Cuando escuché el anuncio me sorprendí pero no me alegré. Bergoglio Papa. Primer Papa americano, primer Papa latinoamericano, primer Papa jesuita, en fin, lo que ya todos sabemos. No sabía qué pensar. Prendí la tele y lo vi con la cruz de hierro y el nombre Francisco pidiendo la bendición de la multitud antes de darles la suya. Ok, arrancó bien, quién te dice, podría ser un buen Papa.
Camino al trabajo prendí la radio y escuché a toda esa gente que lo conocía hablar de su humildad, de su austeridad, de cómo les lavaba los pies a los paqueros en la villa, de cómo les llevaba consuelo a los chicos enfermos de cáncer en el Garrahan, que anda en colectivo, que no va a cenas paquetas, que vive en un departamentito frente a la Catedral. No sabía todo eso y me gustó.
Después llegué a mi diario, donde muchos de los periodistas y lectores no simpatizamos con Bergoglio, en mi caso, por su activa participación en la política y su falta de compromiso durante la dictadura.
Lo primero que hice fue googlear las denuncias de Horacio Verbitsky que lo acusan al Papa de haber entregado a los sacerdotes Yorio y Jalics. Y ahí estaban, tan bien documentadas como yo las recordaba, tanto que me había convencido de que, después de esos artículos, Bergoglio nunca sería elegido Papa. También, el reconocimiento en ese mismo trabajo de que Bergoglio nunca había sido un colaborador activo de la dictadura y que el mismo Bergoglio les había pagado los pasajes a los curas cuando finalmente pudieron salir del país.
Lo que hizo ruido entonces sigue haciendo ruido ahora. En un punto no importa si fue mucho o poco lo que hizo a favor o en contra de Yorio o Jalics, y está claro que muchos hicieron cosas peores en esos años. Pero leyendo esos textos y la reacción que tuvo Bergoglio, mi sensación es que pudo haber hecho más, que pudo haber estado mejor, y que no se hace cargo. Ni como jefe de los jesuitas, ni como obispo de Buenos Aires, ni como jefe de los obispos argentinos, ni ahora como Papa. Ante un tema difícil y doloroso, donde hay una investigación seria sobre personas verdaderas que merecen al menos una respuesta digna, contestó con negaciones y evasivas. Más aún, ese no hacerse cargo remite a un no hacerse cargo de la Iglesia Católica argentina.
En esta Iglesia, por ejemplo, el sacerdote Christian Von Wernich sigue dando misa. Condenado por crímenes de lesa humanidad en 34 secuestros, 37 casos de tortura y siete homicidios calificados, crímenes cometidos en ejercicio de su sacerdocio, escondido y protegido por la Iglesia argentina hasta que lo encontraron dando misa en Chile, preso en el penal de Carlos Paz junto a otros asesinos seriales de la dictadura, Von Wernich sigue dando misa. Bergoglio nunca lo sancionó. Así como el cardenal Aramburu suspendió las licencias sacerdotales de Yorio y Jalics pocos días antes de que los chuparan, el cardenal Bergoglio nunca suspendió ni un día la licencia sacerdotal de Von Wernich.
Entiendo que el tema sea difícil para el Papa, que el marxismo y la Teología de la Liberación no le despierten simpatía, que incluso vea detrás de esas corrientes de pensamiento a enemigos de Dios. Las Madres y las Abuelas dicen que no se acercó a ellas del mismo modo en que acompañó a las víctimas de Cromañón y la Tragedia de Once, o a los curas villeros. Antes y ahora ellas le piden que abra los archivos de la Iglesia para ayudar en la búsqueda de los nietos y de los desaparecidos.
Bergoglio tiene un buen corazón. Lo dijeron en estos días iconos universales de la defensa de los derechos humanos como Miguel Esteban Hesayne, Adolfo Pérez Esquivel y Leonardo Boff, y muchos activistas valientes y comprometidos que conocieron a Bergoglio durante los años de la dictadura.
Por eso, después de alegrarme con los primeros gestos de Bergoglio como Papa, me sorprendí el viernes pasado al leer el comunicado del vocero del Vaticano, Federico Lombardi, acusando a Página/12, aunque sin nombrar a este diario, de ser “una publicación que lanza, a veces, campañas calumniosas y difamatorias”. Lo hizo en respuesta a los artículos de Verbitsky, que esta semana fueron levantados por buena parte de la prensa más prestigiosa y respetada del mundo.
Mi primera reacción fue pensar que había sido maldecido por el Papa. Que alguien con tanto poder relacione a tu lugar de trabajo con la calumnia y la difamación es fuerte. Más cuando se trata de un medio que, como todo medio, depende de su credibilidad para ser viable. Con tantas cosas para corregir y denunciar en la Iglesia y en el mundo de las que podía haber elegido el Papa, ¿justo tenía que empezar corrigiendo y denunciando a sus denunciantes, y encima haciéndolo desde la descalificación?
Más tranquilo, debí reconocer que –en lo que a mí me respecta– el Papa tiene razón. También, que sus palabras me habían dolido por demás porque él me había puesto el dedo en la llaga.
Difamar (RAE): “Desacreditar a alguien, de palabra o por escrito, en contra de su buena opinión o fama”. Confieso que no sólo en la parte que es casi inherente al trabajo periodístico, muchas veces exageré a sabiendas, se me escapó un adjetivo hiriente o sugerí algo que no me consta, ya sea para reforzar mis argumentos, por soberbio o para quedar bien.
Calumniar (RAE): “Atribuir falsa y maliciosamente a alguien palabras, actos o intenciones deshonrosas”. Esta es más difícil. No recuerdo o no me permito creer que haya calumniado conscientemente desde esta publicación o alguna otra, pero he faltado a la verdad al omitir datos de la realidad que no pude o no quise ver porque no tuve suficiente compromiso con mi palabra.
Hago mea culpa. Y desde acá le deseo al papa Francisco todo lo mejor.
(Diario Página 12, domingo 17 de marzo de 2013)