En un comentario lateral en su columna de Página 12 del sábado 2 de febrero, a raíz de la atención con que la multitud escuchó en Plaza de Mayo al juez Eugenio Raúl Zaffaroni, a la historiadora Araceli Bellota y al periodista Hernán Brienza disertar sobre la Asamblea de 1813, dice Luis Bruschtein: “Para la militancia de otras épocas, la historia no era un tema muy valorado pero ahora se convirtió en uno de sus eslabones más fuertes”.
La afirmación obliga a una reflexión en torno a las relaciones entre política e historia, ya que “otras épocas” es una datación ciertamente imprecisa, por no mencionar que “la militancia” es un sujeto demasiado genérico. ¿En qué épocas y para qué militancia la historia no era un tema muy valorado?
Pongamos un caso: durante la década del 30, la mayoritaria militancia radical y la muy minoritaria militancia nacionalista hacían de la historia el eje de sus disputas políticas y hasta de los combates callejeros que los enfrentaban, mientras que para las distintas variantes de la izquierda no era, en efecto, un tema valorado: el internacionalismo a ultranza de los anarquistas, la impronta justista y liberal del socialismo y la defensa de la Unión Soviética como leit motiv de las estrategias del Partido Comunista, volvían a la izquierda ajena a las tradiciones populares argentinas y, en consecuencia, a su historia y su política: habría que esperar años, no ya que la militancia, sino tan sólo un puñado de intelectuales de izquierda comenzaran a cuestionarse la concepción mitrista de nuestra historia de la que abrevaban y a la que el Partido Socialista aún adscribe. De hecho, el desinterés por la historia nacional explica en gran parte la ausencia de arraigo en las clases populares, proverbial a la izquierda argentina.
Si los nacionalistas, en su mayor parte aristocratizantes, hacían de la revisión de la historia mitrista su razón de ser y fundamento, en el caso del núcleo más activo de la militancia radical, la permanente apelación a la historia crítica funcionaba como justificación, orientación e instrumento de debate hacia el interior y el exterior del radicalismo. Es entonces y a partir de este núcleo de militantes que comienza a prefigurarse la corriente, revisionista primero y político ideológica después, que podría denominarse “nacionalismo popular”, la presidenta llama “nacionalismo democrático” y los cientistas sociales, tanto críticos como adherentes, califican de “populismo”.
Con la consolidación del peronismo en el gobierno hay, curiosamente, un distanciamiento de la historia, al menos de una historia crítica de la versión oficial, cuyo propósito fue y sigue siendo, justamente, producir ese distanciamiento: el sentido de la falsificación histórica no ha sido tanto enaltecer una línea para denostar otra, como volver a la historia ajena a nuestra vida política y a nuestras realidades presentes.
El distanciamiento de la primigenia “militancia” peronista tiene doble recorrido y varias causas. La principal, la irrupción de un numeroso activismo obrero en su mayor parte sin tradición política o inscripto en las tradiciones de la izquierda, y la “deshistorización” a designio del propio régimen, cuya fuerza política, paradójicamente, se iba conformando a partir de cuatro tradiciones: la radical, la nacionalista, la conservadora y la de la izquierda en sus varias versiones. Historiadores y publicistas como José María Rosa, Ernesto Palacio, Arturo Jauretche, Fermín Chavez, Raúl Scalabrini, Rodolfo Puiggros, Jorge Abelardo Ramos, Juan José Hernández Arregui, no eran intelectuales de gabinete sino, más que nada y antes que nada, militantes políticos.
Durante la década peronista, una nueva militancia se fue cociendo en un caldo que había incorporado esos diferentes ingredientes mientras para el peronismo oficial la historia era una constante apelación a un patriotismo sanmartiniano, genérico, anodino y ecléctico, evidente en los nombres impuestos a los diferentes ferrocarriles al ser nacionalizados y en el posterior culto a la personalidad, demostración de que para el peronismo gobernante la única tradición valedera estaba en sí mismo.
El retorno a la historia de la militancia mayoritaria comienza con el golpe de estado de 1955 y mediante un doble movimiento: por un lado, los cuadros medios y dirigentes de base que encabezaron la resistencia adscribían a algunas de las formas del revisionismo histórico; por el otro, el empeño de la Libertadora en negar la experiencia peronista, en retrotraer el país a las épocas previas a la revolución de 1943, y su insistencia en inscribir al golpe antiperonista en la “línea histórica Mayo Caseros”, despertó el interés de las clases populares por la historia argentina y, por reacción, fue el gran propagandista del revisionismo histórico: la clase trabajadora argentina y la militancia peronista se hicieron “rosistas” y contrapuso a Mayo Caseros la “línea histórica San Martín Rosas Perón”.
La militancia de izquierda, en tanto, seguía fiel a sus tradiciones a históricas, agravadas ahora por su adhesión al golpe de estado y su “línea Mayo Caseros”. En el radicalismo se imponían las corrientes más liberales, antipopulares y antinacionales, mientras mientras el peronismo iniciará un camino de alguna manera análogo al de la Forja de los años 30: la discusión de actualidad se torna inseparable del debate histórico y de la búsqueda de una tradición política popular y nacionalista. “Nuestro propósito fue evitar un nuevo Caseros”, dirá de la Resistencia Peronista César Marcos, numen del Comando Nacional.
De ahí en más, el debate histórico no abandonará a la militancia peronista, al menos durante tres generaciones. Quien lea por primera vez algún escrito de John William Cooke descubrirá, tal vez con sorpresa, que el mentor del “peronismo revolucionario” dedica más páginas y mayor esfuerzo al análisis de la historia nacional que a su actualidad política. Por su parte, en 1959 Arturo Jauretche dará a conocer Política nacional y revisionismo histórico, librito que durante la década del 60 y principios del 70 será la Biblia de gran parte de la militancia peronista, y diez años después publicará un best seller de época: el Manual de zonceras argentinas, en el que historia y política se encuentran tan íntimamente relacionadas que su sólo intento de diferenciación esterilizaría a ambas.
A fines del 50 y principios del 60 los jóvenes militantes peronistas asistían concienzudamente a las clases de José María Rosa, historiadores de las más disímiles variantes del revisionismo encontraban cobijo en los sindicatos peronistas, Jorge Abelardo Ramos irá conformando una fuerza política tan imbricada con las luchas políticas del pasado argentino que sus militantes serán, en su totalidad, verdaderos historiadores. Y es poco después, entre mediados de los 60 y principios de los 70 que el rico debate dentro de lo que genéricamente se denomina revisionismo alcanza insólita popularidad con libros que son devorados por los jóvenes lectores: Rosa, Jauretche, Ramos, Puiggrós, Astesano, Chávez, Orsi, Spilimbergo, dialogan, polemizan y se influencian con Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde, Luis Alberto Murray, Salvador Ferla, Ernesto Goldar, Norberto D´Atri, Norberto Galasso, Hugo Chumbita, Gonzalo Cárdenas, Roberto Carri, los uruguayos Vivian Trías y Alberto Methol Ferré, los bolivianos Sergio Almaraz y Marcelo Quiroga Santa Cruz, los socialistas heterodoxos Gregorio Selser y Emilio J. Corbière o el no menos heterodoxo trotskista Milcíades Peña, todos sumergidos en el pasado en una febril búsqueda de una identidad nacional y una política popular. Nunca, como entonces, en la revisión del pasado se buscaban y encontraban las pistas para la comprensión y transformación del presente.
¿Qué fue la llamada “nacionalización de las clases medias” sino el encuentro con el movimiento nacional de una nueva generación, en su mayor parte proveniente de una tradición política ajena al pensamiento nacional? ¿Y cómo se produjo ese encuentro, sino a través del interés y la discusión de la historia patria?
La historia estaba presente, todo el tiempo, en la militancia del movimiento nacional. Desde aquella primera reacción contra la “línea Mayo Caseros” hasta la irrupción en la vida política de un grupo autodenominado “Montoneros”, en obvia referencia a las montoneras federales del siglo XIX, la relectura y el debate de nuestra historia fue inseparable de la militancia en al menos tres generaciones argentinas si, como Unamuno, consideramos “generación” a la minoría que por su intensidad, acción e influencia, da el tono a una época. Y es en ese sentido –con la sola y curiosa excepción de la década peronista–, que durante casi cincuenta años la historia fue un tema muy valorado por la militancia política, lo que, dicho sea de paso, supone que los militantes políticos fueran proto historiadores amateurs, pero de todos modos expertos o entendidos. Ocurría que, como quien escruta los astros, se buscaba en la historia señales del porvenir.
Se puede decir que, como muchas cosas, este fenómeno empezó a agonizar a partir de 1976, o acaso poco antes. Sin embargo, no deja de ser significativo que una de las escasas voces públicas de resistencia a la dictadura, la revista Línea, “la voz de los que no tienen voz”, editada por un grupo de jóvenes militantes políticos, fuera dirigida, no por un político, un filósofo, un literato o un sociólogo, sino por el más emblemático de los historiadores revisionistas: José María Rosa.
Si, a partir de entonces, la historia dejó de ser un tema valorado por la militancia política, no fue por desinterés o porque una cosa no se relacione con la otra, sino porque la política había dejado de ser nacional y el peronismo de ser popular. Con la vuelta del peronismo –o si se quiere, con la encarnación actual del movimiento nacional– a sus mejores tradiciones, es lógico y necesario que la nueva militancia política vuelva a buscar en la historia las señales de su presente y su futuro, prueba tal vez, de que suele haber en el instinto mayor sabiduría que en la razón o el discurso: la solidez y alcances de una política nacional radican menos en su “relato” innovador que en las raíces que la anclan en un pasado que no por pasado carece de vigencia, pues es posible reconocer en él similares problemáticas, dificultades, objetivos y fracasos.
Cuando la militancia vuelve a estar pendiente de la historia es señal que vuelve a estar atenta al presente, y es dañino o al menos erróneo, desligar a los movimientos políticos nacionales de las raíces que tan profundamente los unen en el pasado, porque es ahí donde están su identidad, su fortaleza y su futuro.