ARGENTINA / Cristina y el desprejuicio / Escribe: Roberto Caballero






Las listas de candidatos cerraron al mismo tiempo que la edición de Tiempo Argentino que está en sus manos. La cobertura general, los detalles en particular, las negociaciones de última hora, los nombres de los finalmente elegidos para competir podrán leerlos en las notas que rodean este panorama. Pero la gran sorpresa de la semana fue la bendición de Cristina Kirchner a la fórmula Scioli-Zannini, que fue mucho más que el anecdótico baldazo de agua fría para Florencio Randazzo y que tanto desconcierto provocó en un sector del kirchnerismo auténtico. A CFK la colocó sin escalas, dentro de la vasta y convulsionada historia del movimiento fundado por Juan Perón hace 70 años, en un lugar completamente inédito: es la primera mujer que asume su jefatura absoluta, es aceptada por sus múltiples tendencias y decide en consecuencia.

La unción a la dupla encarnada por el gobernador bonaerense y el secretario de Legal y Técnica de su gobierno, no por audaz e imprevista, deja de ser una jugada políticamente racional, buscando un triunfo oficial en primera vuelta. De un solo golpe, ella misma se puso por encima de la disputa entre el peronismo receloso del kirchnerismo y el kirchnerismo dudoso de ese mismo peronismo. Si había que suturar, era el momento y debía hacerlo ella. La fórmula unió lo que, a simple vista, tendía a dividirse sin mucho sentido de cara a las PASO.



El oficialismo estaba atravesado por una sorda puja entre dos sectores. De un lado, los gobernadores provinciales, es decir, los caciques territoriales que se alinean con Daniel Scioli como garante de su poder, básicamente, porque sus chances de ganar son amplias. Del otro, la enorme militancia que el kirchnerismo construyó en 12 años de gobierno, que no reconoce otro liderazgo que el de Cristina y que pretende extender en el tiempo las bases del proyecto iniciado en 2003.

Los dos grupos se necesitaban, pero así como la figura de Scioli, con una fuerte instalación de años y una favorable proyección en las encuestas, concitaba la adhesión de los que pretendían usarlo para retener sus parcelas de poder, parecía alejar, por sus insuficiencias ideológicas o su tibieza enunciativa, a los otros de cualquier acuerdo o síntesis.

La única que pudo ordenar el mapa convulsionado fue Cristina, que puso sobre la mesa sus atributos de mando, derivados de una realidad incontrastable: después de dos mandatos consecutivos, los niveles de aprobación a su figura en todo el territorio nacional son indiscutidos, y mucho más al interior del dispositivo oficial, que incluye por igual a jefes territoriales con una pragmática noción de la sobrevida propia y a la aguerrida multitud militante que llena plazas en nombre del proyecto.

Lo que Cristina debe haber advertido es que, en una PASO, la competencia por la hegemonía en la alianza de hecho entre jefes territoriales y jefes militantes que sostiene al gobierno, hubiera debilitado más que aumentar la densidad política de una oferta conjunta. Al bendecir el binomio Scioli-Zannini, ella evitó ensanchar la grieta y liquidó el pleito, con gran desprejuicio.

No hay nada más cristinista, después de la presidenta y su hijo Máximo, que Zannini. Y no hay otro candidato que convenza más al peronismo de los gobernadores que Scioli. La fórmula del FPV condensa así a las dos principales corrientes en las que se asienta el kircherismo triunfal de todos estos años y ratifica la conducción de Cristina, aún fuera del gobierno.

El ruido que causó entre los sectores kirchneristas más reacios al pejotismo, que habían encontrado en la candidatura de Randazzo una válvula de escape al sciolismo, no tardarán en digerir una noticia que ya no tiene vuelta: la disputa que plantea Cristina no es entre Scioli o Randazzo, es decir, entre una variante más o menos kirchnerista, sino entre el FPV y la alianza Cambiemos, encabezada por Mauricio Macri, que expresa con claridad la oposición al proyecto oficial. Este no es el momento, parece decir la presidenta, de la purificación del ADN-K, sino de aglutinar a toda la fuerza propia, con sus matices y diferencia, contra la restauración conservadora liderada por el jefe del PRO.

Sobre el cierre, Cambiemos entró en una crisis importante, consecuencia de la decisión cristinista. Macri intentó sin éxito bajar a Ernesto Sanz y a Elisa Carrió de su PASO, sabiendo que el escenario que viene es de polarización total. La designación de Gabriela Michetti fue para galvanizar su propia oferta. Y los movimientos en la provincia de Buenos Aires, donde en un solo día María Eugenia Vidal tuvo tres precandidatos a vicegobernador, hablan del nerviosismo que atraviesa la alianza en un territorio donde el FPV se hace fuerte con dos fórmulas que barren todo el espectro, la de Aníbal Fernández con Martín Sabbatella y la de Julián Domínguez con Fernando Espinoza.



De las dos, la que quizá copia la decisión presidencial de mezclar peronismo kirchnerista y kirchnerismo puro sea la primera: Sabbatella vendría a ser el Zannini de la provincia. La segunda retiene el voto cautivo de intendencias populosas del FPV fieles a la idea de no contaminarse con sectores no peronistas, como una estrategia más para licuar el potencial massista en la provincia, que sigue en declive.

Por último, Axel Kicillof como primer candidato a diputado en Capital Federal, Wado de Pedro en la provincia de Buenos Aires y Máximo Kirchner en Santa Cruz reafirman la vocación de Cristina Kirchner de sumar a la bancada legislativa del FPV a espadas camporistas con espesor, como garantes de la continuidad de las políticas públicas de la última década.

Anoche también se develó la última incógnita. Cristina Kirchner no será candidata a nada. Es una manera de decir, en verdad. Si Scioli y Zannini llegan a la Casa Rosada, ella habrá sido el artífice de la victoria. De todas las posibilidades institucionales a su alcance, Cristina eligió un llano que no es tal: queda como conductora excluyente.

La única jefa del peronismo, la primera en su historia.

(Tiempo Argentino, domingo 21 de junio de 2015)

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