INTERNACIONAL / Tumultos en Brasil / Escribe: Enrique Lacolla






Las protestas brasileñas se prestan a las asimilaciones fáciles con los cacerolazos argentinos. No parecen tener los mismos componentes, sin embargo.

No podemos, a la distancia y sin un conocimiento directo de la vida brasileña, arribar a un análisis certero de los acontecimientos que se producen en ese país. Sin embargo, como el problema nos toca de cerca –Brasil es la primera potencia del MERCOSUR y de su evolución depende mucho del destino de Suramérica- es inevitable tratar de forjarse alguna idea acerca de lo que está pasando allí.

Las manifestaciones que han conmovido a Brasil en días recientes plantean un problema de difícil interpretación. No se puede asimilar esos hechos a una pueblada contra un régimen injusto, como ocurriera en Argentina en 2001; pero tampoco a una expresión de descontento arbitrario, fogoneado por el monopolio comunicacional, como sucediera varias veces en nuestro país, en los últimos tiempos. Aunque haya elementos que aproximan esas manifestaciones, la ecuación es más compleja. En Argentina, en ocasión de los cacerolazos, los sectores medios soliviantados por su resistencia de piel a las convergencias populistas e izquierdistas, se limitaron a expresar su descontento en manifestaciones masivas pero desprovistas de lemas conductores. Salvo la generalizada protesta contra la inseguridad y la corrupción, y el desatinado reclamo de libertad de expresión y manifestación, que era desestimado por el simple hecho gritarlo en la calle y difundirlo en los medios masivos de comunicación sin el más mínimo conato de represión de parte del gobierno, no se percibió en esos actos ninguna reivindicación fundante, ninguna proposición o protesta seria referida a los problemas de base que tiene el país.


En Brasil la cosa fue diferente. La contención policial no se manifestó tan dúctil como aquí y se produjeron algunos episodios de violencia, pero sobre todo los manifestantes exhibieron reclamos que tienen asidero, como por ejemplo los de una mejoría en las condiciones de la salud pública y del conglomerado habitacional, un mayor gasto en educación y un rechazo a las inversiones masivas –juzgadas como suntuarias- destinadas a solventar el próximo mundial de fútbol y a las olimpíadas que habrán de seguirlo.

En el fondo de las manifestaciones populares se perciben, sin embargo, problemas coyunturales y procesos sociales cuya magnitud debe tener mucho que ver con la actual evolución de los acontecimientos. Con Lula y Dilma Roussef, Brasil ha dado un salto muy apreciable: los gobiernos del PT sacaron a 35 millones de habitantes de la pobreza y expandieron una clase media baja que hoy conforman 105 millones de brasileños y, con la integración al BRICS, proyectaron exteriormente al país hasta el nivel de potencia mundial. Mientras tanto, las prospecciones petroleras llevadas adelante por Petrobras han hallado una riqueza energética que posiciona a Brasil entre los mayores reservorios de crudo del globo. Al mismo tiempo, sin embargo, las tasas de crecimiento económico fueron inferiores a las argentinas y no se percibe ninguna de las medidas que aquí se dieron para controlar el flujo del capital externo, lo cual ha redundado, en Brasil, según los expertos, en una mayor inflación y un incremento de tasas de interés, con la consiguiente amenaza de precarización o destrucción del empleo.


La aparición de una nueva clase media interconectada a través de las redes sociales también está redefiniendo el panorama. En este dato se percibe una rápida aproximación a los fenómenos de masa que están caracterizando al siglo XXI. Los jóvenes que protagonizan las manifestaciones de los “indignados” en Europa y los estallidos de la “primavera árabe” son voluntariosos y entusiastas, pero sus protestas, a falta de un corpus ideológico serio y de un aparato político que lo canalice, corren el riesgo de quedarse en agua de borrajas o ser utilizadas –como ocurrió en Egipto- como ariete para precipitar un cambio que no cambie nada. En cualquier caso las reivindicaciones de la calle, en Brasil, a la vez que plantean un escenario de reclamos a los que será preciso atender, abren la posibilidad de que el establishment –que antagoniza a Dilma como antes se opusiera a Lula- pueda intentar una movida desestabilizadora apuntada a dar al traste con el proceso de cambio iniciado con el siglo y que engrana con los producidos en Venezuela, Argentina, Uruguay, Ecuador y Bolivia.

La situación, sin embargo, no pinta tranquilizadora tampoco para el sistema de poder que se opone a Dilma, pues contiene asuntos tendencialmente explosivos. Esto genera vacilación en los sectores conservadores, que no saben bien cómo pararse frente al reclamo de las clases medias, que podría llegar a amenazar sus propios privilegios. Pueden estimular ese reclamo, pero el compuesto de las manifestaciones estudiantiles y populares es volátil y no se sabe adónde puede terminar apuntando. De modo que, por prudencia, quizá se abstengan de fogonearlo en exceso.

La presidenta Dilma Roussef, en cambio, salió con mucha inteligencia al encuentro de las protestas callejeras. Su primer movimiento fue reunirse con los jóvenes del “movimiento pase libre” (MPL) que habían desencadenado la protesta a causa de un aumento de 22 centavos en el transporte. La envergadura del problema que se suscitó a partir de ese momento estaba fuera de proporción con la chispa que lo había provocado, lo que hizo fácil para el gobierno rever esa decisión y anular el aumento. Pero lo importante vino después: tras una reunión con los gobernadores y los alcaldes de las capitales estatales, la presidenta propuso un plebiscito para convocar a una asamblea constituyente a fin de sancionar una reforma política. “Brasil está maduro para avanzar y ya dejó en claro que no quiere quedarse parado donde está”, dijo Dilma, quien con esta afirmación en la práctica se adueñó de la bandera del movimiento “indignado”.


La presidente propuso cinco puntos para salir de la actual emergencia: mayor responsabilidad fiscal para controlar la inflación, reforma política para ampliar la participación popular, para lo cual se convocará a una asamblea constituyente, previo un plebiscito; acelerar la inversión en salud, mejorar la calidad del transporte y dirigir a la educación la totalidad de los recursos obtenidos por la explotación petrolera.

La apelación a una mayor participación popular es un caballito de batalla de los gobiernos reformistas que han accedido al poder en varios países suramericanos de diez años a esta parte; pero, en general, estos llamados se han quedado a medio camino o se han limitado a su afirmación retórica. No sabemos si en Brasil la presidente se animará a aprovechar la ocasión y a tomar el toro por las astas. Ya ha habido presiones muy fuertes para que la propuesta plebiscitaria no gire en torno a una reforma constitucional sino alrededor de una serie de puntos vinculados a la reforma política. Y el gobierno, aparentemente, vacila.

Cualquiera sea el camino que se siga en Brasil, es importante comprender que el arma plebiscitaria que Roussef desenfundó a medias en estos días, es el único recurso para contrarrestar el peso del aparato sistémico que conserva casi todas sus posiciones de poder en los países suramericanos tocados por el viento de la reforma. Fue el instrumento que le permitió avanzar a Chávez en medio de las múltiples acechanzas que emboscaron su camino.

Es necesario comprender que no habrá cambio efectivo en nuestros países si no se buscan los caminos alternativos que consientan, sin salirse de la legalidad democrática, romper la tela de araña constituida por el entramado de complicidades corporativas que vinculan al poder judicial, los aparatos partidarios y los intereses financieros y empresarios; entre todos componen una red envolvente y capaz de nulificar los esfuerzos de cambio. El recurso al pueblo, al arma electoral limpia de intermediaciones tramposas, como antes lo fuera la apelación a la plaza pública, es la instancia a la que habría que recurrir para escapar del impasse que nos amenaza.


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