La codicia es siempre implacable. Si los gobiernos democráticos pierden la capacidad de detener esta peligrosa deriva, surgirán nuevos modos de protesta.
SIGLO XIX. Envarados por el almidonado cuello palomita y sus impecables chalecos blancos, el señor Baring y un colega caminan flemáticamente por la calle St. James, fumando sendos puros rumbo a la puerta de su club. El día primaveral de 1826 no es uno más para los dos encumbrados financistas, ya que marca el fin de una era para los banqueros del Reino Unido: dejaba de tener efecto la restricción que limitaba a seis el número de los socios que podía tener un banco y nuevos socios accionistas podían sumarse a la fuerte demanda de capital de riesgo e inversión. Los socios de los bancos seguían siendo responsables con sus bienes personales −hasta el último centavo− de cubrir las eventuales pérdidas operativas de sus casas bancarias. Es decir: eran establecimientos de responsabilidad ilimitada.
Para los 500 bancos de Inglaterra se abría, a partir de ese día, la posibilidad de ampliar el número de socios accionistas. Esta reforma nació de la demanda de capital de las naciones ricas del mundo para construir las grandes obras de infraestructura que el comienzo de la modernidad iba a ir diseminando por el planeta. La Argentina, por caso, contrajo grandes y sucesivos empréstitos con la banca británica, así como numerosas empresas de ferrocarriles inglesas que tendieron las vías en la Pampa húmeda, se surtieron de capital en la City. También las enormes estancias de propiedad británica se fueron sustentando con ayuda de esa fuente de capital de inversión.
Naturalmente, el nivel de responsabilidad de los socios −con respecto a los errores de sus gerentes− comenzó a desdibujarse cuando los accionistas fueron aumentando en número; al mismo tiempo, y para multiplicar el número de accionistas de un banco, hubo que ir limitando el nivel de respaldo obligatorio, lo que se tradujo en la restricción del compromiso de responsabilidad ilimitada, que pasó a un rango no superior al capital inicialmente aportado por el socio (1856).
En esos tiempos, existían −y coexistían con aquellos bancos− unas 700 Compañías de Financiamiento de Vivienda (Building Societies), que funcionaban como cooperativas y cuyos recursos, responsabilidades por deudas y gerenciamiento eran comunes y compartidos por todos los socios.
SIGLO XX. En 1989, los directores ejecutivos de los siete mayores bancos de los EE UU ganaron un promedio de U$S 2,8 millones por año, el equivalente a los ingresos promedio de 100 hogares estadounidenses sumados. Para 2007, los mismos ejecutivos ganaban U$S 26 millones, suma igual a la suma del ingreso promedio de 500 hogares estadounidenses.
El señor Robert “Bob” Diamond, ejecutivo jefe del importantísimo banco inglés Barclays, acaba de ser puesto de patitas en la calle por estar bajo fuerte sospecha (y frente al inminente arranque de una investigación que promete efectos caleidoscópicos), de haber manipulado la tasa Libor junto con varios mercaderes de la planta superior del banco. La tasa Libor se fija en Londres cada día, a las 11 de la mañana, y determina la tasa de interés de los préstamos entre bancos, pero es también la que se toma como referencia en miles de millones de operaciones monetarias en todo el mundo, todos los días.
“Bob”, mientras tanto, recibirá 20 millones de esterlinas (U$S 34 millones) como bono de “salida”; salvo que la ira de la opinión y la vergüenza del gobierno le impidan ir a perseguir su cobro.
Las más altas autoridades públicas financieras han dicho que algo está “muy mal” en el sistema bancario británico. Semejante aseveración caída de los labios del gobernador del Banco de Inglaterra, Mervyn King −quien cuida el uso de los adjetivos y los adverbios como a un Papa le hacen cuidar la definición de un dogma−, presagia algún torbellino regulatorio por venir. Más notable aun, el mismo King dijo que hay que construir una cortina cortafuegos entre los bancos de depósitos y los grandes bancos de inversión, reforzando los controles de ambos, pero en especial de estos últimos. Exactamente lo que propuso el ex primer ministro francés Michel Rocard hace unos meses y que evocamos en esta columna.
Si se hiciera esta semana un concurso de cejas arqueadas, lo ganarían por lejos los banqueros ingleses, quienes no pueden creer que se hable, en la City, de la tasa Tobin, escamoteada de la última reunión de emergencia –antes de la próxima− en Bruselas.
Se conversa sobre este tema, debidamente enmascarado por dos grandes (en circulación) matutinos de la capital argentina, porque refiere al centro neurálgico –creemos− de la gran tormenta financiera, comercial y política global en curso, cual es el de plantear si los líderes del mundo, o mejor dicho algunos dirigentes en el mundo, han de asumir la responsabilidad y la conducción de una vasta y profunda reforma del sistema financiero general.
De lo que se trata es de recuperar una gestión democrática de los mecanismos que manejan, orientan y definen el quién, el cómo, el para qué, el dónde y el a quién de los flujos monetarios, de bonos, acciones y obligaciones del planeta; es decir, que la política y sus guías, sus jefes, recuperen el mando y la autoridad conferida y encomendada a su cuidado por sus ciudadanos, para que el interés común prevalezca y morigere, atenúe y vigile el hoy incontrolable magma de los mercados.
Mercados que pisan países, definen gobiernos y destruyen economías pequeñas y medianas a través de la iridiscencia verde de gráficos y cifras que destellan en unas pocas –quizás no más de 50 pantallas de computadoras terminales, alimentadas a su vez por miles de otras pantallas de operadores de diferente talla y calaña que nutren y se nutren del muy injusto y desbocado ovillo de cifras, abreviaturas y códigos, que hoy hacen subir el valor del crudo Brent y mañana bajan el valor del maíz.
Vendría a ser como una segunda y deformada cara de la fábrica de sueños de Disneylandia y su descendencia electrónica de hipnóticos jueguitos que paralizan a millones y millones de niños del planeta y hacen virtual una existencia real aplazada.
Robots de pantalla, agresión y competencia, lucha y poder. Desde el comienzo de todo proyecto de toda administración, después y aun antes de cada elección, la potente y extensa mano del mercado sofoca a la democracia.
Cada día, como en un grabado de Gustave Doré, podemos imaginar la tarea de muchos países, en los que hay gobiernos que inician la construcción de hermosas naves de finas y fuertes maderas para viajar junto con sus ciudadanos a futuros de justicia y equidad con prosperidad, mientras que, simultáneamente, agentes de bancos de seguro instalan sigilosos nidos de avispas que un día harán naufragar el sueño y el destino de gobiernos y ciudadanos. La codicia no suele ser apresurada, pero es –siempre− implacable.
Si los gobiernos democráticos pierden la capacidad de observar y detener esta peligrosa deriva, es posible que nuevos modos de objeción y de protesta ciudadana vayan ganando, lenta pero sostenidamente, los espacios que ilegítimamente los poderes financieros ocupan y que los poderes políticos institucionales relegan.
(Diario Tiempo Argentino, domingo 8 de julio de 2012)