En el monólogo final de su último programa, Jorge Lanata replicó a su modo cada vez más grotesco que cáustico, a quienes rebaten sus "investigaciones periodísticas" (a decir verdad, una telenovela en clave de stand-up). Se detuvo especialmente en Horacio Verbitsky, de quien dijo que lo comprendía perfectamente porque entre él y el periodista de Página 12 existe una irreductible diferencia, marcada por dos maneras muy distintas de ver el mundo, y que Lanata definió de modo gutural: “Verbitsky, que era montonero, salía a matar gente indefensa, y yo no”, dijo.
El señalamiento es desafortunado y paradójico, aunque muy oportuno: sitúa su abierta opción por la desestabilización en el escenario de una disputa ideológica que Lanata, siguiendo a pie juntillas los mandatos de la sociedad del espectáculo, maquilla sistemática y metódicamente. Convengamos que los valores éticos que este presentador no encuentra en Verbitsky tampoco sobresalen demasiado en él, quien cimenta su audiencia en una denuncia sobre alguien también indefenso, demasiado expuesto, que no puede alzar su voz para desmentirlo sencillamente porque está muerto.
La colisión de intereses objetivos en la Argentina es tan obvia, y el grado de conciencia media alcanzado sobre esa reyerta es tan alto que resulta entre ineficaz y de mal gusto tratar al ejercicio periodístico como un show mediático, al Derecho Humano a la información fehaciente como un instrumento al servicio del rating televisivo, y a la verdad de los hechos concretos como un insumo para el más delirante folletín. No hace falta descender hasta la degradación del debate político para volverlo accesible a las mayorías populares. Creatividad es otra cosa. La pelea de millones por la plena aplicación de la ley de Medios, y la feroz apuesta de unos pocos (pero con mucho poder) por su total fracaso, subyacen bajo todos los escándalos que plantea en su programa, cuyo contenido editorial prescinde equivocadamente de una condición definitoria: la cuantiosa base de sustentación social, la necesidad cultural y la fundamentación histórica de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.
La elección de Lanata por la antipolítica sería cool si estuviéramos en 2001, cuando los jóvenes se distanciaban voluntariamente 501 kilómetros de su mesa de votación para excusarse de no cumplir con su obligación cívica. Pero ya no. Desde las celebraciones por el Bicentenario, el ciclo iniciado en 2003 atraviesa un periodo de politización y de participación colectiva aún más enfático. Especialmente en la juventud. ¿Habrá visto la movilización del pasado sábado, Lanata? ¿Cómo se explicará en su fuero íntimo las muestras de solidaridad y política en La Plata?
Si bien no es una sorpresa, el comentario sobre los montoneros –un argumento ramplón muy frecuentado por los defensores de los genocidas– marca su propio fin de ciclo. A partir del último domingo ya no será posible reconocer en el Lanata de Clarín al fundador de Página 12, cuyo diario nació en 1987 al calor de las batallas contra la impunidad y desde el cual se le dio pelea al relato inventado por el alfonsinismo: la teoría de los dos demonios, que pretendía empatar a los genocidas cívico-militares con "los montoneros que salían a matar gente indefensa". Su descenso abrupto por el lado diestro del caballo adonde se trepó por el costado inverso, cubre con una mirada progre, de cuidada estética rebelde, los mitos más espasmódicos de la derecha y el conservadurismo locales.
¿Qué separa a Lanata repitiendo los prejuicios de los dos demonios, de Eduardo Duhalde advirtiendo sobre las citas del Che Guevara pronunciadas por Amado Boudou? Absolutamente nada. Ambos constituyen dos secuencias de un mismo movimiento: la operación discursiva según la cual el kirchnerismo se habría convertido al stalinismo, como diagnostica el doctor Nelson Castro, al borde de un ataque de hipertensión.
Lo que ya había prevenido semanas atrás el adelantado Aldo Rico, ahora se concreta a través del control popular de la evolución de los precios de 500 artículos esenciales, que tendrán congelados su valor comercial. Para el carapintada, Guillermo Moreno es "Fidel Franco".
Que los vecinos alarmados por la "ola de inseguridad" se harten y tiendan hacia formas muy peligrosas de organización cuasipolicial, paralelas al Estado, siempre fue para Leuco, Bravo y otros más allá la inundación, un gesto de "madurez cívica" y "salud democrática".
Pero si esos mismos argentinos, a través de sus organizaciones, son convocados por la presidenta a "mirar" los precios "para cuidar" el bolsillo de la sociedad, estamos ante la "jóvenes camporistas que agravarán la sensación de miedo", como histeriquea un editorialista de La Nación.
Otra vez la doble moral. Quienes creen que es antiético el blanqueo de capitales hasta ayer en negro, no se inquietan ante el temerario pedido de blanqueo a los genocidas propuesto por De la Sota. Raro. Un estándar flexible, siempre a conveniencia, que emplea la derecha para pontificar, y que ya no alcanza para impugnar lo que es ya una tendencia irreversible en América latina: alcanzar formas nuevas de representación democrática. Ya no el sistema meramente formal, apenas una estructura reglamentaria que consagra la alternancia como única garantía de legitimidad, sino una democracia real, que enfrente espesos intereses para dar solución concreta a millones de desheredados históricos.
Cuando la democracia representativa combina alta calidad institucional con participación popular, los tiempos de una ley con la inmediatez de las masas movilizadas, y mixtura mecanismos constitucionales con formas novedosas de intervención comunitaria en las políticas más radicales de los gobiernos, es perfectamente posible lograr lo que Cristina Fernández se propuso para su segundo mandato: institucionalizar la transformación.
De ahí a pensar socialmente la estricta coyuntura en términos de período histórico, que exceda la inmediatez histérica que plantean como estrategia de supervivencia los comunicadores de la derecha hegemónica, hay un solo paso. El inmediato anterior a no dar por terminado el ciclo actual, y a plantearse desde un piso suficientemente alto (y evidentemente sólido) el desafío de hacer de la próxima década otro triunfo político.
(Diario Tiempo Argentino, sábado 1 de junio de 2013)