HISTORIA / Las lanzas coloradas / Escribe: Claudio Zeiger






En el prólogo a la reciente edición de Crisis y resurrección de la literatura argentina, Joaquín Ramos, nieto de Jorge Abelardo Ramos, arranca contando una anécdota que, bastante divertida por cierto, no deja de ser impactante. “Recuerdo haber preparado hace varios años una exposición sobre ‘El racismo en El matadero de Echeverría’ para el examen final de la materia Literatura Argentina de la Licenciatura en Letras”, escribe. “El tema que había elegido tenía como objetivo introducirme en los rasgos racistas de la obra, para luego continuar con la Generación del ’37 y algunas de las intocables figuras de nuestra literatura. Ahí nomás busqué varios libros de mi abuelo, entre ellos el desconocido texto para la cátedra, Crisis y resurrección de la literatura argentina. Intenté pregonar una perspectiva diferente sobre un cuento tan leído y estudiado en todas las aulas de colegios secundarios y universitarios como lo es El matadero, ‘el primer cuento argentino’, obra ineludible, canon de nuestras letras. En fin, mi viejo, ante la posibilidad de tirar un flechazo al sistema académico, me incentivó y colaboró para desarrollar con mayor profundidad la exposición, partiendo del cuento de Echeverría pero sin olvidar a Sarmiento, Martínez Estrada, Cortázar, Borges, Victoria Ocampo y Sabato. Y sin darnos cuenta ni él ni yo que de esta forma, paradójicamente, iba derecho al matadero.” El joven Ramos resume algunos aspectos de su exposición y las caras de creciente espanto de la titular (que le dispensaba bastante simpatía, según recuerda) y la profesora adjunta. Y concluye: “Un categórico ‘dos’ quedó impreso en mi libreta como recuerdo de esa tarde de verano”.



Más allá de las argumentos válidos o no para el bochazo que habrán esgrimido las docentes en cuestión, este incidente de la mesa examinadora pone en evidencia el carácter fuertemente disruptivo de la mirada de Jorge Abelardo Ramos sobre el canon sagrado de la literatura nacional y la perspectiva humanista o liberal en cualquiera de sus manifestaciones –de las más conservadoras a las más progresistas–. Y el cañonazo que todavía significa este libro sobre algunos consensos de las letras que muchas veces repetimos con piloto automático. Así como también se repiten algunos esquematismos que fueron quedando anclados del lado revisionista. Pero lo que está en juego es siempre ese carácter entre dual, binario y polarizado que no admite una zona gris, o neutral, ni del lado del consenso ni del lado de la síntesis. En esta manera de plantear las verdades tajantes como tales, sin concesiones, sin medias tintas, reside el más estimable aporte de Ramos a la crítica cultural y literaria. Y también, su punto débil, su talón de Aquiles, ya que no permite adhesiones ni parciales ni críticas. No es una paradoja: es un fruto de su época y también de algo proveniente del fondo de la historia argentina.

PATRIA SI, SEMICOLONIA NO

En este libro breve y filoso, hecho de artículos como hachazos, Ramos viene a plantear que en los años ’40 y ’50 un escritor argentino no era necesariamente un escritor argentino. Que no había forma sencilla de serlo. Que eso se había perdido en el camino. Que José Hernández era un escritor argentino. Que Borges y Martínez Estrada ya no lo eran. No porque tuvieran otra nacionalidad sino porque negaban a Hernández, mientras consideraban que Guillermo Enrique Hudson o los viajeros ingleses (“miembros del Intelligence Service de la época”, agrega cáusticamente) podían proveernos de una auténtica literatura argentina. Y para Ramos no se trata de una mera cuestión de nacionalidad sino de la relación entre centro y periferia: una cuestión de colonización, primero geográfica y después –sobre todo– mental, la tan mentada colonización mental que, por supuesto, todos negamos padecer pero que las hay las hay.

De eso habla, con mucho rigor, Ramos, y el punto de partida es una serie de definiciones más bien estrictas, unas hipótesis, o más bien una tesis que no deja margen para sortearla o atenuarla.

“En los países tributarios los problemas de la cultura revisten una importancia especial”, señala en los primeros tramos del libro. “Es digno de observarse que en las naciones coloniales, despojadas de poder político directo y sometidas a la jurisdicción de las fuerzas de ocupación extranjeras, los problemas de la penetración cultural pueden revestir menor importancia para el imperialismo, ya que sus privilegios económicos están asegurados por la persuasión de su artillería. La formación de la conciencia nacional en este tipo de países no encuentra obstáculos. Por el contrario, es estimulada por la simple presencia de la potencia extranjera en el suelo nativo.” Explicando esta cuestión de la “colonización pedagógica” con ejemplos (Liberia, Sudán, Puerto Rico), se llega a lo que pasa en la semicolonia que comercia con los ingleses y se educa con franceses y sajones: la Argentina. “Si en la colonia de Kenya la policía reemplaza a Eliot, en la tradicional semicolonia de la Argentina, Eliot suplanta a la policía colonial. ¿Se trata de un plan elaborado? No. El imperialismo no es un edificio, un comando en jefe o una sección de planificación. Es una relación entre cosas. El influjo del imperium nace de su propio poder mundial y de la educación del gusto por lo ajeno de los grupos privilegiados en las colonias y de ciertas clases medias sometidas a la hipnosis del patrón cultural hegemónico. El resultado es sofocar la aparición de una conciencia nacional, punto de arranque y clave de toda cultura.”



Crisis y resurrección de la literatura argentina fue un libro que sacudió el avispero de “la colonia”, que en verdad era una semicolonia, pero que se creía un país con una cultura de primera mano. Nadie lo había planteado con tanto desparpajo, aunque no era algo tan ajeno a lo que se venía discutiendo larvadamente desde los años ‘30. (Podría decirse que pensar a Borges “cipayo” es más escandaloso hoy que entonces.)

Borges, desde ya, pero también Martínez Estrada (sobre todo este último, intelectual serio, discutido, rebatido pero tomado en cuenta en Contorno) caía en la volteada. Las críticas en general –en particular de Juan José Sebreli en Sur, todavía escrita dentro de los márgenes de un campo compartido– señalaban el determinismo de esta visión: por ser descendiente de ingleses, Borges es un cipayo. Por arrimarse a Sur, Martínez Estrada condena la tradición popular, o federal, a Hernández, y cree con Borges que el gaucho era un vago malentretenido. Ramos no juzga a los escritores por su obra sino por su origen o por su actuación por fuera de los textos. Pero no era tan así. Frente a esta postura que –queda claro– no plantea un determinismo ni económico ni cultural, sí la ineludible necesidad de optar por un camino o por otro, el gris o una zona neutral son imposibles. Ramos propone dividir aguas en un libro que, además, viene a discutir algo que en la cultura argentina de los ’40 y los ’50 se daba por sentado: la centralidad de la alta literatura. Era tan así que la literatura argentina no podía ser considerada sino un apéndice inferior aun por sus hacedores vernáculos, porque el punto de partida era el reconocimiento de la superioridad de la cultura central. Justamente Borges dotó del mayor argumento a todos quienes quisieran aceptarlo y cobijarse en su seno: aceptar que la cultura argentina se hacía fuerte en su impronta arrabalera; desde el arrabal del mundo se apropiaba de la cultura universal. Resultado: nuestra tradición es la literatura universal, el mundo. Consuelo y construcción de poder desde la periferia. Suena perfecto. Pero Ramos dice que no, que no es así. Que no hay apropiaciones astutas, menores, que no hay posibilidad de escapar del destino sudamericano si no se produce una inmersión en la propia realidad (sudamericana, latinoamericana), que no basta con “argentinizar” lo foráneo, como pretendería hacer Borges –según Ramos– con el compadrito. No hay neutralidad ni apropiación sin violencia, sin sometimiento, ése es el problema, la llaga donde se posa el dedo de Ramos.

Si el caso de Borges es el más célebre y el que en la actualidad quedaría más expuesto al argumento del principio de autoridad (¡es Borges!), el de Martínez Estrada tiene más espesor. Bien señaló Horacio González que hay algo especular en esa impugnación de Ramos al autor de Muerte y transfiguración de Martín Fierro. “Paradójicamente, en mucho se parecía a Martínez Estrada, al que le dedicó largas execraciones, como las que contenía uno de sus encrespados ensayos primerizos, Crisis y resurrección de la literatura argentina, de 1954, cuyo título ironizaba sobre el propio libro de Martínez Estrada, Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Libro al que por su prosa perturbadora lo acusó de `estar escrito en caracteres cirílicos’. Las andanadas en contra de los intelectuales que ignoraban los mecanismos de imposición cultural –o contra Borges, `un patriota inglés, un políglota que postula el carácter inmejorable de la luna de Londres’– pueden ser leídas hoy como polémicas de un pasado que no ha cesado de ser polémico, aunque reclama otras interpretaciones.”

No se trata de adjudicarle a este libro de Ramos un sentido melancólico de perla curiosa del revisionismo literario, sino más bien de pensarlo como un hito ineludible a la hora de reconstruir una escena intelectual que se recorta con una potencia casi impensable frente a los debates culturales de hoy, mediados, entre otras cosas, por toda una escena digital que amortigua los ruidos. Y ese aspecto agudo se expone con más crudeza aun en otro libro que él planeó pero que no llegó a publicar en vida y ahora se materializa bajo el título que el propio Ramos le había pensado: Entre pólvora y chimangos. Y con un subtítulo publicitario, espectacular: “las mejores y más famosas polémicas del Colorado”.

POR UNA DAMA ADMIRABLE (O NO TANTO)

En un pasaje de Sobre héroes y tumbas, Bruno, alter ego de Ernesto Sabato, dice de un personaje llamado Méndez: “Un individuo notable. Con la gente que lo odia podría levantarse una sociedad de socorros mutuos más o menos del tamaño del Centro Gallego”. Méndez es Jorge Abelardo Ramos.

Sabato y Ramos habían polemizado en los años previos a la publicación de Sobre héroes y tumbas. Esta polémica de varios capítulos cierra la edición de Crisis y resurrección de la literatura argentina y abre Entre pólvora y chimangos, tendiendo un puente curioso pero no caprichoso entre ambos libros de diferentes editoriales. Es que esta polémica fue en el ámbito de la literatura argentina quizá la más resonante que mantuvo Ramos, por lo que significaba Sabato al momento de unir la literatura de ficción y la intervención política. Sabato era un intelectual riguroso proveniente del ámbito de la ciencia, autor de un considerable ensayo como Uno y el Universo, un crítico humanista de la izquierda dogmática y un antiperonista que no había caído en el regodeo obsceno de los libertadores. Ramos lo agarra de los fundillos en esa última transición de intelectual respetable a exitoso novelista, el célebre y torturado autor de Sobre héroes y tumbas.

Desde ya, los pasos de Ramos van en dirección paralela a los que lo llevaban a debatir tempranamente con Borges y Martínez Estrada, atenuados los ánimos porque evidentemente Sabato le inspiraba bastante respeto por sus posturas y por las consideraciones de El otro rostro del peronismo. Así y todo, el guadañazo no tardó en caerle, por acción o por omisión.

En un cruce entre notas periodísticas que salieron en la revista Política de Ramos y Che, Ramos le contesta a Sabato los dichos de un reportaje concedido a Che. El núcleo es que Sabato dice que Victoria Ocampo (“a pesar de todos sus defectos”) es una mujer “admirable”. Y ahí va Ramos, lanza en ristre. De Victoria a Jauretche, La Nación, Sur, Perón y la Revolución Cubana. Un debate al filo de los años sesenta sobre el compromiso de los intelectuales. “¿Para qué sirve un intelectual? ¿Para qué sirve un intelectual en un país semicolonial? ¿Para responder a los de arriba, o para servir a los de abajo, que casi siempre están a nuestro lado? Que Sabato elija. Nosotros ya hemos elegido. Con los nuestros y con Cuba”, concluye.



Y Sabato, que tiene la gran oportunidad de defenderse de unos ataques entreverados y un tanto hiperbólicos, recurre a un medio tono entre la sensatez y la burocracia cultural, como quien presenta pruebas, certificados y recibos en una causa judicial. Se pone tan razonable que tantos años después uno se exalta y se pone más rojo que el Colorado. En la respuesta final de Ramos en marzo de 1961, en la que en verdad aprovecha para volver sobre los pasos argumentativos de Crisis y resurrección..., igualmente discute contra quienes le reprochaban “mi debilidad por Sabato” (los que le dirían, en alusión al título de este libro, que no gaste tanta pólvora en chimangos), que él no estaba de acuerdo con eso y que seguía sosteniendo que sí valía la pena polemizar con Sabato y recordaba muy especialmente su pasado militante en los años ’30. En definitiva, esta polémica en cierta forma inaugural prefigura un capítulo pre sesenta/setenta de las relaciones cada vez más conflictivas entre literatura y política.

LA POLVORA DE LA CRITICA

A lo largo de las páginas de Entre pólvora y chimangos asistimos a las polémicas (con o sin respuestas del polemizado) de Ramos contra todos los molinos de viento imaginables, habidos y por haber. Desde la izquierda tradicional y en particular el Partido Comunista argentino, y muy en particular la figura de Vittorio Codovilla, Juan B. Justo (uno de los políticos e intelectuales que evidentemente más lo irritaban), los nacionalistas, el Che Guevara y el aventurerismo y el foquismo, los radicales, Gabriel García Márquez, Félix Luna, Lanusse (una carta abierta de 1992, una de sus piezas más brillantes, escrita bajo el menemismo del que participaría como embajador en México), los surrealistas, y así, al parecer, ad infinitum. La polémica aparece como un disparador y una especie de borrador mental preparatorio de la búsqueda de una construcción política. No es meramente un efecto del libro, es decir, de la avalancha de polémicas con todo y contra todos por el solo hecho de acumularlas y agruparlas cronológicamente. Esto, en todo caso, demuestra que Ramos debatió toda su vida (¡ésos son los imprescindibles!), pero lo que aquí se verifica es más bien algo intrínseco a las polémicas y a la puesta en escena y en escritura de los conflictos. Si se tomara este volumen de polémicas (y de hecho, Crisis y resurrección...también lo es) y se lo adjuntara a los cinco tomos de Revolución y contrarrevolución en la Argentina, estaríamos frente a una cosmovisión de la historia como conflicto perpetuo. La historia sería para él un desfile incesante de enemigos y adversarios (“Una larga fila de simios y gorilas...”, comenzaba con su humor mordaz y combativo habitual su alocución televisiva en 1983, llamando a votar al peronismo), de malos entendidos y, sobre todo, de compañeros que fueron desviando su camino o, peor aún, lo fueron enderezando hacia las huestes del enemigo.

Muchas veces, sus embates ofensivos/defensivos recuerdan la posición tan incómoda como arrinconada de Manuel Ugarte, con su latinoamericanismo de avanzada, desfasado y dramático, más incomprendido cuanto más cerca se situaba ideológicamente del supuesto “camarada”.

En el caso de Jorge Abelardo Ramos, aparece un elemento utópico que lo dejaba con la razón en la boca y las manos vacías. “Como usted sabe –le dice al periodista Rodolfo Pandolfi en una entrevista de 1972–, desde mi punto de vista América latina es una nación no constituida. Como somos una nación fragmentada, estamos dominados por las potencias antinacionales y, en particular, por Estados Unidos.” La primera parte de esta definición se repite, replica y potencia a lo largo de sus escritos, y si bien lo ancla en una realidad geopolítica del pasado, lo inmoviliza en el presente, ya que entonces no había posibilidad de establecer una “patria grande” en términos duros, sin fronteras. En el orden nacional, en tanto, Ramos fue en la izquierda quien más tempranamente entendió la centralidad ineludible del peronismo, lo que no significa que esto fuera un simple viva la pepa de conversiones y entrismos. Admitirlo, indagar su sentido histórico, no estaba exento de dramatismo y casi podría pensarse que el peronismo era el hecho maldito de la izquierda argentina, su núcleo indisoluble, su piedra en el zapato. Ante la pregunta de si Perón era un revolucionario, Ramos contestó: “Perón es un revolucionario burgués”. Finalmente, la persona de Perón, más que el peronismo, fue el núcleo central del desgarramiento de Ramos, su mirada más descarnada en el espejo del país. Basta leer el último tomo de Crisis y resurrección que contiene su Adiós al coronel. La historia como desconsuelo.



No se puede terminar de hablar de las polémicas de Ramos –sobre todo si se sostiene la idea de que en el corazón de cada una de ellas late la tragedia inconsolable de la historia, la fatiga de luchar contra todo todo el tiempo– sin puntualizar dos cuestiones muy importantes: una, su insobornable sentido del humor, que no es un ingrediente sino un estilo. Mordacidad, sarcasmo, ironía, sátira, son gradaciones de ese estilo que en gran medida sostienen su figura y el interés por leerlo en estos tiempos. Y a eso hay que sumarle una inmensa cultura literaria y política que –por supuesto– algún otro polemista que hubiera estado a su altura habría debido echarle en cara, no por cipayo sino –por lo menos– por “cosmopolita”.

Humor, tragedia, estilo, épica, truculencia. Estos fueron algunos de los rasgos del extremo escritor que fue Abelardo Ramos. Estos libros, en especial su Crisis y resurrección de la literatura argentina, no sólo los exaltan y ponen en evidencia, sino que se entiende por qué todavía sus ejercicios sin límites de la libertad expresiva y el fustazo salvaje pueden llevar a recibir bochazos rotundos, esos que no admiten ni el calificativo de “regular” ni una concesión almibarada a las zonas neutrales de nuestras disputas culturales.

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