El lanzamiento del Plan Progresar y el aumento de la Asignación Universal por Hijo reactualizó un debate confuso: el cuestionamiento de quienes le apuntan al Gobierno por “no reconocer” la pobreza pero, a la vez, rechazan las políticas de transferencias y reconocimiento de derechos a favor de las franjas de población más necesitadas. Tales planteos parecerían eludir la diferencia diametral entre las políticas públicas para los sectores más vulnerables puestas en vigencia, en forma continuada, a lo largo de los últimos once años, y las impuestas en los once años anteriores, desde el inicio de la convertibilidad (1991) hasta 2002 inclusive, año de una “devaluación asimétrica” que protegió a los dueños del capital, los endeudados en dólares inclusive, pero derritió las retribuciones de los sectores de ingresos fijos (asalariados, principalmente). Esa es la contradicción principal, entre una política que alienta la concentración de la renta y espera que las soluciones lleguen por “derrame” (política neoliberal), y otra que se afirma en un crecimiento con inclusión social más una activa intervención del Estado para atender lo que el modelo productivo no resuelve (implementada desde 2003 en adelante). Ya conocidos los resultados sociales de la primera, lo que quedaría por repasar es la mayor o menor eficacia de la segunda. En todo caso, para corregir falencias, teniendo cuidado de no caer en la trampa de aquellos que empujan hacia la política de los ’90 pero sin confesarlo.
A la salida de la convertibilidad, Argentina se encontraba en una situación que fuera señalada como una “catástrofe social”. Contracción del PBI durante los años previos (8,4 por ciento acumulado desde 1998), con fuerte impacto en el empleo (desocupación del 8,3 por ciento a fines de 2001), y una modalidad de salida –megadevaluación– que deterioró aún más los indicadores sociales. Con fuga de capitales, además, un sistema financiero colapsado, cesación de pagos de la deuda, inflación, recesión, desempleo del 25 por ciento, 56 por ciento de pobreza, más de la mitad de los mayores sin cobertura previsional y el resto, en una amplia mayoría, con una retribución miserable.
La adopción de un “modelo de acumulación productiva con inclusión social” a partir de 2003, buscando reemplazar el régimen centrado en la acumulación financiera, logró muy buenos resultados a lo largo de más de un lustro, con tasas de crecimiento anual del 8 por ciento, creación de cinco millones de puestos de trabajo y recuperación del salario, pero sin revertir totalmente la exclusión provocada por años de ausencia del Estado, de desregulación y descontrol. Amplias capas de población seguían al margen del proceso productivo formal. Gran número de trabajadores que habían llegado a la edad de retiro sin haber podido completar sus aportes jubilatorios corrían el riesgo de quedar fuera del sistema previsional. Unos y otros debieron ser atendidos con políticas específicas y reformas estructurales para resolver cuestiones que el sistema productivo, por más inclusivo que fuera, no iba a poder responder por sí. La recuperación para el Estado del sistema previsional, la posibilidad de jubilarse para quienes no tuvieran aportes, el régimen de movilidad jubilatoria y la Asignación Universal por Hijo fueron la columna vertebral para tratar de “forzar” la distribución hacia un punto de mayor equidad.
En ese contexto, la Anses se convirtió en un factor determinante de las políticas activas, ampliando el concepto de “seguridad social”. Los planes de vivienda a través del Pro.Cre.Ar, o el más reciente para ayudar a los jóvenes sin empleo a terminar sus estudios, el Progresar, son ejemplos de detección de problemas sociales irresueltos. Todavía hará falta dotarlos de mayor eficacia para garantizar su extensión horizontal, para llegar a sectores de la población con necesidades insatisfechas pero con limitaciones para acceder a los beneficios, por distancias geográficas o desconocimiento de sus propios derechos, por ejemplo. O por situaciones legales o sociales ambiguas (ver nota aparte).
A través de estas herramientas, en los últimos años, pese a que el nivel de crecimiento no mantuvo el dinamismo de los años anteriores, fue posible sumar 3,5 millones de beneficiarios de la AUH, y elevar la cobertura previsional a una proporción cercana al 95 por ciento de las personas mayores. Durante esta última semana, un informe del Banco Mundial destacó que Argentina destina al gasto social una cifra que representa el 1,86 por ciento del PBI. Lo más interesante, sin embargo, es que uno de sus directores técnicos señale que hay “pruebas sólidas y crecientes” en el mundo de que las redes de protección social, como las que desarrolló Argentina en estos años, “son una de las maneras más eficaces, en función de los costos, para que los países acaben con la pobreza extrema y promuevan la prosperidad compartida”. Una advertencia del Banco Mundial sobre la necesidad de atender con políticas públicas cuestiones sociales que el mercado no resuelve y que, en el peor de los casos (aunque no llegue a reconocer tanto), provoca. Un enfoque que los grupos neoliberales parecen no haber incorporado, insistiendo en formular respuestas o reclamos de baja indiscriminada de impuestos y eliminación de controles en favor de los grupos más poderosos, para “liberar” su capacidad de generar riqueza, confiando en que ellos mismos se ocuparán de distribuirla. La historia no corrobora que así suceda.
(Diario Página 12, domingo 18 de mayo de 2014)