución Nacional argentina hace referencia explícita al Derecho a la Verdad. Pero no hay duda que es uno de los derechos implícitos que nacen del principio de la soberanía del pueblo y la forma republicana de gobierno, reconocidos en su artículo 33. Sin referencia a la Argentina, el historiador Eric Hobsbawn escribió que “la destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con las generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven. Esto otorga a los historiadores, cuya tarea consiste en recordar lo que otros olvidan, mayor trascendencia que la que han tenido nunca”. Mignone y Lapacó recurrieron a la ontología de la cultura judeo-cristiana, cuyas escrituras sagradas sirvieron para recibir y transmitir el conocimiento y unir en eslabones continuos la memoria de los pueblos, para rescatar la verdad y el no ocultamiento. “No hay cosa oculta que no venga a descubrirse, ni secreto que no llegue a saberse. Así, pues, lo que les digo a oscuras, repítanlo a la luz del día, y lo que les digo al oído grítenlo desde los techos”, sostiene Mateo. La presentación del CELS también trajo a colación el XV Congreso Internacional de Psicoanálisis, realizado en París en 1938, donde Sigmund Freud dijo que “los infortunios sufridos por la nación judía le enseñaron a valorar debidamente el único bien que le quedó: su Sagrada Escritura”, gracias a la cual “el pueblo disgregado se mantuvo unido”.


Jueces dignos de ese nombre

Los jueces de la Cámara Federal de la Capital Horacio Cattani y Martín Irurzun aceptaron el planteo e iniciaron la investigación de la verdad de lo sucedido, dando comienzo a los juicios por la verdad, que luego el juez Leopoldo Schiffrin extendió a la Cámara Federal de La Plata, por lo cual merecen el mayor reconocimiento. Cattani debió haberme acompañado en esta conmemoración, pero no pudo viajar por razones familiares. Junto con Irurzun y otros magistrados que en un primer momento formaron mayoría con ellos sostuvo que en el procedimiento penal el interés público que reclama la determinación de la verdad en el juicio es el medio para alcanzar el valor más alto, que es la justicia. Carmen Lapacó había sido secuestrada junto con su hija, ambas fueron conducidas al mismo campo de concentración donde las torturaron, pero cuando la madre fue liberada, la hija permaneció en el lugar de cautiverio, del que nunca regresó. Los jueces fundaron su derecho a conocer lo sucedido en el Derecho internacional de los derechos humanos. Tanto en el caso de Mignone como en el de Lapacó, la negativa de la Armada y del Ejército a cooperar y el fastidio del gobierno de Carlos Menem (que en 1989 y 1990 había completado las leyes de impunidad de Raúl Alfonsín con sus propios decretos de indulto), consiguieron aislar a Cattani e Irurzun, de modo que una nueva mayoría se pronunció por el archivo de las actuaciones. Un juez sugirió que un órgano del Ejecutivo prosiguiera las investigaciones; otro dijo que ante la negativa de las Fuerzas Armadas a brindar información, un avance judicial compulsivo violaría la prohibición de doble juzgamiento; para un tercero no cabía ninguna actuación jurisdiccional después de las leyes de impunidad y sólo podían ejercerse acciones humanitarias. El último retorció los hechos para afirmar que si fuera posible identificar a los criminales pero no imponerles una pena, se produciría la “peor atmósfera de impunidad”.

Cuando la Cámara Federal archivó la causa Lapacó y envió copia de lo actuado al Ministerio del Interior, para que la investigación continuara en la Subsecretaría de Derechos Humanos, la fundadora del CELS recurrió a la Corte Suprema de Justicia, que tres años después rechazó el recurso. La mayoría automática de aquel tribunal sostuvo en una resolución de pura fórmula que “carecería de toda virtualidad la acumulación de prueba de cargo sin un sujeto pasivo contra el cual pudiera hacerse valer”.

Ante esa patética respuesta de los burócratas de la Corte, el CELS recurrió de nuevo al Sistema Interamericano, esta vez junto con el resto de los organismos históricos defensores de los Derechos Humanos. Cien días después del fallo que desconoció el derecho de Carmen Lapacó y de la sociedad toda, el gobierno se comprometió ante la CIDH a enviar un proyecto de ley al Congreso que garantizara y regulara las investigaciones de la verdad, que quedarían a cargo de la justicia federal en todo el país y serían imprescriptibles mientras no se alcanzara el objetivo buscado. El acuerdo que hoy recordamos se firmó el 15 de noviembre de 1999.


Los juicios por la verdad se fueron extendiendo por todo el país y se realizaron audiencias en La Plata, Mar del Plata, Córdoba, Mendoza, San Juan, Santa Fe, Rosario, Sala, San Luis, y Bahía Blanca. Desde el gobierno del presidente Fernando de la Rúa y la Corte Suprema de Justicia hubo intentos de paralizarlos. Para ello la Corte pidió a la Cámara Federal de Bahía Blanca que le remitiera toda la causa para resolver un incidente. Fue una jugada contraproducente: la CIDH expresó su “preocupación” y solicitó información detallada en un plazo perentorio sobre los movimientos de la Corte Suprema para evaluar su comportamiento. Dentro del plazo fijado, el gobierno respondió negando que las causas por la verdad fueran a ser sustraídas del ámbito de la justicia federal. En un solo día la Cámara Federal recibió 150 nuevos pedidos de averiguación de la verdad. En La Plata, el infatigable juez Schiffrin dispuso citar a declaración indagatoria al principal jefe de la policía bonaerense durante la dictadura. Al mismo tiempo, el juez español Baltasar Garzón solicitó la extradición de un centenar y medio de militares y marinos para juzgarlos por crímenes cometidos por argentinos contra argentinos en la Argentina, en aplicación del principio de la justicia universal. La detención del ex dictador chileno Augusto Pinochet en Londres, por orden del mismo juez español, tuvo profunda repercusión en la Argentina. Varios jueces procesaron y detuvieron a los ex dictadores Videla y Emilio Massera y a varias decenas de sus subordinados por el robo de los hijos de detenidos desaparecidos y el saqueo de sus bienes, delitos que no habían sido amnistiados. El Congreso argentino derogó las leyes de impunidad aunque no le alcanzaron los votos para anularla. El jefe del Ejército en ese momento, general Ricardo Brinzoni, intentó detener el avance de los juicios, en combinación con algunos ex jefes guerrilleros y con el cardenal de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, quien según Brinzoni acuñó la expresión “memoria completa” para equiparar una vez más los crímenes de lesa humanidad de la dictadura con las acciones guerrilleras, lo que en la Argentina se conoce como doctrina de los dos demonios. En lugar de juicios, debía tenderse una mesa de diálogo para la reconciliación, una fantasía recurrente. Ese fue el momento elegido por el CELS, ya bajo mi presidencia, para solicitar que la justicia reabriera la causa penal iniciada por Mignone, quien había muerto en diciembre de 1998. En su homenaje firmé el pedido de inconstitucionalidad y nulidad de las leyes de punto final y obediencia debida, que un juez de primera instancia concedió en marzo de 2001, días antes de que se cumplieran 25 años del golpe. En los meses sucesivos otros jueces fueron declarando nulas las leyes y reabriendo las causas. El obispo castrense Antonio Baseotto envió una nota a la Corte Suprema y se reunió con varios de sus jueces para pedirles que volvieran a cerrar los juicios reabiertos y un senador a cargo en forma interina del Poder Ejecutivo planeó una nueva amnistía general, pero no tuvo tiempo ni fuerza para imponerla, y en mayo de 2003 el nuevo presidente Néstor Kirchner asumió un público compromiso que denominó de “Memoria, Verdad y Justicia”. En su cumplimiento ratificó la Convención que declara imprescriptibles y no sujetos a amnistía los crímenes de lesa humanidad y pidió al Congreso la nulidad de las leyes que se le oponían. Recién en 2005, la Corte Suprema ratificó esa nulidad y permitió que las causas reabiertas llegaran a juicio. Al concluir este año, tres lustros después de la declaración del derecho a la verdad en el acuerdo de la CIDH con el gobierno argentino, se han desarrollado 121 juicios, en los cuales se pronunciaron 600 sentencias. Fueron condenados 506 ex funcionarios de la dictadura y sobreseídos o absueltos 90, lo cual muestra la plena vigencia de las garantías del debido proceso en juicio, de modo que nadie entra ya condenado a un tribunal.

Cuando aún no había recuperado los restos de su hijo Marcelo, conseguido identificar a su nieta Macarena ni logrado determinar qué ocurrió con su nuera María Claudia Iruretagoyena, el poeta Juan Gelman escribió una frase que Oliveira y Guembe eligieron para abrir su trabajo sobre el derecho a la verdad y con la que yo cerraré esta exposición: “Para los atenienses de hace 25 siglos, el antónimo de olvido no era memoria, era verdad. La verdad de la memoria en la memoria de la verdad. Las dos son formas de la poesía extrema, ésa que siempre insiste en develar enigmas velándolos. Alguien dijo que la poesía es la sombra de la memoria. Creo que, en realidad, la poesía es memoria de la sombra de la memoria. Por eso nunca morirá”.

(Diario Página 12, domingo 14 de diciembre de 2014)

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