La Argentina no ha terminado de salir de su propio cepo mental, que no es sólo producto de la apetencia por el dólar o de tenerlo como moneda de refugio.
Ésos son síntomas y no razones estructurales de una situación a la que en cierta forma muchos deudores están obligados a responder y otros se aprovechan para hacer negocios ilícitos.
Si excluimos a los tránsfugas del mercado de divisas, la responsabilidad principal de que esto ocurra no está sólo en los que ahorran en dólares.
Ese ahorro no ha sido muy fructífero durante la convertibilidad ni tampoco en los últimos años, salvo para dos cosas: viajar al exterior y cubrir las operaciones del mercado inmobiliario.
Aquí sí está el verdadero problema.
Los estímulos para el ahorro y los elementos de riesgo son mayores con un rubro de la construcción dolarizado y donde el sistema crediticio no funciona o funciona mal.
El nudo de la cuestión radica en la dolarización de este segmento que mueve muchísimo más que el turismo externo y donde no sólo existen los que invierten para ahorrar o tener algún tipo de renta, sino una parte sustancial de gente que se involucra a fin de adquirir una vivienda digna, en un país donde el déficit habitacional es muy alto.
Introducir el dólar como la moneda de pago en este sector convierte sus operaciones en un sistema especulativo y de juego financiero que no depende de los propios costos de la construcción sino del capricho de los que especulan en el mercado de divisas, más aún si se da, por ejemplo, una situación, como la actual, de un cerrojo cambiario.
Los contratos inmobiliarios que se hacen en dólares están presos de la misma enfermedad a la que nos llevó la convertibilidad o en la que está actualmente la eurozona en los países europeos.
Dependemos de una moneda que no es la nuestra, que no tiene circulación legal forzosa, y con la que no se abonan los salarios ni se realizan negocios internos.
De modo que no hay razón alguna para que el mercado de inmuebles permanezca dolarizado.
De hecho, por ejemplo, en Brasil no lo está.
Me llegan cotizaciones de viviendas usadas en el barrio de Tijuca, uno de los más caros de Río de Janeiro: varios departamentos de dos ambientes que van de 60m2 a 89m2 y cuyos precios oscilan, según calidad y ubicación entre los 275.000 a los 300.000 reales, o sea de 137.000 a 150.000 dólares al cambio oficial.
Pueden estar más caros o más baratos que en la Argentina, pero su compra no depende de la cotización de una moneda extranjera, vinculada con los saldos comerciales o financieros de la balanza de pagos, a los niveles de reserva o a la simple especulación.
Son operaciones que se concretan en el mercado interno y que desde hace años, con tasas de inflación iguales o mayores que las que tuvo o tiene la Argentina, han permanecido en reales.
La divisa extranjera no entra en las operaciones inmobiliarias.
Esta cuestión es la que no permite resolver el problema de la salida de la dolarización en la Argentina y se convierte, principalmente, en una opción a la tenencia de dólares.
Hay quienes afirman que esta situación es un resultado del proceso inflacionario y nos asustan diciendo que con una inflación del 25% nos vamos a una crisis como las del 2002 o a una formidable devaluación.
Cierto es que consideran a la inflación aisladamente, nunca la vinculan con la tasa de crecimiento, de desempleo o a la distribución de los ingresos.
Al “inversor global” sólo le interesa la inversión financiera, con tasas de inflación cercanas a cero, aunque el país no crezca ni se mejoren las condiciones de vida.
Tampoco echan una mirada a procesos históricos anteriores. Martínez de Hoz en su discurso inaugural, cuando se hizo cargo de la cartera de economía en la última dictadura militar, puso como eje el combate a la inflación, entonces del 450% anual (leemos bien, no del 20 o 25%) y con sus políticas neoliberales (entre otras cosas comprimir brutalmente los salarios e iniciar un formidable proceso de endeudamiento externo) no la pudo achicar más que a niveles del 100 al 175% anual (no 20 o 25%).
La dictadura dejó la economía, en 1983, con cerca del 340% de inflación anual, una tasa de crecimiento casi nula para todo el período y una profunda crisis desde 1981.
Pasamos de largo por las épocas hiperinflacionarias de Alfonsín y los primeros años de Menem (donde no podemos realizar comparaciones con la situación actual) y el santo remedio de la Ley de Convertibilidad.
Ésta logró frenar la inflación, e incluso produjo deflación, pero a costa de altas tasas de desempleo, pobreza e indigencia y una destrucción de la industria. Si medimos de punta a punta el período Menem-De la Rúa, tuvimos una tasa de crecimiento cercana a cero, incluyendo la traumática crisis de 2001-2002.
Luego vino la devaluación y pesificación asimétrica, el país superó el default, y comenzó un proceso de reindustrialización y de recuperación del empleo que nos protegió de la crisis mundial iniciada en 2007-2009.
En estos momentos la discusión de fondo debe centrarse no tanto en la medición de los índices de precios, aunque sea un tema de por sí importante, sino en las causas del proceso inflacionario.
Esas causas están vinculadas con el alto grado de concentración de las empresas formadoras de precios, la transmisión al interior de la economía del aumento de los precios externos y otros factores, entre los cuales la puja salarial no es uno de los más relevantes porque siempre viene con retraso.
Aquí juegan de nuevo los efectos negativos de la dolarización del mercado inmobiliario.
Es necesario, antes que nada, eliminar este sistema peculiar que alimenta la especulación, y por esa vía, también, el incremento de los precios.
El ahorro en dólares, moneda cada vez más devaluada a nivel internacional, se va a frenar si el gobierno toma una medida de este tipo, mucho más eficaz económica y políticamente que cualquier cepo cambiario o mercado desdoblado.
Por un lado, la pérdidas sufridas por los “corralitos” (de Erman González a Cavallo) no evitaron nuevos refugios en el dólar.
Por otro, la Argentina tuvo en los años treinta, bajo gobiernos conservadores de derecha, y por casi diez años, un estricto control de cambios, y en varias ocasiones posteriores diferentes tipos de cambios, con relativo o escaso éxito para frenar la inflación o revertir las frecuentes crisis de stop and go.
Ahora existe una política de flotación administrada del tipo cambio que ha dado resultado.
En contrapartida, un torrente de agua no se detiene si no se ha construido antes un dique.
Con el dólar pasa lo mismo; cuando no hay bienes cotizados en dólares nadie puede jugar con mercados paralelos, ni son necesarias medidas restrictivas.
Un camino loable para la obtención de divisas resulta sin duda la iniciativa de abrir nuevas fronteras en el comercio exterior –las relaciones Sur-Sur– teniendo en cuenta la disminución del intercambio con clientes tradicionales, como los países de la Unión Europea.
Ese comercio, que ya venía siendo afectado por la incorporación en su seno de las naciones del Este y su alto grado de proteccionismo, tiene ahora como eje esencial una formidable crisis.
Las tareas del gobierno son varias.
La economía argentina dispone de un colchón de reservas importante, ése no era el caso en el 2002, y altos niveles de producción y de empleo.
Pero modificar malos hábitos adquiridos en el pasado requiere, ante todo, desactivar las causas que los provocan.
(Fuente: NAC&POP)