En un comentario a la nota del pasado martes 29 de abril, un lector solicitó una opinión respecto a un reciente editorial publicado en Le Monde Diplomatique.
Concretamente, el lector pide que me pronuncie en torno al siguiente párrafo del artículo de José Natanson: “En este contexto, ¿qué tipo de fuerzas armadas queremos para un país como Argentina, que no tiene un solo conflicto fronterizo irresuelto y cuyos recursos estratégicos (soja, Vaca Muerta) se encuentran a buena distancia de sus fronteras (a diferencia por ejemplo de Brasil, donde los nuevos yacimientos petroleros se ubican en su plataforma continental y el tesoro de la biodiversidad se sitúa en el Amazonas)? La respuesta sería: fuerzas armadas modernas, profesionales y… lo más pequeñas posible”.
Debo decir que al menos en lo referido a los aspectos técnicos más profundos del problema la pregunta merecería ser contestada por un especialista, pero, desde mi relativa incompetencia, me aventuraré a formular algunas opiniones. En primer término el asunto debe ser considerado desde una perspectiva geopolítica. Argentina no está sola en Suramérica y Suramérica se inserta en el mundo. Un mundo que estos momentos experimenta tensiones crecientes entre un proyecto unipolar en crisis, el capitaneado por Estados Unidos y la UE, y otro multipolar encabezado por China, Rusia, la India y Brasil, que no tiene una definición tan clara como el anterior, pero que es un proceso en su hacerse.
En segundo lugar, esta misma definición implica que no es posible ceñirse a una hipótesis de estatus quo. Ahora bien, la nota de Le Monde diplomatique de alguna manera abunda en este sentido, toda vez que dictamina, de una manera a mi entender caprichosa, que Argentina no tiene un solo conflicto fronterizo irresuelto y cuyos recursos estratégicos (soja, Vaca Muerta) se encuentran a buena distancia de las fronteras. Al revés, dice, que Brasil, cuyas grandes reservas petroleras se encuentran en la plataforma marítima, y las referidas a la biodiversidad en la Amazonia. Olvida mencionar las hídricas, que comparte con los países de la cuenca del Plata.
Ahora bien, ¿podemos decir que Argentina no tiene contencioso fronterizo alguno cuando un trozo del territorio nacional está bajo ocupación británica y se configura en una base aeronaval, de gran significación estratégica, en las islas Malvinas? ¿Las posibles reservas petrolíferas del Atlántico sur no serán susceptibles de hallazgos como los efectuados por Petrobras en la Amazonia azul? ¿El acceso a la Antártida y a sus inexplorados e infinitos recursos no puede ser controlado desde allí por la OTAN? ¿Vaca Muerta no se encuentra próxima al límite con Chile, cuyas fuerzas armadas han incubado durante demasiado tiempo un proyecto geopolítico que antagoniza a Argentina? ¿Los recursos como el acuífero guaraní, la minería y los hielos continentales no son recursos estratégicos? Y, por último, ¿cómo es posible saber en qué medida los problemas latentes en otras áreas de Suramérica (como los existentes entre Bolivia y Chile, por ejemplo, o entre Venezuela y Estados Unidos), no repercutirán más allá de las fronteras de esos países y nos tocarán de manera directa o indirecta? La simple mención de estos datos hace que el tema de la defensa se plantee como un asunto no abordable sólo desde el prisma de la política interna de nuestro país -que es con toda evidencia el punto que más preocupa al autor de la nota, si se evalúa el resto de las consideraciones que efectúa en ella-, sino desde una perspectiva que integre la dimensión externa a ese tipo de evaluación. Es evidente que Natanson comparte el rechazo visceral de la pequeña burguesía progresista respecto a los militares. La enumeración de las barbaridades, torpezas y crímenes cometidos por la dictadura no debería obnubilar un criterio que tendría que estar informado acerca del rol contradictorio que las FF.AA., tanto en nuestro país como en el resto de Suramérica, han cumplido a lo largo de su historia. Los ejércitos latinoamericanos suelen estar partidos dentro de sí mismos tanto como las sociedades en las que se insertan. De otra manera serían incomprensibles fenómenos como Busch, Villarroel, Perón, Velasco Alvarado o Chávez.
Nutrir un temor maniqueo respecto a ellas (pues representarían una especie de mal absoluto) es paralizante e incapacita para discernir las opciones para intervenirlas a fin de formarlas de acuerdo a criterios nacional-democráticos. Ese ha sido, lamentablemente, el factor predominante del accionar político de los últimos años. El artículo de Natanson sintetiza este temor en un párrafo inconfundible:
“Por supuesto, alguien podría preguntarse cuál es el problema de que las fuerzas armadas colaboren con la sociedad de la que al fin y al cabo forman parte. Al principio quizás ninguno. Pero con el tiempo, y ante las necesidades de un país que siempre necesitará algo, se corre el riesgo de que sean convocadas para más y más funciones, lo cual lleva a más presupuesto, más estructura y más personal, o sea a más poder. Es así como los militares comienzan a poner condiciones: si son los únicos capaces, por ejemplo, de contener una catástrofe, a la próxima inundación pedirán más recursos, a la siguiente opinarán sobre quién debería ser el ministro de Defensa y a la tercera sobre los juicios contra sus camaradas, y es probable que a esa altura ya hayan olvidado el espíritu nac & pop que los animaba en un comienzo”.
El riesgo de la resurrección del “partido militar” existe, desde luego, pero depende del poder civil, de un poder civil compenetrado del problema y provisto de visión geoestratégica, para que ese desarrollo no cuaje y el dinamismo propio de una consolidación institucional necesaria para la custodia del país derive en el sentido correcto. ¿O abandonaremos las FF.AA. a las solicitudes del sistema oligárquico-imperialista para que las usen en su provecho, como ha ocurrido otras veces? Parece que nuestros progresistas no sólo desconfían de los militares, sino también del valor de sus propias convicciones… O del valor que tienen para imponerlas.
Retomando el punto en torno al cual el lector formula su pregunta específica, el aserto que formula Natanson en el sentido de que las FF.AA. deberían ser “profesionales, modernas… y lo más pequeñas posible”, es poco satisfactorio. No porque esa opinión sea equivocada, sino porque, en lo referido al tamaño, no toma en cuenta la variabilidad y el carácter mutante de la realidad, que puede requerir su redimensionamiento en algunas ocasiones, y porque su afirmación en el sentido de que deben ser “profesionales y modernas” se da de patadas con los criterios de austeridad, que están ínsitos en su pretensión de limitarles el poder de fuego. En efecto, la modernización de las fuerzas armadas (algo de lo que las argentinas están muy necesitadas) implica reequipamiento, erogaciones importantes y una selección de sistemas de armas que deben estar pensados en función de unos objetivos operacionales precisos. Esto es, geopolíticos. La protección del Atlántico sur que es donde se instala nuestra principal hipótesis de conflicto, exigen una Fuerza Aérea y una Armada bien equipadas, en condiciones de operar junto a Brasil en la defensa de toda el área oceánica comprendida entre el Caribe y el mar austral.
Sin pretender llegar a los niveles de una potencia como Brasil, la decisión de ese país de lanzarse a equipar sus fuerzas aéreas con los aviones Saab Gripen suecos es una iniciativa que podría servir de ejemplo. Brasil ha tomado una decisión difícil y para muchos discutible, pero no carente de visión de futuro. Se le reprocha haber optado por una tecnología que integra muchos componentes de origen estadounidense, lo que establece una dependencia importante, pero en el haber de la decisión está el hecho de que ha comprado un proyecto más que un avión acabado –hay apenas un prototipo volando-, y que con él ha adquirido la transferencia de tecnología de avanzada y la posibilidad de seguir desarrollándola por cuenta propia. [i]
Para Argentina el problema de las fuerzas armadas pasa también por el reequipamiento de estas. Los Kfir israelíes que compraría la Aeronáutica son aviones de combate que desde hace veinte años no se producen, aunque serían “aggiornados” con la aviónica y el armamento adecuados al presente; pero el negocio no presupondría la posibilidad de buscar un desarrollo tecnológico autónomo: el “know how” que cimenta cualquier posibilidad de futuro en la industria aeronáutica. Como opción de emergencia es buena, sin embargo, aunque se podría optar por los Sukhoi rusos. Pero esto implicaría no sólo un tema de adaptabilidad técnica sino también un problema político, y la prudencia debe haberse impuesto.
El servicio militar
Por último está el tema del servicio militar obligatorio. Es evidente que plantear su reposición, en los términos en que se lo ha hecho por estos días, resulta un despropósito. El ex intendente de José C. Paz y senador bonaerense Mario Ishii quiere que la “colimba” sea reimplantada para los chicos que no estudian ni trabajan. Él y quienes lo acompañan dicen que con ese sistema se daría contención a los jóvenes y se paliaría el problema de la inseguridad.
Se trataría, para hablar mal y pronto, de un servicio militar selectivo, del que sólo serían susceptibles los pobres. El general Balza respondió a esa postura diciendo que “el ejército no es un reformatorio”. Es evidente que no lo es. La conscripción fue un elemento de integración social y alfabetización muy importante en su momento, pero en la forma en que se la postula ahora es una regresión antidemocrática, no vinculada al servicio tal como se lo prestaba antes en el país, que no reconocía excepciones, sino al sistema de reclutamiento tal como se lo practicaba en los Estados Unidos en tiempos de la guerra civil, o en la Francia de tiempos del imperio napoleónico, cuando los adinerados podían pagarse un reemplazo…
Ahora bien, vivimos en un mundo donde la agresividad imperialista está presente y presumir que el problema de la defensa no ha de comprometer más que a un núcleo pequeño de profesionales es, al menos, una ingenuidad. Es evidente que es imposible reinstalar el viejo modelo, pues el mero mantenimiento de los soldados implicaría un gasto que ni este ni ningún otro gobierno quiere o puede afrontar. Lo que se desea es disponer de un núcleo profesional altamente capacitado. En este sentido, el mantenimiento del servicio voluntario, potenciado en su entrenamiento y armamento, es un hecho deseable, siempre y cuando se lo conciba como el núcleo que deberá servir de esqueleto a la generación de otra fuerza más amplia si las necesidades de la defensa así lo requieren. Y si el número de efectivos no es el adecuado para proveer a las tareas previstas, podría pensarse en la imposición de un servicio militar obligatorio para los jóvenes de todas las clases, de no más de cuatro meses de duración, dirigido a proveer de una formación básica pero intensiva a los reclutas.
Pero todo esto, como se ve, son las hipótesis de un lego, que sólo ha querido con ellas responder a la demanda de un lector que está legítimamente inquieto por uno de los problemas básicos que hacen a la definición del perfil de nuestra nación. Pues el de la defensa excede el ámbito de lo profesional para insertarse en una dimensión hemisférica y, en última instancia, referida a la noción que podemos tener respecto a nuestra organización social, nuestro destino y nuestra identidad.