El reconocido intelectual resalta el valor de la Ley de Medios, advierte sobre el peligro de que la oposición interrumpa el juego democrático y analiza el triunfo de Chávez. El día en que su amigo Eric Hobsbawm se preocupó por la Presidenta.
El filósofo Ernesto Laclau está sonriente, sentado en el bar del hotel Claridge, en el microcentro porteño, donde nos dio cita. Radicado en Inglaterra, el intelectual está de visita en el país y se quedará dos meses como lo hace todos los años. Profundo analista de la coyuntura latinoamericana, a Laclau se lo nota muy entusiasmado con el devenir de la Argentina : “Creo que, desde mi juventud, este es el mejor momento que me ha tocado vivir”, le dijo a este cronista. Esta es una de las razones por las que planea, a largo plazo, volver a instalarse aquí con su esposa, la intelectual Chantal Mouffe.
A pesar de estar jubilado como docente universitario en Gran Bretaña, uno de los referentes de la corriente posmarxista no abandonó su afán de transmitir sus conocimientos: viaja a Estados Unidos y a Brasil a dar cursos mientras sus libros son de lectura obligatoria en diversas universidades nacionales. Para no perder el ritmo analítico, el 12 de octubre fue uno de los principales oradores del ciclo “Debates y combates” que fue organizado por la Secretaría de Cultura de la Nación y se realizó en Tecnópolis.
Bajo la luz tenue del lobby del Claridge, el autor de La razón populista aseguró: “La reelección de Chávez ha sido un triunfo para toda América latina porque con esto se consolida el Mercosur. Venezuela va a transformarlo en una de las grandes fuerzas económicas a nivel internacional. Y también fue importante porque se consolida la orientación nacional y popular que muchos regímenes latinoamericanos están tomando. Es un enorme avance para los procesos democráticos de la región”.
–Parte de la oposición política argentina apostó por Henrique Capriles. ¿Qué consecuencias tuvo el triunfo del bolivariano para la Argentina en particular?
–La oposición quería capitalizar una derrota de Chávez para presentarla como una derrota de todo el movimiento nacional y popular en América latina. Desde este punto de vista, la política de la oposición se ha visto seriamente confrontada. El resultado positivo destraba el proceso político argentino e impide que haya una contraofensiva. A corto plazo hubieran podido ejercer cierta influencia.
–¿Qué opina del debate sobre la reforma de la Constitución en la Argentina y qué vinculaciones tiene con lo que usted define como “institucionalismo”?
–El institucionalismo no significa las instituciones sino que consiste en tratar de desgajar el contexto institucional de sus raíces sociales y presentarlo como un fetiche, como una panacea universal. Hay muchos discursos que no se plantean cuál es el objetivo de las instituciones sino la defensa de las instituciones porque son instituciones. Si usted lee La Nación o Clarín, el institucionalismo es una tendencia dominante. Si estoy abocando una reforma de la Constitución no es porque piense que las constituciones son prescindibles. Pero sí el institucionalismo extremo conduce a ciertas perversiones políticas. Las instituciones no son nunca neutrales: son una cristalización de la relación de fuerzas entre grupos. Por consiguiente, si hay un proyecto de cambio profundo de la sociedad, necesariamente va a tener que chocar con las instituciones tal como existen. No en el sentido de derogarlas sino de transformarlas de una manera que sea acorde con los proyectos sociales que están madurando. Es necesario hacer una Constitución mucho más acorde con el proyecto nacional y popular que la Constitución del ’94 que está totalmente dominada por la lógica del neoliberalismo. En muchos aspectos habría que volver a la Constitución de 1949.
–¿Cuál es su postura sobre la reelección indefinida?
–Creo que es antidemocrático que si la gente quiere votar por un cierto candidato no pueda hacerlo porque hay una cláusula constitucional que se lo impide. Es usar las instituciones para coartar la voluntad popular. Hay que verlo también en perspectiva histórica. Hay que ver cómo fue la relación entre el liberalismo y la democracia en América latina. Yo he citado varias veces una famosa conferencia de C.B. Macpherson, el teórico político canadiense, en la que decía que a principios del siglo XIX en Europa el liberalismo era un régimen político generalmente aceptado mientras que la democracia era un término peyorativo porque se pensaba que era el gobierno de la turba. Lo mismo que con el populismo hoy día. La tesis de Macpherson era que en Europa se requirió el largo proceso de revoluciones y reacciones del siglo XIX para llegar a un equilibrio precario pero estable entre liberalismo y democracia. En América latina ese hiato nunca se llenó del todo. Nosotros tuvimos regímenes liberales que se formaron en la segunda mitad del siglo XIX pero eran las formas políticas que adoptó la oligarquía para organizar su dominio y establecer máquinas clientelísticas en relación con las bases sociales del sistema. De modo que cuando a principio del siglo XX, el movimiento de masas comienza a afirmarse con nuevos sectores emergentes, se expresa a través de formas políticas que fueron antiliberales, en muchos casos fueron dictaduras militares de carácter nacionalista. Hoy día hemos llegado a una situación en la cual la afirmación de la voluntad nacional popular no requiere necesariamente chocar con los principios formales del Estado liberal. En ninguno de los nuevos regímenes latinoamericanos la división de poderes o las elecciones regulares están puestas en cuestión. Pero van a ser democracias de un tipo distinto de las europeas. Las democracias europeas han sido fundamentalmente parlamentarias mientras que las latinoamericanas van a ser presidencialistas. Vamos a tener regímenes democráticos con diferentes matices.
–¿Esto se comprende desde Europa?
–Se empieza a comprender ahora. Por mucho tiempo hubo un repudio general a los regímenes nacional-populares latinoamericanos. Los consideraban demagógicos, populistas. Con la falta de perspectiva que la alianza conservadora-socialdemócrata presenta al tratar esta crisis económica se empieza a pensar en formas políticas alternativas. Con (Jean-Luc) Mélenchon decíamos que de lo que se trata ahora es de latinoamericanizar a Europa (ver recuadro).
–Según Chantal Mouffe, la confrontación es inherente a la sociedad democrática, ¿usted coincide?
–Sí, si no tendríamos sociedades de pensamiento único. Lo que es necesario para la democracia es la confrontación entre distintas opiniones. Es a través de las confrontaciones que la gente empieza a percibir que hay opciones reales en el campo político y puede a volver a interesarse por la política. Si hay un consenso y un pensamiento único, la gente empieza a desinteresarse del proceso político.
–En el marco de la confrontación, ¿cuáles son los riesgos de que acontezca lo que usted definió –junto a Mouffe– como “antagonismo”?
–Lo que tiene que haber es un antagonismo regulado. Nosotros tenemos dos jugadores de ajedrez, ellos están en una situación de confrontación pero hay reglas que están dadas por el juego de ajedrez. Si viene alguien de afuera y patea el tablero, ahí todo el sistema de reglas se rompe. Es necesario buscar un punto de equilibrio entre el momento antagónico y el momento en el cual las reglas pasan a ser aceptadas por todas las partes intermedias. El peligro que yo veo en la Argentina es que la oposición esté pasando de una actitud de antagonismo tan radical que pueda interrumpir el libre juego de las instituciones democráticas. Las líneas de confrontación se dan entre una orientación nacional y popular que corta transversalmente grupos sociales muy distintos y una actitud que se funda en el neoliberalismo, en el predominio de los grandes grupos monopólicos. La oposición real la representan los grandes medios.
–En este contexto, ¿ la Ley de Medios juega un rol determinante? – La Ley de Medios tiene que interrumpir una situación que es absolutamente aberrante: la concentración monopólica del poder informativo que es necesario quebrar como condición de un intercambio democrático.
–Por último, ¿cómo era su vínculo con el destacado historiador –recientemente fallecido– Eric Hobsbawm?
–Lo conocí en 1966. Yo era un profesor contratado por la Universidad de Tucumán y perdí mi cargo como resultado del golpe de Onganía. Entonces fui a trabajar a Buenos Aires, a un instituto privado de investigación. El asesor del proyecto para el cual yo trabajaba era Hobsbawm. A él le gustó mi trabajo y me consiguió una beca para ir a hacer un doctorado a Oxford. Así fue que me fui a Inglaterra. A lo largo de los años mantuvimos una relación frecuente y sumamente cordial. La última vez que lo vi fue hace algunos meses en una cena en casa de un ex estudiante de él que ahora es profesor en Londres. En un momento me llevó aparte y me preguntó si Cristina iba a poder desenvolverse bien después de la muerte de Néstor. Le di los reaseguros del caso. Y me dijo: “¿No van a ser un problema los intendentes del conurbano?”. Estaba absolutamente al tanto de los detalles de la situación argentina. Él tenía un gran afecto por Cristina. Aunque nunca se encontraron personalmente. La última vez que Cristina fue a Inglaterra iba a ir a visitarlo pero tuvo que cancelar la visita para volver por la muerte de Alfonsín. Él tenía una gran simpatía por todo lo que es el proyecto argentino actual.
–¿Cómo ve el futuro a corto plazo? ¿Cree que puede haber un impulso destituyente?
–Totalmente destituyentes hay pocos grupos, pero no dejan de tener una cierta influencia. Aunque hay distintas formas de destitución. Una se puede conseguir en la neutralización de una política de modo tal que distintos aparatos estatales impidan llevar el proceso hacia adelante. Ahora lo estamos viendo con los intentos de medidas cautelares que tratan de que el 7 de diciembre no pase nada. Ahí hay lo que Gramsci llamaba una guerra de posiciones. Esa guerra de posiciones hay que ganarla pero no está cantado que vaya a ser ganada. De todos modos soy, por primera vez en muchos años, absolutamente optimista respecto del futuro político de la Argentina.
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Mélenchon: “Otro futuro es posible”
El filósofo Jean-Luc Mélenchon es contundente: “La crisis europea va a ser una catástrofe para el mundo entero”. Se lo dijo a Veintitrés en el marco del encuentro “Debates y combates”. Sus palabras no son azarosas, conoce el mundo de la política desde sus entrañas: en 1986 fue elegido por el Partido Socialista como el senador más joven de la historia republicana francesa y fue el candidato de la izquierda en la primera vuelta de las últimas elecciones presidenciales galas, donde alcanzó unos cuatro millones de votos. Mélenchon se desempeña en la actualidad como eurodiputado del Grupo Confederal de la Izquierda Unitaria Europea y de la Izquierda Verde Nórdica (GUE-NGL) y tiene una visión escéptica sobre el devenir de la crisis económica en el Viejo Continente. El ex candidato a presidir Francia dialogó con esta revista en el marco del coloquio organizado por la Secretaría de Cultura de la Nación.
–¿Cuál es su opinión sobre lo que está sucediendo en Europa?
–Esto va a ser una catástrofe para el mundo entero. El 25 por ciento de todo lo que se produce en el mundo se fabrica en la Unión Europea. Para tener un parámetro: China elabora el 10 por ciento del total. Por este motivo, la recesión en Europa va a tocar a todos.
–¿Por qué cree que se gestó la crisis?
–Comenzó en países con gobiernos socialdemócratas como el de Papandreu en Grecia y el de Rodríguez Zapatero en España. La crisis pasó de Grecia a Portugal, de allí a España, de aquí a Italia y ahora es el turno de Francia. Nuestro país es una fruta jugosa: somos más ricos que nunca en nuestra historia, generamos mil billones de euros por año de riqueza producida. Se habla de crisis de competitividad. Es una burla. El obrero francés es el que tiene el grado de competitividad más alto en el mundo. La crisis en Europa es una crisis de compartimiento de la riqueza.
–¿Cómo afrontarán sus deudas los países europeos?
–Hubo un fuerte crecimiento de la deuda privada y de la deuda pública en muchos países en el último tiempo. No se cuándo pero estoy seguro de que nosotros no vamos a pagar la deuda, tal como hizo la Argentina. Después de nueve planes de austeridad, está claro que Grecia no pagará todo lo que debe.
–¿Cómo es la situación de Francia?
–En mi país el gobierno socialdemócrata recortará 30 billones de euros, es decir, dos veces lo que hicieron los dos gobiernos de derecha antes. Estamos estrangulados. No sé cuándo pero se va a romper la cadena. Es seguro. Va a repetirse lo que sucedió en la Argentina en el 2001, va a producirse en Europa el “que se vayan todos”. La historia ya está arreglada. A mí me da pena ver a mi pobre país derrotado, con gente durmiendo en la calle, con un crecimiento del desempleo increíble. No hay salida sino otro plan de austeridad. Es un círculo vicioso: plan de austeridad, rebaja del nivel de la actividad, rebaja del nivel de tasas e impuestos que entran, crecimiento de la deuda…
–¿El límite es que el pueblo salga a la calle?
–Ustedes los argentinos conocen esto mejor que nadie. Primero sale la gente a la calle, no pasa nada. Segundo, el desempleo crece, no pasa nada. Hasta que un hecho, como el corralito por ejemplo, hace que la clase media no quiera obedecer más. Se enciende la chispa y explota todo. En Francia y en Grecia hay una importante clase media.
–¿Cómo ve a la Argentina hoy día?
–La vemos como una fuente de inspiración mayor, mal conocida en Europa. Porque todo lo que implica América del Sur lo desconocen. Esto se va a acabar en Europa, no sé cuándo. Pero se va acabar. Porque otro futuro es posible.