ARGENTINA / Curva cerrada / Escribe: Horacio Verbitsky






La estrechez de las opciones económicas del gobierno nacional y la avidez de las oposiciones económica, política y mediática por sacar ventaja del momento más difícil del kirchnerismo sirven paradójicamente para medir la solidez de la construcción social realizada desde 2003. La peor coyuntura resulta moderada por los cambios previos en la estructura social y esto permite soportar un cimbronazo que de otro modo podría haber sido devastador, como ocurrió en las crisis cíclicas pasadas, en las que se hundieron el salario y la participación laboral en el ingreso. Junto a los inquietantes síntomas de los últimos meses debe ponderarse la consistencia de las políticas aplicadas en estos años, que han puesto un tope a la línea descendente que golpea sobre los hombros más débiles. Ni las teorías conspirativas sobre una crisis institucional, ni las propuestas de salida por izquierda dan cuenta fiel de la situación. El gobierno ha ingresado a una curva cerrada, pero tiene resto para disminuir la velocidad y tomarla sin derrapar ni perder el rumbo. Para más adelante quedará la evaluación del daño, económico, social y político. No tiene sentido negar que se trata de un ajuste, pero tampoco perder de vista su carácter heterodoxo y la decisión de atemperarlo con todo tipo de medidas que no desamparen a la base social del kirchnerismo. Este no será un año de avance, pero esas políticas pueden minimizar el retroceso.


Un contrato vigente

El adverso contexto internacional, con un flujo de capitales que vuelve a dirigirse de la periferia al centro; la merma de la actividad por los obstáculos a las importaciones que planteó desde Comercio Interior un especialista en jugar con cosas que pueden romperse y no tienen repuesto; el insoportable mes de diciembre (con la peor ola de calor que se conozca, los cortes de luz, los intencionados motines policiales y las consecuentes zonas liberadas); la opción del nuevo equipo económico por un gradualismo que da resultados en el agua destilada del laboratorio pero no en el barroso río de las pirañas; la aceleración del ritmo devaluatorio e inflacionario y la inmediata disparada de precios, no escalaron el conflicto social que en cualquier otra época de los últimos sesenta años hubiera producido llamas y derrumbes. A pesar de los padecimientos, la incertidumbre y la espantosa cantidad de vidas humanas perdidas en el diciembre tórrido de los saqueos, el contrato recíproco de lealtad entre CFK y la base social de su estructura política resistió. La presidente tiene conciencia de la importancia de ese pacto con un núcleo duro que, a pesar del ostensible malhumor social de los últimos meses, no la abandona porque sabe que no hay mejor opción. Durante sus últimas apariciones públicas, anunció medidas destinadas a atenuar las secuelas del salto inflacionario, como los programas de asistencia a los jóvenes de 18 a 24 años sin empleo ni estudios, el aumento a jubilados o la canasta escolar, a lo que se suman los acuerdos de precios anunciados desde la jefatura de gabinete, el Ministerio de Economía y la Anses, cuya aplicación es el nuevo terreno en disputa. Gracias a las medidas similares que se vinieron tomando durante años, no se produjo hasta ahora un salto brusco de la desocupación ni un desplome vertical de los salarios, dos variables sometidas a extrema tensión, que serán centrales en las inminentes negociaciones paritarias. Del mismo modo, la sorprendente dureza del discurso público contra el sindicalismo más dispuesto a defender las conquistas de estos años, se compensó con las reuniones privadas que Cristina mantuvo con los líderes de las centrales sindicales próximas: con Hugo Yasky en la Casa de Gobierno y con Antonio Caló en Olivos, en las que se exploraron fórmulas para que los convenios en discusión no dejen a los trabajadores a la intemperie ni realimenten la inflación. En ambos encuentros la presidente objetó la reapertura automática de las mesas de discusión dentro de cuatro o seis meses y las cláusulas gatillo de actualización a partir de cierto nivel de precios. Su contraoferta de un aumento anual pero fragmentado en tramos tampoco fue aceptada. Menos contundente fue su rechazo a un aumento inmediato de suma fija que permita aguardar hasta ver en qué niveles se aquietan las variables en movimiento, dada la dificultad de asentar algo sobre arenas movedizas.

Pese a la peor crisis mundial en un siglo, el producto interno argentino de estos años superó no sólo al de los países centrales, sino también al de los demás de la región, incluso aquellos cuya producción exportable gozó de mejores términos del intercambio. Además se mantuvieron los niveles de ocupación y de salarios, a expensas de la rentabilidad de las 500 empresas de mayor tamaño, que disminuyó casi diez puntos (de 35,8 a 26,5 por ciento) desde que Cristina asumió la presidencia en 2007, como se observa en el gráfico 1. También se redujo la incidencia de las 200 empresas más grandes del país en las exportaciones: del 74,4 en el primer año del mandato inicial de CFK al 64,1 en 2012. Lo mismo ocurrió con el peso de las empresas extranjeras y los grupos económicos locales dentro de ese total, que no obstante sigue siendo descomunal. Ese 64,1 por ciento de las exportaciones en manos de 200 empresas es una limitación estructural que explica el poder de los grandes actores en esos mercados. En 2012 el superávit comercial rozó los 13.000 millones de dólares. Pero las 200 empresas más grandes tuvieron un saldo comercial de casi 30.000 millones de dólares y el resto de la economía argentina un déficit que rondó los 17.000 millones (gráfico 2). Más acentuado es el cuadro si se limita a las cruciales exportaciones cerealeras: quince empresas representan el 95 por ciento de todos los porotos de soja exportados en 2013. La vida te da sorpresas: la primera de la lista no es Dreyfuss, Cargill, Toepfer, Bunge o Nidera, sino la Asociación de Cooperativas Argentinas, con casi el 18 por ciento del total. Sumado al 7 por ciento de Agricultores Federados Argentinos la cuarta parte de esas exportaciones son manejadas por cooperativas próximas a la Federación Agraria. No por casualidad, su presidente, Eduardo Buzzi, fue el primer dirigente que en plena corrida cambiaria puso el foco en las retenciones, para advertir que no aceptarían un aumento compensatorio de la devaluación. Pero quien perfeccionó el razonamiento fue el presidente de la Sociedad Rural, Luis Miguel Etchevehere, quien dijo que no pedían una devaluación (¡si ya la habían conseguido!) sino “que se reduzcan y eliminen retenciones” para ganar competitividad. Se comprende: las retenciones tienen carácter estructural y cualquier territorio ganado se defiende como la casa propia. Lo mismo ocurrió con los aportes patronales reducidos por Cavallo hace dos décadas, con el mismo argumento de la competitividad. Nunca fue posible reponerlos y sólo contribuyeron a engrosar la rentabilidad empresaria sin mejorar su capacidad competitiva, que depende de decisiones macroeconómicas, de inversión y desarrollo tecnológico.

El piso o el techo

Es imposible responder en términos binarios si la fijación del tipo de cambio en 8 pesos por dólar fue una imposición de los productores y exportadores que se negaron a liquidar más de un décimo de la cosecha de soja, o una decisión soberana del gobierno nacional. El ministro Axel Kicillof prefería tipos de cambio diferenciales, pero no convenció al Poder Ejecutivo. La alternativa fue acelerar el ritmo de la devaluación, para acortar la distancia entre la cotización oficial y la ilegal del dólar. Esto pareció funcionar en las primeras semanas. Pero los exportadores agropecuarios advirtieron que si la cotización clandestina seguía como su sombra a la legal conseguirían un logro al mismo tiempo económico y político: forzarían una nueva aceleración devaluatoria y convertirían una reivindicación sectorial en el sentido común de la sociedad. Nunca antes lució tan racional el discurso de los ruralistas: a esa velocidad, “¿quién puede confiar en el peso que se le hace agua en las manos?”, como preguntó Etchevehere. En ese punto, el gobierno apretó el acelerador y recién clavó el freno en 8. La sacudida fue fuerte, como el impacto sobre precios y poder adquisitivo del salario. Para el gobierno ese número es un techo a sostener, para los exportadores un piso desde el cual planificar el ataque sobre las retenciones. Pero además, y como tardía compensación a la persistente falta de instrumentos de ahorro para quienes tienen excedentes, vino el aumento en la tasa de interés, cuyo daño colateral sobre el nivel de actividad aún no puede evaluarse. Las reservas perdidas fueron significativas pero bien empleadas, porque tendieron un puente hacia la liquidación de la próxima cosecha. Aún así, pasada la corrida, la brecha superior al 50 por ciento sigue siendo una incitación peligrosa. De abril a septiembre ingresará al cofre del Banco Central buena parte de lo que permitió salir ahora. Lo que pase a partir de octubre dependerá de otras variables: si el gobierno volverá a utilizar el tipo de cambio como freno de mano antiinflacionario, qué ocurrirá con el Club de París y los holdouts, la proximidad de la renovación presidencial.

Restricciones

Hay opciones de política económica que han tenido un efecto benéfico sobre el empleo y el consumo pero que plantean limitaciones estructurales. La elección de la industria automotriz y de la armaduría electrónica de Tierra del Fuego como dinamizadores del crecimiento ha sido un arma de doble filo, porque ambas tienen una balanza comercial muy negativa y además incentivan el consumo energético en rubros no productivos. La integración de partes nacionales es baja en el complejo automotriz y nula en la electrónica, a lo que se suma la deficitaria cuenta de combustibles. La corrección de estos desequilibrios no es fácil y mucho menos en los plazos exiguos que plantean el balance de pagos y el calendario electoral. El mecánico Ricardo Pignanelli y el metalúrgico Antonio Caló han sido los dirigentes de la CGT más comprensivos con la maniobra económica iniciada por el gobierno para salir de la trampa de los paralelos frenos cambiario y comercial, porque sus sindicatos están entre los que más crecieron desde 2003. Pero ahora serían los principales afectados por la corrección de ambos trastornos comerciales. Caló planteó una moderación de los reclamos salariales a cambio de un compromiso de mantenimiento de los niveles de empleo. La fragmentación sindical tampoco facilita las cosas. Los docentes privados de la CGT anunciaron un pedido de aumento del 61 por ciento, una cifra irreal de la que no les costará retroceder sin costo, ya que no deben responder en asambleas ante poderosas bases organizadas, a diferencia de la Ctera que forma parte de la CTA. Todos ellos coexisten, además, con otros dirigentes enrolados en la política de oposición, como Luis Barrionuevo y Hugo Moyano, cuyo petardismo verbal los asocia con marginales como Jorge Yoma, muy locuaz desde que le pidieron cuentas por sus gastos como embajador en México, o el ex senador Eduardo Duhalde quien, como el diario La Nación, lleva años penando por que se hagan realidad sus vaticinios sobre el final apocalíptico del kirchnerismo. La Nación hizo el suyo en 2003, antes de que asumiera Néstor; Duhalde en 2007, durante la primera campaña electoral de Cristina. La deriva de Moyano, del kirchnerismo ardiente a la alianza electoral con Francisco de Narváez, su reconciliación con Patricia Bullrich (quien ha perdido interés en las propiedades y cuentas bancarias del camionero) e incluso Maurizio Macrì, a quien prodigó elogios inverosímiles, es tan errática como la de un globo que se desinfla. Por intermedio de uno de sus hijos también tiende puentes con el diputado bonaerense Sergio Massa, quien no se apura por corresponderle. Con un Moyano le basta, y el juvenil Facundo le parece más atractivo que Hugo, quien hace un mes llegó a los 70 años sin encontrar la fórmula para convertir su fortaleza gremial en poder político, dada la desmesura de sus ambiciones y el desatino con que muta de alianzas, en las que no intervienen la reflexión ni el cálculo.

Altri tempi

Desde distintos sectores de lo que podría denominarse la izquierda K se plantean alternativas de profundización que eludan los condicionamientos señalados: alguna forma de intervención estatal en el comercio de cereales o la lisa y llana reforma agraria. Son inquietudes legítimas para no someterse a las condiciones que se intentan imponer al gobierno y la sociedad, pero su aplicación requeriría de adecuaciones para las que al actual gobierno no le sobra el tiempo. Suponiendo que ya existiera un organismo regulador como el IAPI del primer peronismo o la Junta Nacional de Granos que disolvieron Menem y su ministro Felipe Solá, no podría dar respuesta a las advertencias del vicepresidente de Confederaciones Rurales, Pedro Apaolaza (“El productor va a comercializar cuando quiera porque todavía estamos en un país libre”). La intervención manu militari de los silobolsas está fuera de cualquier hipótesis. Las condiciones del agro argentino tampoco permiten una proyección mecánica de aquellos modelos. En la primera mitad del siglo pasado, los pequeños arrendatarios resistían la explotación de los grandes propietarios pampeanos. En el actual paradigma sojero, en cambio, no median relaciones de explotación entre quienes ceden y quienes toman tierras ya que las economías de escala operan en pequeñas, grandes y medianas superficies. Los principales tomadores de tierras son también propietarios y no agentes económicos de otras actividades económicas. Muchos obtienen reducciones de costos al aumentar la superficie trabajada y otros alcanzan un buen pasar como rentistas. Una propuesta tradicional de reforma agraria unificaría a todos en contra y en todo el país, ya que la soja rompió los límites de la región pampeana. Pero ese agro que adquirió dimensión nacional sigue siendo manejado por los descendientes de la oligarquía pampeana. Peor aún, en esas nuevas regiones sojeras hasta los trabajadores podrían identificarse con los propietarios, ya que ganan más que con los cultivos tradicionales desplazados. Sin hablar del apreciable número de gobernadores, legisladores y sus familiares, del oficialismo y de la oposición, que se dedican a esos cultivos.

Activos

Además de la fidelidad de su base a Cristina, el gobierno cuenta entre sus activos con la falta de confluencia entre los intereses de los sectores dominantes. Sólo en ese sentido la situación es similar a la de los últimos años del alfonsinismo, cuando los acreedores externos competían con los grupos locales subsidiados por los escasos recursos que le quedaban a un Estado en bancarrota y sin acceso a los mercados internacionales. La solución que idearon Henry Kissinger y el Citibank y que Menem aplicó con la pasión del converso consistió en unificar esos intereses antagónicos en un negocio común: el desguace del capital social acumulado por generaciones de argentinos en las empresas del Estado, a precio vil. Para ello impusieron la formación de asociaciones que debían incluir a bancos acreedores que aportaban los títulos depreciados de deuda, operadores internacionales capaces de mantener en funcionamiento los servicios públicos y grupos económicos locales idóneos para aceitar las bisagras de las puertas que se necesitaba abrir, en el momento oportuno. Esos fueron los años excepcionales en los cuales se revirtió la tradicional fuga de capitales, porque los dineros fugitivos volvieron para aprovechar esa oportunidad única. Luego de la reelección de Menem en 1995, los grupos locales vendieron su participación a los extranjeros y realizaron sus ganancias extraordinarias en la producción agropecuaria y los depósitos en el extranjero, a la espera de la próxima gran devaluación, que en 2002 les concedería Duhalde. La fantasía de repetir hoy una o varias partes de esa operación no tiene asidero en los intereses y las relaciones de fuerza actuales. Apreciar el dólar y/o suprimir las retenciones es un programa del sector agropecuario al que adhirieron algunos dirigentes, como Hermes Binner, Elisa Carrió y Sergio Massa, pero que disgusta al sector industrial productor de bienes no transables y a los prestadores de servicios públicos, donde siguen prevaleciendo las empresas extranjeras. La modificación de precios relativos y el desfinanciamiento del Estado van en contra de ellos y no sólo de los trabajadores, porque de allí deberían salir los recursos que se resignen. Unificar esos intereses contrapuestos es una tarea para genios políticos y económicos, que no abundan. El debate instalado a partir de la insidiosa frase que el Papa Francisco le transmitió a José Mendiguren para que la repitiera aquí (“hay que cuidar a Cristina”, con todos los subtextos implícitos que cada uno pueda agregarle), es puro artificio. No hay condiciones estructurales para la hecatombe en la que sólo se interesan algunos vivillos irrelevantes, como Yoma, Duhalde o Barrionuevo.

De ahora en más

Las consecuencias políticas de todo esto son una incógnita que nadie puede dar por resuelta con alguna seriedad y lo único que proliferan son operaciones interesadas en favorecer alguna de las hipótesis. A lo sumo puede formularse el dilema que se desenvolverá en el próximo año y medio:

- El kirchnerismo consigue hacer pie en ese núcleo duro inconmovible, llega con un candidato propio a la disputa electoral y se consolida como una nueva identidad política con la que sea imprescindible contar de ahí en más, bajo la conducción de Cristina (ya sea que ese candidato se imponga, por dentro o por fuera del PJ, o que retenga un porcentaje apreciable de los votos, no inferior al 20 por ciento); o bien

- Se diluye sin pena ni gloria y estos años se recordarán con nostalgia como una encarnación efímera del justicialismo, igual que antes el menemismo.

Como corresponde, ambas opciones tienen firmes partidarios dentro del heterogéneo universo que en estos años acompañó al gobierno nacional.



(Diario Página 12, domingo 9 de febrero de 2014)

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