El 1 de mayo, histórica fecha para los trabajadores del mundo por aniversario de ahogamiento violento de luchas laborales, no hubo siquiera una manifestación importante de las centrales sindicales argentinas. Sólo agrupamientos minoritarios de izquierda realizaron algún acto.
No extraña, entonces, que esos mismos sindicalistas se preocupen principalmente por los intereses de quienes más ganan: los afectados, en la Argentina, por el impuesto a las Ganancias. Y que cuando ese impuesto es disminuido favoreciendo entonces a quienes lo tributan -tal cual sucedió esta semana- la reacción sea de indiferencia o de desdén, como si a la hora de protesar hubiera mucha motivación, pero en sí mismo el tema no interesara.
Entre estos sindicalistas, hay algunos abiertamente pro-patronales: es el caso de Luis Barrionuevo, que jamás hizo una huelga a los gobiernos neoliberales, los que más empobrecieron a los trabajadores. Por el contrario, este hombre se declaraba “recontraalcahuete” de Menem. Y nos engalanaba como sociedad al expresar que “mi plata no la hice trabajando” y “debiéramos de dejar de robar por tres años, y se arregla todo”. Un caso maravilloso de personaje que hoy se florea en los medios como si fuera una figura respetable. O pensemos en Cavalieri, que va por la re-re-re-re...¿cuántas re-elecciones? Sindicalistas atornillados al sillón, con abundosas cuentas bancarias y ninguna restricción para quedarse allí cuanto quieran. Esos son los que hoy hablan de “lucha de los trabajadores”.

Claro que ha habido otra tradición en Argentina. Los sindicalistas combativos como fueran Guillán, Di Pasquale,Ongaro, Santillán, muchos perseguidos y hasta asesinados por la dictadura. Y los más directamente clasistas, desde el peronista Atilio López (acribillado por las “3 A”) a Agustín Tosco y René Salamanca. Han sido minoría, y -salvo el efímero paso de la CGT de los Argentinos- nunca han llegado a la dirección de la Confederación. Los otros, los de vergonzosa tradición, han predominado y hoy siguen predominando. Nos debemos una sana reforma del sindicalismo en la Argentina (aunque es cierto que fue enormemente resistida la que intentó Raúl Alfonsín en su momento; las corporaciones se resisten al cambio, como bien lo mostró el Poder Judicial cuando se lo quiso democratizar por iniciativa del actual gobierno).
Los sindicatos no se ocupan hoy del trabajo esclavo, de la trata laboral o del trabajo en negro; su principal preocupación, insólitamente, no es el salario mínimo, sino el salario de los que más ganan. Eso es lo que concierne al Impuesto a las Ganancias: toca al 15% más alto de la escala salarial, del cual dos tercios han mejorado con las modificaciones de la última semana. Se trata de un impuesto cuyas escalas siempre pueden discutirse, pero no así su vigencia: existe prácticamente en todos los países del mundo, y en algunos su peso es mucho mayor que el que tiene entre nosotros.
Este extraño “sindicalismo de los ricos” que ha invertido sus prioridades (¿dijeron algo relevante, acaso, sobre el caso del taller textil ilegal incendiado en Flores?), curiosamente no le disuena casi a nadie. Todos parecen acostumbrados a su impostura, dentro del predominio de la cultura posmoderna del simulacro, que en su momento describiera Jean Baudrillard.
Es que, finalmente, los sindicatos nacieron para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, pero bajo la idea de liquidar sus posibilidades revolucionarias. Las reformas laborales de la última parte del Siglo XIX fueron la respuesta a los ataques obreros en las fábricas (dadas sus condiciones lacerantes de trabajo), y a la obra de Carlos Marx, que proponía la revolución social para acabar con esa extrema explotación.

Así, buena parte del sindicalismo operó desde el comienzo dentro de una monumental reforma preventiva antirrevolucionaria, y cumplió funciones de colchón en favor de mantener al capitalismo. No nos extrañemos, entonces, de sindicalistas que atacan a los gobiernos que favorecen a los trabajadores, y son cómplices de los que perjudican y castigan a los asalariados. Sindicalistas que fueron amigos del menemismo y el delarruismo. Sindicalistas que parecen llamar a acabar con las negociaciones paritarias, que algunos ciudadanos han olvidado que no existían antes de 2003, y que más de un economista liberal está pretendiendo liquidar para luego de las elecciones (Espert declaró que las paritarias son “fascistas”, nada menos, con la finalidad de enterrarlas para dejar manos libres a los grandes empresarios).
En fin, que no son los sindicatos lo problemático -resultan imprescindibles e irrenunciables para garantizar derechos básicos-, sino muchos de los líderes sindicales: ojalá quepa una reforma a mediano plazo en este ámbito, la cual previsiblemente sería respondida -esa sí- con paros, huelgas y movilizaciones que jamás se le hicieron a quienes liquidaron (sobre todo con la dictadura, y luego entre 1989 y el año 2001) los bolsillos y los intereses legítimos de los trabajadores.