La existencia del pintor noruego Edvard Munch no parece haber sido muy agradable. Cualquiera dirá: “El tipo que pintó ese cuadro no podía estar muy bien de la cabeza”. Falso. No es necesario que un artista esté loco para expresar la locura ni la angustia. Cierto es que Munich nunca pareció estar en buenas relaciones con la cordura. El Grito no es un cuadro fácil de interpretar. La persona que grita siempre me pareció más cercana a una baba pringosa que a un ser humano. Tiene cara de extraterrestre. Como fuere, su grito provoca no terror ni pánico, sino una angustia insidiosa, penetrante en quien lo mira. La historia humana es un desfile de calamidades y cada una de ellas merece su correspondiente grito. Pero Munch es no-ruego. Y ahí, en Noruega, las puestas de sol son estremecedoras. Munch mismo confiesa que –durante un crepúsculo– iba con dos amigos por la campiña y, al caer el sol, un rojo intenso se adueña del cielo. También del espíritu hipersensible Munch. Sus dos amigos continúan caminando como si nada, pero él queda petrificado. Sus dos amigos no eran artistas. Eran, por tanto, incapaces de advertir el horror de ese rojo sangre que caía sobre el mundo. Munch ve en él los peores presagios. Hay un cuadro suyo anterior a El Grito, en que se ve a una multitud caminando al azar, todos bien vestidos, todos burgueses, pero con caras amarillentas, caras de nada, de hastío, de sinsentido. Ninguno parece saber hacia dónde va. En todos hay una tonalidad amarillenta similar a la de El Grito. Se trata de Atardecer en la calle Karl Johan, de 1892. Al año siguiente, Munch pinta El Grito, del que luego realiza muchas versiones más. La obra es una cumbre del expresionismo. El expresionismo es una modalidad del arte pictórico que se concentra en la expresión –justamente– de la interioridad del artista. Ese grito surge de Munch. No es ajeno a su subjetividad. A sus angustias, a sus desequilibrios interiores, a sus visiones apocalípticas del mundo. El impresionismo no es subjetivo. El artista no impone su interioridad sobre el mundo externo, sino que busca expresarlo. Si el expresionismo es la expresión de eso que la realidad exterior provoca en la conciencia del artista, el impresionismo es la realidad exterior constituida desde esa conciencia, desde la subjetividad. El cuadro de Munch desdeña el realismo. Ese grito no existe ni existirá en la realidad. Pero es lo que la realidad ha provocado en el alma atormentada de Munch. De modo que esa baba amarillenta que grita expresa el universo interior del atormentado Edvard Munch, que, en 1908, se recluye en un hospital psiquiátrico de la ciudad de Copenhague. Ahí, como solía hacerse en esos malos tiempos para los trastornados mentales, le queman el cerebro con electroshocks. Pero Munch habrá de tener una vida, si no feliz, larga. Algo que, en casos así, es una maldición. Su larga vida es, en sí misma, una paradoja. Munch la atravesó sufriendo por la temprana muerte de familiares y amantes. Pero él, destinado al sufrimiento por esos hechos, fue bendecido con muchos años para sufrirlos a todos. Muere a los 81 años. Como respuesta a las visiones terribles del andrógino ser de El Grito, durante esos días los nazis entran en Oslo.
Me arriesgaría –entonces– a decir que eso que el hombrecito de Munch avisora es el futuro. No es la Revolución Industrial. No es el hambre de los proletarios. No son las matanzas a que fueron sometidos los rebeldes de la Comuna de París. El hombrecito de Munch ha dirigido su mirada hacia el siglo XX. Es como las novelas de Kafka que tienen la magia y el horror de prefigurar los estados autoritarios y hasta la ruptura humanitaria que implican los campos de exterminio nacionalsocialistas. Es como ese cuadro de Paul Klee que tanto impresionó a Walter Benjamin. El del Angel de la Historia que mira el pasado como una cadena de ruinas y nada espera del futuro. Se ha roto la lógica dialéctica de la Historia, su sentido racional. El hombrecito de Munch grita ante el hundimiento del Titanic y la muerte –con él– de la idea burguesa del progreso indefinido. Grita ante las dos guerras llamadas mundiales. Ante las feroces dictaduras de entreguerras. Ante Auschwitz. Ante la matanza de civiles por medio de la destrucción de la ciudad alemana de Dresde. Ante las bombas de Hiroshima y Nagasaki.
El Grito pasa a adueñarse de la cultura popular. No hace mucho una de sus versiones se vendió en ciento veinte millones de dólares. Un record. ¿Qué colaboró a esto? El cine de terror. El director Wes Craven y el talentoso plástico cinematográfico Kevin Williamson crearon al asesino serial de las películas que llevaron el título de Scream (gritar, vociferar, chillar, traducciones que otorga el impecable diccionario Simon and Schuster). El asesino lleva por nombre Ghostface (Cara de fantasma). Ghostface alcanza de inmediato la fácil celebridad de los personajes tenebrosos. Lleva una capa negra, al estilo de un clásico personaje de la cultura pulp: The Shadow, y tiene una máscara blanca con los rasgos del hombrecito de El Grito. Creo que ya van por la quinta versión. Se hizo un inmensurable merchandising con la figura de Ghostface. Munch entra en la cultura pop aunque –casi seguro– ningún adolescente que se compra una máscara de Ghostface tiene la más remota ni remotísima idea acerca de la existencia de un angustiado señor noruego llamado Edvard Munch. Wes Craven se adueñó para sus películas de la obra maestra del noruego y, aunque él seguramente dirá que fue para hacerle un homenaje, lo cierto es que tuvo una idea genial y se habrá hecho millonario.
Ahora bien: hay otro grito. Más célebre que el de Munch y el de Craven. Más célebre que Ghostface. El grito de Janet Leigh (en el rol de Marion Crane) en Psicosis, la inmortal película (inmortalidad merecida aunque deteriorada por tres o cuatro errores gruesos) que dirigió Alfred Hitchcock en 1960. Marion Crane grita por algo concreto. La Muerte se ha materializado brutalmente ante ella. Ahí está, ha corrido la cortina de la bañera, tiene un cuchillo enorme en su mano derecha y lo descarga sobre el cuerpo desnudo de Marion. La sangre escapa por el desaguadero como escapa hacia la nada la existencia de Marion. El grito de Marion, en principio, es un grito ante la presencia –inesperada, aunque ¿cuándo es esperada, quién la espera, quién no desea permanecer eternamente en el aún no?– de la Muerte. En un libro de cine para aficionados, un libro grueso, con un lomo amplio y una tapa llena de colores, dos imágenes protagonizan el deseo de los editores de imponerlo en las librerías. En el lomo está el monstruo del doctor Frankenstein, Boris Karloff y el genial trabajo pictórico que hicieron con su cara los diseñadores y los maquilladores de la Universal Pictures. En la tapa está el grito de Marion Crane. Entre las tantas cosas por las que Marion grita está también el Monstruo de Frankenstein. “¡Pronto crearemos al hombre!”, exclama, aterrorizado, Heidegger en La ciencia no piensa. Antes que él, lo señaló una joven de apenas veinte años. Mary Shelley, en 1818, escribe El moderno Prometeo. Ahí, ya, el hombre creaba al hombre, pero, al hacerlo, le salía un Monstruo. Que es lo que pensaba Heidegger. Marion Crane grita porque ha visto el futuro apocalíptico de la humanidad. El Angel de la Historia del cuadro de Paul Klee que Benjamín tanto amó, no miraba al futuro. Encontraba el horror en el pasado. Pero (y esto lo aclara Benjamín en sus Tesis sobre filosofía de la historia) desde el paraíso sopla un huracán que lo aparta de ese pasado de ruinas y lo impulsa hacia un futuro que no será mejor, aunque muchos le pongan el nombre de progreso. El grito de Janet Leigh (o Marion Crane) no sólo es el grito ante su inminente, propia e intransferible muerte. Grita porque ha visto el futuro. De aquí que ése sea el momento más alto del film de Hitchcock. El que lo ha llevado más allá de sí mismo. André Breton, citado por Benjamín, dice: “La obra de arte sólo tiene valor cuando tiembla de reflejos del futuro” (Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, cap. 14. No es casual que haya elegido citar este texto en que Benjamin se ocupa del cine, arte que Alfred Hitchcock cultivó y enriqueció como pocos). Y cómo, y hasta qué desmedido punto, “tiembla de reflejos del futuro” el grito de Janet. En ese grito late y grita toda la historia de la humanidad a partir de 1960. El grito de Psicosis es el grito del siglo XX, como el de Munch. Pero es también el grito del siglo XXI. Es el grito que ve las torturas en Argelia, en Vietnam, en Chile, en Argentina, el grito por la guerra de Bosnia, por los niños que mueren de hambre a millones a causa de las masacres estructurales del neoliberalismo, la caída de la Torres Gemelas, el terrorismo fundamentalista, los horrores de la Guerra contra el terror, Guantánamo, Irak, Corea del Norte y lo que todavía vendrá.
(Diario Página 12, domingo 7 de abril de 2013)