Pese a que por todos los medios de comunicación se haya puesto en duda la credibilidad de Ana María Puebla, la principal testigo del homicidio de José Luis Bolognezi, que estuvo presente en el lugar de los hechos, y que el propio fiscal de la causa Fernando Guzzo haya solicitado investigarla por el delito de falso testimonio, en los dichos de la mujer sí hay elementos de convicción suficiente para entender qué fue lo que pasó con el Kote, ese pibe de barrio, introvertido y sensible, cuyas ilusiones le fueron arrebatadas la madrugada del 14 de setiembre de 2002 tras ser asesinado por el ex boxeador Carlos “Metralleta” Pérez, Abdo Girala y dos personas más.
En cuanto a esos medios informativos que afirmaron que por parte de Puebla sólo hubo un “relato confuso” y “contradicciones evidentes”, no se preguntaron por qué habría de mentir o fabular una humilde mujer, mayor de edad, trabajadora y sostén de familia que no sólo nada ganó sino que fue mucho lo que perdió, al inmiscuirse en una causa donde los imputados son gente de recursos e influencias. Acaso esto responda a esa lamentable costumbre de estrechar la lógica sobre el que es pobre, que si es inocente y termina meses y meses detenido por la soberbia, la pedantería y la ignorancia de una acusación, se actúa como si nada grave estuviera pasando.
En este caso, son los pobres las víctimas y si hoy existe una pretensión pública de descubrir la verdad real es porque se hicieron decenas de marchas, algunas verdaderamente multitudinarias entre los vecinos de San Martín, visibilizando la impotencia y la indignación ante todos esos artilugios de lo que es capaz una red policial y judicial cuando es lo suficientemente corrupta y tiene que vérselas con un grave delito a manos de un grupo de chicos ricos y poderosos.
Todo lo actuado después del asesinato de José Luis Bolognezi se caracteriza por la prepotencia; desde el comportamiento soberbio de Abdo en la calle, hasta la escena de la golpiza, el traslado del cadáver hacia un terreno baldío, los policías desviando la investigación, maniobras de ocultamiento, un maltrato judicial hacia los testigos, y ni qué decir del padre de Abdo, Daniel Girala, empresario que lidera el mercado de neumáticos y venta de autos y tiene abogados más que curtidos con los poderosos, intimidando con armas y desafiando a bordo de sus autos de lujo a todos los que, según su parecer, se avengan a poner en duda la inocencia de su hijo.
En ese contexto hay que poner a la testigo Ana María Puebla. Se ha intentado por todos los medios descalificar el testimonio de la mujer, han intervenido decenas de peritos psicólogos o psiquiatras y se le han realizado múltiples entrevistas. Las amenazas y las denuncias penales contra ella por falso testimonio han sido moneda corriente y a la par que su salud se deterioró –sufrió un accidente cardiovascular que afortunadamente no le causó lesiones cerebrales–, se la hostigó destrozándole su privacidad. Según denunció el representante de la familia Bolognezi, que reclamó ante la Suprema Corte de Justicia la anulación del primer juicio cuyo resultado fue la absolución de todos los acusados, fueron numerosos los abogados que colaboraron con los defensores para garantizar estas maniobras.
Sin perjuicio de que serán los jueces del tribunal presidido por Eduardo Orozco quienes decidan la credibilidad de Puebla, está esclarecido que su relato sobre cómo fue el crimen no varía sustancialmente, que pese a las presiones de la defensa se mantuvo firme en sus dichos, y que donde sí hay una alteración es respecto de lo que ella hacía antes de toparse con la escena del crimen, o sea, dónde estuvo, con quién y qué hacía antes de las 6 de la madrugada. Mucho se ha ventilado sobre este asunto, no tiene sentido aquí insistir con lo mismo, basta decir que se trata de una relación con un hombre al que se le exige reconocer públicamente una infidelidad y de una mujer que no desea exponerse en su vida íntima.
Sí es importante contar qué fue lo que sucedió el pasado 13 de mayo en la sala de debate del nuevo edificio del Poder Judicial en San Martín. Ese día, Ana María Puebla empezó a declarar a las 10 de la mañana y seis horas después seguía respondiendo preguntas. Todo ocurrió en un marco muy dramático donde se había dispuesto un equipo de peritos psicológicos que observaran todo el testimonio para después dictaminar, y ante la requisitoria del Dr. Ruiz, defensor de Girala, dirigida a hurgar en si estuvo con ese hombre en la casa o en un auto, Puebla estalló en llanto y dijo: “Hasta acá llegué, investiguen como quieran, yo no vuelvo más. Han sido diez años de suplicios, me han usado en los juzgados, me he enfermado, me han amenazado. No resisto más los ataques contra mi vida”. Tras la crisis, el golpe bajo ocurrió segundos después, cuando el propio fiscal se dirigió al tribunal y solicitó para Puebla compulsa por falso testimonio.
No es claro por qué el fiscal recurre a la misma práctica que se viene reiterando desde el 2002, se aleja de la infraestructura racional de este juicio, porque hay que recordar que el juicio anterior fue anulado por la Suprema Corte de Justicia de Mendoza en un fallo donde se habla de vicios y de falta de apego a las reglas de la lógica. Según señaló la Corte, la absolución fue arbitraria porque no se evaluó de modo objetivo e integral todo el material probatorio y porque no se cotejó el contenido de la declaración testimonial de la señora Ana María Puebla con los indicios de la necropsia, por ejemplo.
Recordemos que en síntesis Puebla afirmó que un joven, aproximadamente a las 6 de la mañana, frente a la estación de servicio La Jirafa, “fue interceptado por la camioneta negra que venía haciendo zigzag, que se detuvieron, se bajaron, le daban puntapiés, lo agarraban del cuello, lo volvían a soltar al piso, el joven no se defendía, se quejaba, el chico cayó mal al piso, todos le pegaron, uno lo llevó al baldío. El que lo llevó al baldío era robusto, mayor que los otros”. Pues bien, esto coincide con el resultado de la necropsia según los cuales la muerte se produjo por asfixia, que el cuerpo presentaba golpes, que probablemente la víctima quedó inerme cuando lo asfixiaron, lo cual explica que no se haya defendido y que tenía lesiones de arrastre y que la muerte se produjo entre las 4 y las 8 de la mañana.
No es el único indicio objetivo a cotejar. También los dichos de Puebla coinciden con los de Pablo Javier Pedraza y Mauricio Ponce, los tres vieron una camioneta negra con vidrios polarizados, con música alta, muy eufóricos, conducida por Abdo Girala. No sólo eso, en sintonía con Puebla, otros testigos dijeron que también vieron a Bolognezi junto a una persona de pelo largo hasta los hombros. Es decir, toda esta maniobra que se basa en que la testigo menciona los nombres de los autores del hecho y que los supuestos nombrados no se conocían entre sí, para triunfar, tiene que tirar abajo demasiados elementos objetivos de prueba como es que la camioneta negra estaba allí, que Bolognezi fue muerto a esa hora, que su cadáver apareció a pocos metros, que las lesiones son coincidentes con lo relatado, que había un acompañante de pelo largo, en fin, todo un armazón lógico que permite entender que los hechos ocurrieron de esa manera.
El rol de los fiscales. El juicio oral por el crimen de Bolognezi arrancó a finales del año pasado, es sin duda una segunda oportunidad para la Justicia provincial luego de una sucesión de auténticos papelones judiciales. Y es un dato más que auspicioso la forma en que viene trabajando el tribunal presidido por Eduardo Orozco, capaz de garantizar un trato respetuoso a quienes asisten en calidad de testigos.
Recordemos algunos de esos papelones: tras el verano del 2003, sucedió que uno de los policías que “investigaba”, Orlando Funes, andaba en un vehículo prestado por Daniel Girala e intentaba convencer a varios de que Bolognezi había sido asesinado en otro lado, a la salida de una whiskería, y que aquel que tuviera datos tendría una buena recompensa por parte de Girala. Fue allí que otro oficial de apellido Zárate le llevó a Ricardo Shulz –por entonces el primer juez en tomar la causa– una serie de informes y esto derivó en la intervención de las conversaciones telefónicas entre Funes, los imputados y Daniel Girala, aun antes de que se conociera el testimonio de Puebla y se ordenara la detención. El caso es que cuando Shulz se tomó vacaciones, quedó a cargo de la causa Carlos Dalton Martínez, que no se excusó pese a que su propio hijo estaba implicado.
Qué casualidad. Daniel Girala advierte que su teléfono está intervenido. Es oportuno recordar esta situación porque el anterior fiscal del juicio, Mariano Carabajal –fue reemplazado por razones de salud por Fernando Guzzo–, se hizo eco de un planteo de la defensa de Abdo Girala quien pidió la nulidad de las escuchas telefónicas.
Se trató de un golpe mucho más duro que el que propinó Guzzo al dejar a Puebla al borde del delito de falso testimonio. Aunque no está dicha la última palabra ni será tan fácil hacer caer esa prueba de las escuchas telefónicas que tanto molestan a Girala.
Carabajal, que habló de “atrocidad jurídica” en relación a las escuchas, es un fiscal en cuya trayectoria hay que apuntar un violento desalojo de familias que ocupaban un terreno en Palmira, el 31 de mayo de 2012, y además, durante muchos años estuvo casado con la hija de Otilio Romano. Para que se comprenda, toda su bravata hacia Schulz tiene dos limitaciones. La primera está detrás de la palabrita “cosa juzgada”. Y es que la Suprema Corte de Justicia de Mendoza, al anular el primer juicio, dictaminó que las conversaciones telefónicas sí eran pruebas decisivas que debían ser valoradas.
Esto está fundado y hay muchos precedentes en que las llamadas telefónicas sirvieron como indicios objetivos de la existencia de una red de impunidad. Para los fines de la pesquisa fue fundamental detectar quiénes se comunican, a qué ritmo y en qué circunstancias, y para dar un ejemplo no tan lejano, ocurrió con el crimen de Sebastián Bordón, donde se comprobó nada menos que días previos al traslado del cuerpo por parte de los mismos policías que lo habían secuestrado y asesinado, los teléfonos se recalentaron y eran segundo a segundo que los jefes de la cúpula policial se comunicaban en función del plan de encubrimiento.
Pero hay una segunda cuestión que Carabajal no quiso tener en cuenta. Según el abogado de la familia Bolognezi, Sergio Salinas, aun cuando las primeras escuchas pudieran ser inválidas por no estar debidamente fundadas, no se puede caer la validez de todo el contenido de las escuchas telefónicas. O sea, el vicio de legalidad puede que tenga sus razones al principio, pero no a partir de la foja 60. ¿Qué significa esto? Según palabras del abogado, que “existe un curso causal independiente probatorio, con lo cual es plenamente válido y necesario atender lo que se dice desde esos teléfonos”.
Una última acotación, en relación al fiscal Fernando Guzzo. Su padre, que días atrás falleció, fue juez durante la dictadura militar. Se trata de Gabriel Guzzo, quien, de no ser por su estado de salud, se habría tenido que sentar en el banquillo de los acusados por delitos de lesa humanidad, ya que pesaban sobre él las mismas acusaciones que para Luis Miret, Otilio Romano, Guillermo Petra y Rolando Carrizo.