La imparable vocinglería mediática provocadora y desestabilizadora a la que asistimos tiene una serie de implicancias políticas y culturales que suelen ser insuficientemente consideradas, tanto entre quienes la ignoran deliberadamente a la hora de analizar la política como en algunas de las miradas críticas que tienden a ver la relación entre los medios y la sociedad como un mero fenómeno de manipulación y creación artificial de estados de ánimo.
Tuve en estos días la oportunidad de leer la magistral reconstrucción del pensamiento del sociólogo argentino Oscar Landi que realiza Eduardo Rinesi en su libro ¿Cómo te puedo decir? La perspectiva de Landi sobre los medios, particularmente sobre la televisión, desafía la crítica culturalista de la televisión concentrada en el contenido de la emisión y desplaza la mirada principal hacia el receptor. Es decir en cuáles son los mecanismos a través de los cuales el televidente recibe los mensajes y los procesa a través de su propio repertorio de prácticas y experiencias sociales y culturales. El televidente no es una víctima crédula e indefensa frente a la pantalla; si los medios no le hablaran de un modo relativamente compatible con el mundo en el que vive, simplemente no les prestaría mayor atención. Claro que la televisión ha dejado de ser –si alguna vez lo fue– simplemente una arena de la disputa política para convertirse en una herramienta, en un arma de ese combate. La posición dominante de mercado ha facilitado la creación de un dispositivo complejo, intenso y eficaz de intervención en la lucha política, sobre la base de fijar, de anclar en la audiencia, una variedad de “verdades” del sentido común. No hay pues “invento” de una realidad, sino activación sistemática y manipuladora de los resortes subjetivos que no nacen en la pantalla, sino que se configuran en una práctica social.
Cuando se habla del lugar de los medios de comunicación en la sociedad no puede hablarse en abstracto. Es necesario, ante todo, pensar de qué sociedad se trata. La sociedad argentina actual es el resultado de un conjunto de experiencias políticas que se desarrollaron en los últimos cuarenta años en el contexto de una mutación radical a escala planetaria del mundo laboral, social y cultural en el que vivimos; una mutación que tiene en su núcleo la cuestión política, la cuestión del poder. La palabra globalización nombra este proceso pero lo hace de un modo unilateral y por lo tanto equívoco. Ciertamente estamos en el mundo de las comunicaciones online a través del planeta, de los flujos económicos en tiempo real, de la repercusión global de los acontecimientos locales y en ese mundo el lugar de los medios –a su vez revolucionados técnicamente– aparece claramente central. Pero hasta aquí la descripción neutraliza la transformación, la vacía de sustancia, la reduce a las formas. La mutación mundial es, ante todo, afirmación de una nueva hegemonía cultural y política, la de un bloque social organizado alrededor de las nuevas formas de dominación económica que tienen en su centro al capital financiero. Se trata del capital desterritorializado por excelencia, el que no necesita fábricas ni concentraciones de trabajadores, el que puede moverse sin límites a través del planeta. No es mera dominación, es hegemonía porque tiene la capacidad de formar el sentido común predominante, no solamente por su capacidad innegable de manipularlo a través de gigantescas agencias de formación de opinión, sino principalmente porque ese sentido común corresponde a una manera nueva y distinta de vivir. La esencia de esa manera de vivir es la dispersión, la desagregación social, el individualismo extremo. Es el modo de vivir que corresponde al desmantelamiento de la sociedad industrial y salarial, a la flexibilización de las relaciones laborales, al debilitamiento de las viejas formas productivas fordistas y el auge de los servicios, puestos a disposición de un impulso consumista que se mueve en forma vertiginosa. Es el paroxismo de la publicidad como lubricante de ese impulso consumista y a la vez como reproductor ampliado del deseo que lo motoriza. Es a la vez el tiempo del despliegue de la industria del entretenimiento, del culto por la imagen de los cuerpos metamorfoseado bajo la forma del “cuidado de la salud”. Nosotros, toda la audiencia de los medios, vivimos en ese mundo, estamos atravesados por ese “ecosistema cultural”, como lo llamaba Landi.
Los medios de comunicación dominantes trabajan para vaciar a la política de contenido. En eso coincidimos todos los que repudiamos la increíble deriva a la operación política irresponsable que toman esas agencias en estos tiempos. De ahí que impulsemos la aplicación de la Ley de Servicios Audiovisuales con el consiguiente desarrollo de múltiples iniciativas populares capaces de producir un mínimo reequilibrio del campo de juego en el que se disputa el sentido de nuestra vida en común. Eso no equivale a la consagración de una manera de pensar que absolutiza el papel de los medios y suele quedar atrapada en la agenda que las principales empresas nos proponen. El proceso de vaciamiento de la política, fuertemente impulsado por los medios hegemónicos, no se reduce a un fenómeno de hipnosis colectiva frente a la pantalla, la radio, el diario o las redes sociales. La política argentina se vació sin solución de continuidad desde el golpe de Estado de 1976 –acaso desde un poco antes– hasta el colapso de 2001. Y ese vaciamiento no fue un proceso psicológico de alienación, sino el resultado de las batallas políticas durante todo ese período. En primerísimo lugar del sangriento escarmiento ejecutado por la dictadura contra miles y miles de militantes políticos, sindicales, religiosos y sociales. También del proceso de desindustrialización que modificó el cuadro productivo pero también el cuadro cultural de nuestra sociedad, a través del debilitamiento del movimiento obrero y de su representación sindical y política. Nuestra democracia “democratizó” la nueva configuración político-cultural que heredamos de la dictadura. Reconquistamos nuestras libertades y nuestro derecho a elegir. Sin embargo, lo hicimos en el nuevo clima social creado por los años de dictadura y en un contexto mundial de progresivo triunfo del programa de reestructuración neoliberal. Nuestra democracia fue perdiendo potencia en la medida en que el respeto por la hegemonía imperante empezó a homogeneizar y a desdramatizar la disputa política. Todos los partidos influyentes de la época contribuyeron a consolidar esa hegemonía, a “bajar el gasto público”, a “flexibilizar el trabajo asalariado”, a “garantizar la seguridad jurídica” (para los grandes capitales), a santificar el mercado, a generar sospecha respecto del Estado, de los sindicatos, de las organizaciones sociales y hasta de los propios partidos políticos. La época fue también la de la consolidación del nuevo rol de los medios de comunicación; primero fue el reemplazo de la plaza y la calle por el estudio de televisión como sede del espectáculo político. Con el tiempo ese reemplazo se completó con la plena asunción por las grandes empresas mediáticas de su papel de actores políticos en sí mismos. Hoy casi el conjunto de las fuerzas de oposición delegan en los medios el armado de sus agendas y de sus estrategias políticas.
Dijo Bernard Manin que la democracia de los partidos se convirtió en la democracia de las audiencias. Sin embargo, la fórmula es políticamente neutral. No son, en realidad, cualesquiera partidos los que fueron desalojados por cualquier audiencia. Las audiencias son los ciudadanos de las democracias de mercado, los partidos son los que han renunciado a su papel de expresar las diferencias relevantes en la sociedad y se conforman con ser administradores circunstanciales de un orden intocable. Cuando hoy se agita la consigna de recuperar los “grandes consensos” da toda la impresión de que se pretende restablecer la plena normalidad de un modo de dominación, aquejado por una anomalía, el kirchnerismo, que debe ser extirpada quirúrgicamente para hablar con la misma metáfora clínica con la que los grandes poderes económicos que sostuvieron la última dictadura se referían al “virus” de la subversión. Este, el de 2003 hasta acá, ha sido y es un tiempo de anomalía, de desafíos al establi-shment, de conflictos y, sobre todo, de puesta en cuestión del carácter “natural” del orden neoliberal. Claramente no ha sido hasta ahora un capítulo de plena superación. El ethos neoliberal sigue siendo predominante; lo impulsan los medios de comunicación, pero le da vida una realidad en la que la acumulación de dinero, el consumo ilimitado, las seguridades individuales y el terror al regreso al abismo siguen siendo decisivos a la hora de explicar ciertas conductas individuales y colectivas.
Si esto es así, no hay que dejar de promover y organizar nuevas voces en el firmamento audiovisual. Pero sobre todo hay que promover y organizar nuevas experiencias colectivas que sostengan otros valores y que pongan en cuestión el “ecosistema cultural” en el que vivimos.
(Diario Página 12, domingo 9 de febrero de 2014)