(viene de la edición de ayer)
En aquellos momentos de negra incertidumbre, a nadie puede extrañar que Bolívar pensara en la capacidad organizadora de San Martín y sintiera la falta de colaboración que el genio militar del argentino podría prestarle. Porque no hay nada más poderoso que los reveses de la vida, ni más dura maestra que la fatalidad, para abatir a los grandes hombres y hacerles recordar a sus pares en la gloria. Y aquellas eran horas fatales para Bolívar. En medio de tan tremenda circunstancia, aproximábase la hora definitiva.
La llanura, que se extiende desde el pie del Condor Kanqui hasta el valle o pampa de Ayacucho, iba a ser el escenario donde, por última vez, chocarían en campo abierto los dos bandos que, durante catorce años de luchas heroicas, habían ensangrentado el suelo de la América del Sur.
El Virrey de La Serna consideraba inminente su victoria, pues había ya acorralado a Sucre en la hondonada, cuyas alturas dominaba en toda su extensión. Sus fuerzas ascendían a 9.300 hombres, frente a los 5.780 que componían el “Ejército Libertador”. De éstos, 4.500 eran colombianos, venezolanos y ecuatorianos, y 1.200, peruanos. Estos últimos estaban mandados, en parte, por jefes argentinos. Cabe citar entre ellos a José de Olavarría, a Juan Isidro Quesada, a José María Plaza, a Eustaquio Frías, a Juan F. Pedernera, a Francisco Aldao, a Román A. Deheza, a Juan Pringles y a Cecilio Lucero. Al frente de los Húsares de Junín estaba el coronel Manuel Isidoro Suárez y del Regimiento de Granaderos a Caballo de Buenos Aires, el coronel Alejo Bruix, quien comandaba los últimos ochenta, de los cuatro mil que cruzaron los Andes con San Martín.
Catorce generales españoles y un virrey, quien, por primera vez en la historia, se ponía a la cabeza de tropas combatientes, comandaban las fuerzas realistas formadas por oficiales españoles y reclutas peruanos.
Por haber actuado tanto generales, de un lado como de otro, la batalla de Ayacucho fue llamada también en América, “la batalla de los Generales”, (…).
Tan seguro estaba de La Serna del triunfo, que su principal preocupación en la víspera, fue distribuir armas a los indígenas e instruirlos para que no dejasen escapar ni a un solo fugitivo de las tropas patriotas, que ya imaginaba huyendo a la desbandada por los montes vecinos en la más aplastante derrota, porque pensaba liquidar allí mismo en Ayacucho, la última resistencia de los insurrectos.
Cumpliendo con la noble inclinación de las costumbres de la guerra caballeresca, los oficiales de ambos ejércitos, desataron sus espadas y fueron al terreno intermedio para conversar y despedirse antes de dar la batalla. Muchos de ellos eran amigos de otro tiempo y hasta hermanos carnales. Abrazáronse allá a la vista de los ejércitos, sin disimular sus lágrimas de ternura.
Por después, bajó de la montaña, el general Juan Antonio Monet, el español arrogante y lujoso, peinada como a tornasol la barba castaña –como dice Leopoldo Lugones- para prevenir a Córdoba, el insurrecto, que va a empezar el combate.
Al amanecer del jueves 9 de diciembre de 1824, Sucre recorrió a caballo la línea del Ejército proclamando a los soldados, en alta voz: “De los esfuerzos de este día depende la suerte de la América del Sud”.
A las diez de la mañana los fuegos de las guerrillas y algunos cañonazos disparados de parte a parte dieron la primera señal del comienzo de las hostilidades.
Poco después se inició la sangrienta lucha, en la que había más que una opción: vencer o morir.
El Virrey de La Serna marchaba a pie, a la cabeza del centro de su ejército.
El encarnizado encuentro no tardó en producirse.
Favoreció –sin duda- a las armas republicanas la audacia el éxito del joven y valiente general colombiano, José María Córdoba, quien cargó sobre la división del general Gerónimo Valdez, la que fue destrozada, no obstante la tenaz resistencia opuesta.
Así fue cómo la balanza de la Providencia inclinó su fiel en favor de los que bregaron por una esperanza, que en ese momento parecía inalcanzable.
En algo más de tres horas de reñido combate, en el que hubo 2.110 muertos entre ambos bandos, y en que surgieron heroísmos legendarios por igual, el general Sucre –con más de 2.000 prisioneros- era ya dueño de la más estupenda victoria, la más dudosa al iniciarse la contienda y la más ansiosamente esperada de todas las batallas de la independencia.
No debe sorprender que haya habido tantas bajas, por cuanto Ayacucho significa en lengua quechua: el “Rincón de los muertos”, etimología que viene de la gran mortandad que hubo, en una batalla, cuando los incas conquistaron el país.
Terminó así esta guerra de casi todo un continente, que comenzó medio siglo atrás, cuando los norteamericanos iniciaron las hostilidades contra los ingleses en abril del año 1775. (…)
En la honrosa Capitulación, se estableció que los españoles que querían retornar a su patria, lo harían a expensas del Perú. Este compromiso se cumplió al pie de la letra. Todos los generales realistas optaron por embarcarse, no obstante que se les ofreció el mismo grado en el ejército peruano, actitud generosa opuesta al estigma de “guerra o muerte”.
(Fuente: www.elhistoriador.com.ar)