El verdadero rostro del Imperio Británico Por: Blas Alberti.-

Primer egresado argentino de la carrera de Antropología en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Profesor universitario en las Facultades de Filosofía y Letras, Ciencias Económicas y Psicología de la UBA. Profesor de Periodismo de la UNLP. Militó toda su vida en diversas agrupaciones políticas del campo nacional y popular: PSIN, FIP, MPL, Movimiento 2 de Abril. Fue candidato a diputado y a gobernador de la provincia de Buenos Aires por el FIP. Falleció en el año 1997.




En el año 1907 un poeta británico, Rudyard Kipling, recibía el Premio Nobel de literatura. Kipling, cuyo tema constante era el Imperio Británico, había glorificado en sus escritos la epopeya de la conquista del mundo por Gran Bretaña convirtiendo a los soldados de la reina esparcidos por el mundo en héroes nacionales del pueblo inglés.



Alabado par la crítica, el poeta era disputado en las tertulias por damas y caballeros refinados que veían en él al creador de ese personaje ideal que era Tommy Atkins, tipo legendario del soldado británico, verdadero artífice de la gloria del imperio.
La era de Kipling marca el apogeo de la reina Victoria, quien en 1897 había festejado el sesenta aniversario de su ascensión al trono y ostentaba, desde 1876, por ofrecimiento de Benjamín Disraeli, forjador del imperio, el título de emperatriz de la India.
Como en los tiempos del Rey Carlos V de España, que podía afirmar que en sus dominios no se ponía el sol, la Inglaterra victoriana tenía en los versos del poeta nacional la imagen de su poder mundial: “Oh, el este es el este y el oeste el oeste y nunca uno encontrará al otro.”
Las formulaciones ideológicas del Kipling intentaban colorear la barbarie anglosajona que había depredado el mundo, convirtiéndola en una misión civilizadora fundada en la supremacía de los británicos, “Pueblo de dominadores y los únicos capaces de hacer reinar el orden y la paz, de propagar la cultura y el bienestar del mundo entero.”
En su reaccionarismo profundo, el poeta que la opulenta Europa había consagrado en el Nobel, expresaba el sentimiento del colonialismo, en estado puro, pues le horrorizaba el liberalismo, despreciaba la democracia y exaltaba “al hombre fuerte que manda a todos”. Esta idea de poder indiscutible asociado a la misión civilizadora del imperio inglés, que Kipling metaforizaba en “La carga del hombre blanco’’, se esparció por el mundo coma la virtud de un pueblo que había sido ejemplo de abnegación, inteligencia y decisión, al afrontar la empresa de difundir la civilización occidental a lo largo y ancho del planeta. Así los anglófilos de las semicolonias pudieron cantar loas al virtuosismo británico, al estilo sobrio de sus costumbres, al ejemplar modo de la
democracia que se practicaba en las islas y despreciar la situación de sus respectivos pueblos como un designio que era necesario soportar naturalmente. UNA HISTORIA DE SANGRE Y FUEGO. La historia moderna fue escrita en realidad bajo el imperio de sus más importantes beneficiarios entre los que los ingleses resultan ser los más altos exponentes. En el apogeo de su poder mundial, Inglaterra desparramó los principios liberales al resto del mundo, exaltando las bondades de la democracia, el parlamentarismo y la libertad individual, como bienes que habían sido inventados por el espíritu anglosajón para goce de la humanidad. De esa manera, quedaba borrado el pasado de horrores, crímenes y humillaciones de todo tipo que millones de hombres y mujeres de la propia Inglaterra, sumados al resto del mundo habían sufrido para hacer posible la civilización capitalista que en la orgullosa Londres tenía su capital más conspicua.
Fueron los ingleses los que, mediante el despojo y el pillaje de sus corsarios temibles –la piratería–, acumularon el oro y las piedras preciosas que abarrotaron las arcas de sus bárbaros monarcas de la época clásica. La esclavitud fue una de las perlas magníficas de esa grandeza, y todo el mundo sabe que los ingleses se destacaron como célebres tratantes de negros. El capitalismo británico se edificó sobre una masa impresionante de cadáveres de niños y mujeres esclavizados en agotadoras jornadas de trabajo. Baste para ello recordar los horrores que se describen en los work house (casas de trabajo) de los tiempos en que Charles Dickens escribía sus truculentos folletines.
Las fábricas más que lugares de trabajo eran verdaderas cárceles en donde el propietario ejercía una autoridad omnipotente, sin leyes sociales ni nada parecido. Como dice el historiador Carl Grimberg: “Al igual que ocurrió con Oliver Twist (personaje de una novela homónima de Dickens), los patrones alquilaban o, mejor dicho, compraban niños, a las autoridades (...) de hecho una singular trata de niños, similar a la de esclavos. Se despertaban hambrientos y se acostaban agotados y con el estómago vacío; no sabían lo que eran juegos infantiles y no conocían más que el terror del látigo, y en grupos que oscilaban de cincuenta a cien eran vendidos a las empresas industriales, donde permanecían un mínimo de siete años. Cuando salían de allí solían ser hombres quebrantados (...); no era raro además que las autoridades exigieran que fueran incluidos también en tales transacciones determinado número de retrasados mentales”. EL “ESTILO DE VIDA BRITÁNICO”. Fueron los obreros ingleses, rebelados ante las tremendas injusticias del individualismo capitalista, los que arrancaron
con sus rebeliones sindicales las conquistas de reducción de horarios, prohibición del trabajo de niños y mejores condiciones de contrato. Los campeones de las clases dominantes con sus capitanes de industria, sus embajadores, sus exploradores y hombres de negocios difundían entre tanto las bondades del estilo de vida británico acallando con el terror colonizador a todos los que osaban enfrentarlos.
Contaba Stanley, el célebre aventurero encomendado por el New York Herald para encontrar a David Livingstone perdido cinco años en la selva africana, los horrores cometidos por los ingleses, pero bajo la forma de una reacción defensiva: “El 18 de diciembre, para colmo de nuestras miserias, los caníbales intentaron realizar un gran esfuerzo para destruirnos, unos subidos a las ramas más altas de los árboles que dominaban la aldea y los demás emboscados como leopardos en medio de los huertos o bien agazapados como pitones sobre haces de caña de azúcar. Furiosos por nuestras heridas, nuestro tiro se hizo más certero. Los fusiles fallaban rara vez...”
El mito de pueblos comeblancos, sin asidero científico, servía para justificar la única violencia reinante en el África, o sea, la violencia imperialista, ante la justificada actitud defensiva de los pueblos sometidos sin otra razón que el despojo.
En los 100 años de dominación inglesa en la India, nada puede decirse en favor de la pretendida acción civilizadora que loaba Kipling. La antigua civilización del Índico con sus 140 millones de habitantes en 1800, se convertiría en un codiciado mercado para las exportaciones textiles de Lancashire. Los británicos arrasaron la tejeduría artesanal de la India utilizando el método de la matanza o el refinado sistema de cortar el pulgar de las tejedoras para que estas se vieran imposibilitadas de manipular los telares. Cuando en 1857 se produjo la rebelión de los cipayos (así se llamaba a los indios incorporados al ejército colonial), como reacción por los excesos cometidos por la banda de asesinos y ladrones que constituían la East India Company, el ejército inglés masacró a miles de patriotas, amarrando sus cuerpos en las bocas de los cañones que eran disparados para escarmiento del pueblo oprimido. La antigua civilización de la India había sido destruida para edificar en ella, no una sociedad moderna y progresista, sino una nación agraria paupérrima en que la destrucción de las artesanías desencadenó el flagelo del hambre que caracterizó su existencia. LA “CIVILIZADORA” GUERRA DEL OPIO. En el viejo Imperio Chino de principios del siglo XIX, la penetración inglesa se realizó mediante la imposición del vicio del opio entre las capas medias y altas de la sociedad. “Desde que el
imperio existe, jamás hemos experimentado peligro semejante. Este veneno debilita a nuestro pueblo, seca nuestros huesos; es un gusano que roe nuestro corazón y arruina a nuestras fami1ias”, lamentaba una súplica elevada en 1838 al emperador Tao-kuang solicitando que el “contrabando del opio fuese inscrito entre los crímenes castigados con la muerte”.
Como se sabe fueron los ingleses (los chinos desconocían la opiomanía) quienes introdujeron la droga desde la India, donde se cultivaba, mediante la extensión del vicio a la China. Después la cosa sería fácil. Cuando las autoridades de Cantón en marzo de 1839 requisaron un cargamento de opio obligando al comerciante británico a arrojar el contenido al mar, el gobierno inglés reclamó una indemnización que, por supuesto, fue rechazada y se desencadenó la llamada Guerra del Opio, que duró tres años, y terminó con la derrota china, obligando al país asiático por el Tratado de Nankin de 1842 a abrir cinco puertos chinos y ceder el islote de Hong-Kong. “La Guerra del Opio –dice Jacques Leclercq– es sin duda el episodio más vergonzoso de toda la historia moderna. Al menos, jamás he encontrado uno más sórdido. Puede uno percatarse, después de ello, de 10 que pensarían los chinos cuando los europeos pretendieron aportarles su civilización.” Mientras se difundía por el mundo la falta de visión de los chinos inventores y practicantes del vicio deplorado por los puritanos europeos, los socialistas del Río de la Plata predicaban la virtud anglicana del abstencionismo en el consumo de tabaco y alcohol, sin percibir que en todo caso, esa había sido una virtud china profanada por los tan admirados caballeros británicos.
Dice el historiador africano J. Ki-Zerbo que “la literatura colonialista ha difundido ampliamente la idea, comúnmente aceptada, de que África era a la llegada de los europeos, una especie de vacío político, en el que el caos, el salvajismo sangriento y gratuito, la esclavitud, la ignorancia bruta y la miseria tenían libre curso”. Otra idea falsa es la de “una total ausencia de sentimiento nacional de los africanos”. Sin embargo, estos pueblos sin historia como diría Hegel, estaban poseídos de una buena dosis de juicio político y moral cuando llamaban al África de los ingleses “el África tenebrosa”. Los nombres de los insurrectos del Senegal –Lat-Dyor Diop, Manadú Lamín Dramé o Alí Burí Ndiai– son absolutamente desconocidos seguramente en las universidades coloniales, donde los profesores de Historia dictan sobre la base de los textos colonialistas. Pero poco apoco, a medida que los pueblos explotados se liberan del yugo colonial, la historia de los vencidos se abre paso como testimonio de una época de horrores que los actuales gobernantes imperialistas se empeñan en mantener vigentes.
Puede decirse, sin temor a equivocarse, que a su paso el colonialismo inglés
sólo ha dejado ruinas allí a donde, encontró alguna civilización o cultura orgánica y estable.
Al mito de Kipling, que narra el sacrificio del hombre blanco civilizador, puede ser transpuesto pues el episodio del rey sudanés Kenedugu que al oír los pasos de los asaltantes franceses acercándose a su palacio y dirigiéndose a sus guardias exdamó: “¡Tiekoro, matame! Matame para que yo no caiga en manos de los blancos.”
Nuestros estudiantes, profesores de Historia, militares y sacerdotes deben conocer y difundir la verdad de la historia que nos hermana en este instante con los pueblos que han sufrido y sufren el flagelo de la opresión imperialista, cuya barbarie no puede justificarse en nombre de ninguna moral, filosofía o religión. Tal vez la historia del futuro, que escribirán todos los pueblos emancipados junto a los oprimidos de los países que hoy gozan de los adelantos de la civilización técnica dedicará un amplio espacio para reflexionar en torno al nivel de degradación social y cultural que el colonialismo y el imperialismo han producido en la mayor parte del género humano, durante la era del progreso que caracterizó al capitalismo contemporáneo.

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