
Oradora flamígera. Abanderada de los humildes, jefa espiritual de la Nación, vivida como santa por muchos en humildes altares familiares. “O la patria dejará de ser colonia, o la bandera flameará sobre sus ruinas”, sentenció. Sin medias tintas, sin ambigüedades.
Tan diferente a nuestro tiempo, donde hay quienes hacen de las medias palabras, la indefinición y la hipocresía profundas virtudes. Ser amable, no discutir con nadie, sonreír aun ante lo inaceptable, es lo que se ha impuesto como sentido común de las últimas épocas. Qué bueno que un gobierno tenga logros, pero qué malo que discuta para conseguirlos. Lo dicen sin entender que si no se discutiera, no existirían los logros: no hay avance político contra poderes establecidos que no implique cierto margen de ruptura con ellos.
Pudo Eva pronunciar aquello de que cuando ella ya no estuviera, “yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”. Y su nombre ha sido sanamente recogido por actuales políticas que molestan a las derechas y promueven el rechazo vociferante de la Sociedad Rural, como eco simétrico de aquellos otros tiempos también de gobiernos peronistas.
Pero no faltan los filisteos y los arrimados, que han hablado de ella como ocasión literaria, o como modo velado de atacar su legado. No discutieron que Roca estuviera en los billetes, a pesar de la dudosa épica de quien dirigió la eliminación de los indígenas y el reparto discrecional de las tierras de la Pampa Húmeda. Pero Eva Perón, no. Ni siquiera cuando se trata de convivir con los anteriores billetes, no de quitar a estos de circulación o hacer algún denuesto de las figuras que se estampan en ellos.
Una periodista cordobesa que fuera candidata a vicepresidente en la última elección se permitió afirmar que “si Evita viviera, (ambicionaría) que fuera democrática”. ¿Y qué podemos creer que fue? ¿Acaso antidemocrática? Eva Perón sabía que había que incluir a los de abajo, a los “descamisados”, a “los grasitas”, como solía llamarlos. ¿Qué más democracia que la que se hace cargo de los excluidos? ¿Hay democracia con los pobres afuera del sistema, con millones de habitantes privados de la ciudadanía?
Y no faltó quien hablara de Eva a través de la novela de Tomás Eloy Martínez, alguien que nunca tuvo afecto por el peronismo, y que ciertamente lo que hizo sobre Eva es solamente ficción. Tanta, que incluso quienes hemos pasado por Venezuela hemos visto cómo está ficcionada incluso su personal figura en la memoria del periodismo y la intelectualidad de ese país, hasta dónde Martínez sabía construir una ficción de su propia memoria.
El miedo al legado de Eva, ese que no admite medias tintas tan comunes hoy, se mide en la decisión de cambiar la historia por la novela, y preferir una Eva narrada por un legado ajeno, que alguna surgida, por ejemplo, de su propia pluma y palabra.
Es cierto: hoy no aceptaríamos libros de lectura que hablaran del presidente y de su esposa, hoy no habría luto obligatorio. Eran tiempos muy diferentes, y hemos adquirido otra noción acerca de las libertades civiles, lo cual, ciertamente, en nada disminuye la capacidad de rechazo febril desde los sectores dominantes hacia gobiernos que limitan sus ganancias o sus poderes de decisión. No se rechazaba a Eva por las formas o los procedimientos; se destilaba contra ella un odio de clase, un rechazo ideológico a los de abajo, a los “negros”, que hoy se deja sentir de nuevo en el mapa político nacional.
“El peronismo será revolucionario, o no será”. Así se pronunciaba una Eva que no era amante de la tilinguería mediocre de ciertas clases medias argentinas. Esas que aún no pueden perdonarle su atrevimiento de muchacha pobre e hija no asumida, desde el cual supo plantear el reto central que definiera al país por entonces: se está de este lado con los de abajo o se está en la vereda de enfrente, no hay puntos intermedios. Lo cual fue traducción, por cierto, del tan aludido como eludido texto evangélico: “El que no está conmigo, está contra mí”.






