MENDOZA / 24 de marzo: la memoria y la lluvia / Escribe: Roberto Follari






Llovía intensamente el 24, y la marcha que fue mayoritaria en Mendoza, realizada con las Madres y los restantes organismos, se empezaba a conformar en Garibaldi y San Martín.

Cuando llegué, ya las inmensas columnas iban por San Martín hacia el sur hasta el edificio del Correo, por donde doblarían hacia el oeste en busca de lo que fue el siniestro D-2. Es conmovedor que con la pertinaz caída del agua seamos tantos, seamos muchos, seamos todos. Nos encontramos viejos amigos y compañeros de ruta, aquellos que vivimos esos tiempos tremendos, y aquellos otros que se solidarizan desde su juventud y su compromiso.



Mientras chapoteamos sobre el cemento de las calles, caminando lento, recordando mucho, cantando los más jóvenes, celebrando las políticas que han permitido acercarse a la verdad y la justicia, los recuerdos pasan en vorágine. Están las imágenes de los tiempos de persecuciones y listas negras, de amigos que de pronto ya no estaban, de silencios y miedos retenidos. No era -como bien dijo tras un viaje Bernard Levy, intelectual francés que no pertenecía a la izquierda- un terror obvio, hecho de alambres de púas en las calles y policía de uniforme omnipresente. Era otra cosa: un horror sordo, que se notaba en las miradas y lo no dicho, pues aquella dictadura argentina había aprendido de la chilena, y decidió no hacer una matanza pública (el Estadio Nacional de Pinochet), sino prefirió la violencia clandestina, nocturna, subrepticia. Y algunos tenemos paraguas, pero otros no en esta tarde que se cumplen 39 años de aquel infausto 24 de marzo. Por suerte, ha disminuido la lluvia; ahora, subiendo por Pedro Molina, es sólo una garúa menor. Y por allá aparece imponente la columna de Tupac, con sus banderas múltiples, blancas con la efigie del líder indígena, columna colorida, compacta, monumental. Junto a otras, junto a muchas otras banderas de toda clase de organizaciones sociales y políticas militantes, que se mojan en la alegría de ser varias cuadras de solidaridades abigarradas, en las cuales no es difícil ver que hay casos en que la lluvia se mezcla con las lágrimas, haciendo una indistinción que nos reúne y nos funde en la vivencia y el recuerdo.

No es fecha para hablar del presente; hay muchos días anuales para hacerlo. La generación que hemos vivido aquellos años, sabe bien que ninguna experiencia en democracia es comparable a los horrores de esa época. Es una monumental estupidez aquel latiguillo demagógico de “esto me recuerda a la dictadura”, usado desde los años 90 hasta hace muy poco. Peor aún la pretensión absurda de que hoy estaríamos viviendo en dictadura, propia de sectores ultraconservadores que no tienen idea alguna de lo que es sufrir persecución, y menos aún cuando esta es ilegal en sus métodos. En fin: mientras nos acercábamos al D-2 entre rostros no por mojados menos felices de la comunión de voluntades congregada, no sabíamos aún que algún grupo minoritario quemaba un muñeco simulando a Hebe de Bonafini, en la ciudad de La Plata.



Cabe pensar, como en el Evangelio, en perdonar porque no saben lo que hacen. ¿Quién puede erigirse en juez de las elecciones políticas de quien se enfrentó, sólo con las armas de su coraje, a la dictadura más feroz de nuestra historia? ¿Quién se atreve, desde la poltrona de las actuales libertades, a juzgar a quien puso el cuerpo y la piel en total peligro, como se sabe por otras madres que fueron asesinadas? ¿Cuántos jóvenes que no tienen noción de lo que es sufrir persecución, pueden pretender el 24 de marzo, justamente, ser más que Hebe, o -peor aún- manchar su nombre y su ejemplo?

Y un apocalipsis de agua cayó sobre las casi 10.000 personas al llegar al ex D-2, ese que se espera sea restituido como espacio de rememoración de los que allí sufrieron. No había mucho donde resguardarse, que no fuera en el ánimo colectivo, en el sentimiento de estar cicatrizando heridas que aquellos años hicieron enormes e imborrables. Y hasta allí llegaron las Madres, soportando, con sus largos años, el mal tiempo y los pies anegados. Allí se dijeron las palabras de rememoración, aquellas en que revive la historia de los que no están, añorados, queridos, perdidos para siempre. Pero, de algún modo, recuperados en esa especie de celebración colectiva: el rito en comunidad, el gris del cielo y abajo el canto de los muchos, el nombre de cada uno de los que fueran secuestrados y torturados, la memoria que no cae, el recuerdo que no cesa, las manos unidas, los ánimos compartidos, la decisión en favor de la vida, las lágrimas disimuladas por la lluvia.

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