“¿Cuántas veces ha de mirar un hombre hacia arriba para poder ver el cielo?
¿Cuántos oídos tiene que tener un hombre para oír los lamentos del pueblo?
¿Cuántas muertes más tendrá que haber para que se sepa que ha muerto
demasiada gente”
Bob Dylan
Soplando el Viento
“No hay terceros caminos. O se pacta la complicidad con la dictadura de las Fuerzas Armadas y se reconoce su razón y legitimidad o se impulsa la exigencia de la rendición de cuentas y el castigo de todos los ilícitos cometidos”
“Una justicia independiente, elegida por los representantes del pueblo, es la llamada a realizar una reparación histórica, impulsada y sostenida por la acción popular. Ningún hecho puede quedar en el olvido, ni ningún crimen por investigar y juzgar. No puede haber impunidad alguna”
“La investigación y castigo de los crímenes cometidos por el Estado Terrorista es un presupuesto indispensable para que nuestro pueblo avente todo escepticismo, recupere su alegría y confíe en que su participación activa en el reforzamiento de la sociedad civil y política puedan encauzar el proceso democrático para que esta noche de la tiranía no aparezca más cíclicamente en el futuro nacional”
“En esto va el futuro democrático argentino. Por ello, la acción debe ser institucional y no meramente mediante la privatización del problema, dejando a cada ciudadano sin apoyo del Estado, que busque su reparación individual”
Los párrafos que anteceden fueron citados textualmente de la obra “El Estado Terrorista Argentino”, de Eduardo Luis Duhalde, publicado por primera vez en España en octubre de 1983. En el primer año desde la recuperación de la democracia fue el libro de ensayos más vendido en la Argentina.
Duhalde no volvió a editar dicha obra, sino hasta quince años después, y hubo, desde luego, una explicación, no fue un relato desde la razón y el conocimiento, sino todo lo contrario: “…escribirlo había sido particularmente desgarrador…la materia del libro era la sangre de miles de argentinos, entre ellos, la de mis amigos y compañeros…Nunca pude alegrarme con el éxito de este libro, hijo del dolor y de la desgracia colectiva. Como aquellas madres que no pueden superar el rechazo a un hijo que es fruto de una violación, así sentí su resonancia, dada por la dimensión del genocidio y de la tragedia argentina”, escribía Eduardo en el prólogo a la edición de 1999.
En esos años, el estado democrático, por intermedio de los representantes del pueblo, había construido el muro de la impunidad: Punto Final, Obediencia Debida y los indultos. La democracia volvió enferma, condicionada, débil.
Muchas veces escuché a Eduardo decir: “…los pueblos son como las personas, el que olvida, repite. Una persona o pueblo sin memoria, no tiene presente ni futuro…”
Dice Yosef Hayim Yerushalmi: “Cuando decimos que un pueblo “recuerda”, en realidad decimos primero que un pasado fue activamente transmitido a las generaciones contemporáneas a través de los canales y receptáculos de la memoria y que después ese pasado transmitido se recibió como cargado de sentido propio. En consecuencia un pueblo “olvida” cuando la generación poseedora del pasado no lo transmite a la siguiente, o cuando ésta rechaza lo que recibió o cesa de transmitirlo a su vez, lo que viene a ser lo mismo. La ruptura en la transmisión puede producirse bruscamente o al término de un proceso de erosión que ha abarcado varias generaciones. Pero el principio sigue siendo el mismo: un pueblo jamás puede “olvidar” lo que antes no recibió.”
Esa obra fundamental y necesaria -reeditada en 1999- estaba inconclusa, y proponía, a la vez, retomar una lucha y una tarea militante. Batallas a las que Eduardo siempre lo encontró en el frente.
Hoy, en 2012, hay más de 1800 personas acusadas y más de 270 represores condenados por crímenes de lesa humanidad cometidos durante el terrorismo de Estado. El proceso de juzgamiento de estos delitos resulta inexorable y es un camino que la sociedad argentina no desandará.
En un café.
Entrado el año 2002 Eduardo vino a Mendoza a dar una conferencia sobre la historia de la Corte Suprema de Justicia. En esa oportunidad lo conocí.
Tres compañeros, estudiantes y militantes universitarios, nos encontramos en un café del centro mendocino. Eduardo llegó con su compañera de toda la vida, Lali, allí tuvimos una breve reunión.
Recuerdo claramente sus palabras: “…muchachos, conocí al Gobernador de Santa Cruz hace un par de años, y está trabajando políticamente a nivel nacional para ser una opción presidencial, creemos que no llega ahora, pero sí en 2007… es un tipo muy interesante y en derechos humanos puede ser fundamental”
Siguió Eduardo: “…Hay que armar acá, con los jóvenes, con los militantes universitarios, hay que hacer un centro de estudios y un partido político, que nos permita tener un herramienta electoral, por afuera del PJ y de los partidos tradicionales, generar agenda y debate político… si Néstor llega, muchas cosas van a cambiar”
Unos meses más tarde, Eduardo conformaba la conducción nacional del espacio de Confluencia que reunía grandes expresiones políticas de la centro izquierda que no contenía ni el PJ ni ningún otro partido político. Confluencia junto con la Corriente –dentro del PJ- conformarían en 2003 el espacio político que llevaría a Néstor Kirchner a la presidencia.
Nuestra experiencia política universitaria fue desastrosa, recién concluían los noventa y la política estaba negada, especialmente para los jóvenes. Hacer política en esos años era denostado socialmente, un pérdida de tiempo, una práctica inútil y cuestionada. La opción era callar y obedecer. Rémoras vigentes del plan ideológico del terrorismo de Estado.
Allí estaba Eduardo, el defensor de cientos de presos políticos de todas las dictaduras de la segunda mitad del siglo veinte; el socio y hermano de Ortega Peña, el enorme historiador que pateó el tablero del revisionismo histórico, rescatando del olvido oficial a héroes y mártires de la talla de Varela o de Dorrego. Ese militante inagotable estaba frente a nosotros, tres jóvenes que recién conocía, proponiendo una nueva lucha, un nuevo compromiso militante; uno más.
Eduardo había perdido en el camino a muchos de sus compañeros y amigos de toda la vida, escapó de la muerte segura en 1976 y desde el exilio denunció desde el primer día a los militares genocidas. Nada lo detuvo.
Recuerdo la frase de Envar “Cacho” El Kadri: “Perdimos. No pudimos hacer la revolución. Pero tuvimos, tenemos y tendremos razón en intentarlo. Y ganaremos cada vez que algún joven sepa que no todo se compra ni se vende, y sienta ganas de cambiar el mundo”
Eduardo había perdido, no pudo hacer la revolución. Pero allí estaba, frente a nosotros con sus ganas de cambiar el mundo. Después de todo, finalmente, había ganado.
25 de mayo 544, piso 8°, su última trinchera.
Julius Fucik, escritor y militante comunista de origen obrero, fusilado por la GESTAPO en 1943, escribió desde la celda en la víspera de su muerte: “Y lo repito una vez más: he vivido por la alegría, por la alegría he ido al combate y por la alegría muero. Que la tristeza no sea unida nunca a mi nombre”.
En mayo del año 2004, recién recibido de abogado, me fui a vivir a Buenos Aires. Eduardo había sido designado por Néstor Kirchner al frente de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Fui a verlo y me recibió. Meses más tarde estaba trabajando con su equipo en la Secretaría.
Desde allí, Eduardo fue hacedor, protagonista y pilar fundamental en la elaboración y ejecución de las políticas públicas de Derechos Humanos en la Argentina desde 2003 hasta hoy. Sólo basta escuchar a sus enemigos, a los enemigos del pueblo: “…la política de derechos humanos de los Kirchner fue lo peor que nos pudo pasar a los militares…”, Videla dixit, recientemente.
Treinta años de impunidad derribados a mazazos, uno tras otro, incasables, inagotables. Eduardo llegaba a las nueve de la mañana a su despacho y se iba a las nueve de la noche, todos los días, incluso los sábados, “para adelantar las firmas”, decía. Su oficina era un espacio siempre abierto: recibía decenas de personas, empleados, funcionarios, compañeros, a todos. Incluso, en más de una oportunidad, ordenaba su agenda para disponer de algunas horas y se escapaba para escribir, otra de sus pasiones, otro de sus talentos. Recuerdo la época de la discusión por la 125, allí retomó un viejo proyecto que tenía y entre reuniones, expedientes e interminable seguidillas de audiencias leía y escribía la historia de la Sociedad Rural.
“Ni un paso atrás, ni para tomar distancia…”, decía, siempre con alegría y con un humor exquisito. Ante alguna dificultad, conflicto o desafío en la gestión con su voz ronca y carrasposa agitaba, como Sarmiento ante el Congreso de la Nación, “aquí vengo, con los puños llenos de verdades”.
Compartí con él seis años de trabajo, los más intensos de mi vida. Modeló mi vocación profesional e inspiró mi compromiso militante por los Derechos Humanos, pero por sobre todo: me puso, como a tantos otros, a su lado. Nos hizo sentir parte y protagonistas de un momento histórico de la historia argentina.
“Cuando la espontaneidad de la lucha deviene en organización, cuando la protesta se transforma en madura conciencia, cuando la democracia deja de ser un esqueleto descarnado y estéril para convertirse en imperativo mandato popular para quienes ejercen circunstancialmente los cargos públicos, entonces – y solo entonces- el desafío se torna posible. Si 1984 marca el comienzo de este camino que nuestro pueblo recorrerá irremisiblemente más temprano que tarde, en el sentido en que marcha la historia, todo el sacrificio de los millares de argentinos que dieron su vida en la lucha contra la dictadura militar, será pronta semilla germinada, fecunda y fértil. Y como bálsamo y consuelo por sus irreparables ausencias, escucharemos sus voces haciendo suyo el verso del poeta latinoamericano:
“Vamos Patria a caminar, yo te acompaño”.
Con estas palabras concluye Eduardo Luis Duhalde su obra “El estado terrorista argentino”.