HISTORIA / Eva se va (primera parte) / Escribe: Roberto Bardini






En la noche del 15 de enero de 1944, un violento terremoto sacude la provincia de San Juan, lindante con la cordillera de los Andes, y en pocos segundos destruye la capital. Mueren 10 mil personas. La tragedia conmueve al pueblo argentino. El entonces coronel Juan Domingo Perón, secretario de Trabajo y Previsión, ministro de Guerra y director de Aeronáutica Civil, ordena inmediatamente el socorro a las víctimas. La maquinaria bajo su cargo se pone en marcha inmediatamente y llega con ayuda. La popularidad de Perón aumenta.

Una semana después, en un festival artístico realizado en el estadio Luna Park a beneficio de los damnificados, el apuesto viudo de 48 años conoce a una hermosa actriz de segunda línea, de apenas 24: María Eva Duarte. Cuentan que cuando el coronel Aníbal Imbert, íntimo amigo de Perón, los presentó, ella le dijo: “Gracias por existir, mi coronel”. Después, el militar y la artista se fueron a cenar juntos.

Ninguno de los dos podía saberlo en ese momento, pero a partir del día siguiente la historia argentina tomó otro rumbo. Sus efectos, como una prolongada onda expansiva, perduran hasta hoy.

María Eva Duarte falleció nueve años después, a los 33 años. En ese corto período de tiempo despertó pasiones a favor y en contra, y dividió en dos a la sociedad argentina. Generó desprecio y admiración, fue odiada desde las vísceras y amada con fervor casi religioso. Conquistó el corazón de hombres y mujeres de la clase trabajadora mientras despertaba el rencor de los sectores medios y altos. Considerada “santa” por unos y “resentida”, “arribista” o “puta” por otros, nadie pudo quedar indiferente frente a su vibrante paso por la política. Esa vocación ardiente -en la que mezcló ternura y furia, sed de venganza y hambre de justicia- terminó por consumirla precozmente en su propio fuego.


Evita nació el 7 de mayo de 1919 en un rancherío cercano a Los Toldos, una pequeña localidad provinciana a 300 kilómetros al suroeste de Buenos Aires. Resultó la menor de cinco hermanos. La partera fue una indígena integrante de un desprendimiento mapuche, llegado desde Chile bajo el liderazgo del cacique Coliqueo.

Frente al rancherío estaba la estancia La Unión, propiedad de Juan Duarte Echegoyen, casado y padre de tres hijas, cuya familia vivía en Chivilcoy. La madre de Evita, Juana Ibarguren, había trabajado desde los 15 años como cocinera del “vasco” Echegoyen. Y también, obligada por las circunstancias, le había aliviado las largas temporadas de soledad en la pampa. Como resultado de esas uniones nacieron Elisa, Blanca, Erminda, Juan y María Eva.

Un día, Echegoyen se fue para siempre a Chivilcoy. Juana Ibarguren se trasladó con sus cinco hijos a Los Toldos, alquiló una vivienda de una sola habitación con piso de tierra y, para sobrevivir, se dedicó a la costura: cosía a máquina, desde la mañana hasta la noche, ropa para el campo. Los niños tuvieron una infancia con carencias y sin alegrías. Con la esperanza de mejorar, en 1930 la mujer se mudó a Junín, una ciudad más grande.

La situación mejoró un poco. Elisa, la mayor, era empleada de correo y al principio todos subsistieron con su sueldo. Después, Erminda -la tercera- logró un puesto de maestra y Juan consiguió empleo en una fábrica de jabón. Juana Ibarguren adquirió unas cuantas mesas y sillas abrió un negocio de comida casera.

Para entonces, Evita había terminado la escuela primaria. En lo que más se había destacado la menor de los Duarte fue en Declamación. Cuentan que cuando recitaba hacía llorar de emoción a sus compañeras de curso. Soñaba con ser actriz.

Las luces de la gran ciudad

En enero de 1935, a los 16 años de edad, Evita se va a Buenos con la expectativa de convertirse en una estrella de cine y salir de la miseria. La experiencia resulta más dura: sin dinero ni relaciones, recorre agencias de colocación, trabaja como modelo de publicidad y pasa hambre, vive en oscuras pensiones. Con grandes sacrificios económicos pero sin amilanarse, toma cursos de actuación dramática y ese mismo año debuta en una compañía teatral. Actúa de criada en la comedia «La señora de Pérez» y la única frase que pronuncia en toda la obra es: “La mesa está servida”.

Gracias a su perseverancia, Evita obtiene pequeños papeles en el teatro y en el cine pero pasa inadvertida para directores y productores. Tiene suerte en una actividad que ella no elige: en 1939, es contratada como locutora en Radio Belgrano, que entonces es la más importante de Argentina. Aunque el trabajo no tiene mucho que ver con sus aspiraciones artísticas, por primera vez en mucho tiempo vive cierta seguridad económica. Su especial tono de voz le facilita el acceso a radioteatros, donde se hace conocida. Es figura central en una serie histórica sobre mujeres: Isabel de Inglaterra, Catalina de Rusia, Lady Hamilton. Y sus fotos comienzan a salir publicadas en «Sintonía», la principal revista de espectáculos de la época. Evita tiene apenas 20 años de edad.

En la radio la sorprende el terremoto de San Juan de enero de 1944 y poco después conoce a Perón en el festival artístico a beneficio de las víctimas. Con tenacidad, colabora con la acción que el entonces coronel despliega desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, y comienza a dirigir un nuevo programa: «La hora social». En su audición, Evita se dirige a los trabajadores, a las mujeres y a los humildes, y describe los esfuerzos de Perón por construir un futuro mejor. En menos de un mes, su voz cálida y levemente ronca es una de las más populares del país.


Una fiera herida

En junio de 1945, Perón es designado vicepresidente. Pero el 9 de octubre, oficiales del ejércitos instigados por el embajador norteamericano Spruille Braden y celosos de su carisma, lo destituyen y arrestan.

Durante las tensas horas que transcurren entre la detención y el anuncio de que se encuentra “internado” en el Hospital Militar, María Eva Duarte se transforma en una fiera herida. Hace una llamada telefónica tras otra, se reúne con políticos, periodistas, camaradas de armas de Perón, gremialistas. Se sube a un automóvil y se hace llevar de un lado a otro de la ciudad. Discute, persuade, hierve de furia, derrama lágrimas, promete, insulta a los gritos.

En menos de lo que canta un gallo ha convocado a su alrededor a un grupo numeroso, selecto y leal de hombres de ideas y acción. Luego de hablar con ella, cada uno parte a su cuartel, sindicato, barrio, radio, periódico o centro de actividades políticas.

En la noche del viernes 12 de octubre, Perón es confinado en la isla Martín García. Oficialmente se informa que la finalidad es “preservar su seguridad ante la posibilidad de un atentado”.

El lunes 15 se generan las primeras reacciones. Afiliados del Sindicato Autónomo de Obreros de la Carne salen a las calles pidiendo la libertad del coronel. En algunos barrios de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires aparecen volantes a favor del ex vicepresidente y ministro de trabajo. Uno de ellos, firmado por la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), dice: “La contrarrevolución mantiene preso al liberador de los obreros argentinos, mientras dispone la libertad de los agitadores vendidos al oro extranjero. Libertad para Perón. Paralizad los talleres y los campos”.

Al norte del país, la Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera (FOTIA) declara una “huelga general revolucionaria en todos los ingenios”. El jefe de la región militar de la zona, teniente coronel Fernando Mera, se compromete a avanzar sobre la Capital Federal junto con los obreros. No figuran demasiados oficiales como Mera en la historia argentina del siglo veinte.

Militantes de la Alianza Libertadora Nacionalista y simpatizantes espontáneos recorren las calles del centro de Buenos Aires al grito de “¡Patria sí, colonia no!”. La policía los disuelve con gases lacrimógenos pero los manifestantes vuelven a reagruparse. A la noche hay 87 detenidos.

En la madrugada del 17, los obreros que desde el día anterior esperan una resolución de la Confederación General del Trabajo (CGT), se lanzan a las calles mientras sus dirigentes se meten en la cama. Los asalariados imponen de hecho una huelga general sin esperar la fecha fijada por la adormilada conducción de la CGT. La espontánea decisión se extiende como una reacción en cadena a otros puntos de la ciudad, las provincias, el país.

Los obreros tampoco hacen caso, desde luego, a los discursos de casi todos los partidos políticos, los esfuerzos del embajador estadounidense Spruille Braden, los editoriales de la prensa “democrática”, las conspiraciones “institucionales” de los cuarteles, las cultas tertulias del Jockey Club y las encopetadas reuniones de la Unión Industrial Argentina, la Sociedad Rural y la Bolsa de Comercio.

El día anterior, un médico militar amigo de Perón le diagnostica una (falsa) pleuresía y convence al alto mando del ejército de regresarlo a Buenos Aires para tratarle la “afección”. A las 6:30 de la mañana del mismo 17, después de cuatro horas de navegación, llega a la Capital Federal la lancha que conduce al prisionero y su custodia. Lo llevan al Hospital Militar Central y lo “internan” en el quinto piso.


17 de octubre de 1945: el hondo bajo fondo se subleva

En las primeras horas de la mañana, los trabajadores de las fábricas de Avellaneda, Lanús y Quilmes y de los frigoríficos de Berisso y Ensenada comienzan a formar grupos para marchar a pie hacia Buenos Aires. Llevan banderas argentinas y retratos de Perón. Pocas horas después, desde La Plata salen camiones repletos de gente con el mismo rumbo.

Unos y otros convergen a las nueve de la mañana en la entrada a la Capital Federal pero se encuentran con que las vías de acceso sobre el Riachuelo han sido cerradas por orden de la policía y la Prefectura Marítima. Los agentes obligan a descender a los pasajeros de distintos medios de transporte, los palpan de armas y les informan que deben continuar a pie.

Paralelamente, columnas de hombres y mujeres provenientes de barrios populares atraviesan Buenos Aires rumbo a la Plaza de Mayo. Por diferentes accesos, arriban trabajadores de Zárate y Campana. Otros vienen de más lejos.

Hay soldados acuartelados en Campo de Mayo y otras guarniciones. Lo mismo ocurre en todas las comisarías. Militares y policías están divididos en sus simpatías. Aguardan, tensos, la orden para reprimir.

El día avanza. Como ríos, pequeños grupos se unen y se transforman en compactos torrentes que marchan hacia la histórica plaza. Algunos manifestantes comienzan a gritar: “¡Aquí están, éstos son, los muchachos de Perón!”. Otros, agotados por la larga caminata y el calor, se quitan los zapatos y sumergen los doloridos pies en las fuentes de agua. (Tiempo después, el legislador Ernesto Sanmartino, de la Unión Cívica Radical, calificará a los seguidores del coronel como un “aluvión zoológico”).

El ensayista Raúl Scalabrini Ortiz, testigo de la época y miembro de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA), describe aquella jornada que le cambió el rostro a Argentina:

(sigue en la edición de mañana)

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