MENDOZA / Seguridad: ¡es el Capitalismo, muchachos! / Escribe: Ramón Abalo






En todos los tiempos y en todas las sociedades, hayan sido los niveles culturales que hayan sido, los líderes se empeñan en disciplinar a las multitudes. Hablamos de los que gobiernan y los que son gobernados. Entonces se habla de la gobernabilidad, para lo cual esos líderes, o gobernantes, se afanan en encontrar los elementos jurídicos -y los no tantos- que sostenga medianamente la armonía social. Es una lógica de hierro, pero también una política, las más de las veces, cínica porque los elementos activados responden siempre a intereses contrapuestos a los de las mayorías.



Y para evitar los desbordes, el líder, ya como entidad corporativa, se encarga de institucionalizar el disciplinamiento de esas mayorías, y aparecen las normas. Claro, la cuestión, fue miles de años antes de Cristo, desde la época de las cavernas, que su buscaron, se encontraron y se impusieron las normas adecuadas, pero siempre mediante la coacción moral y material, la fuerza y la violencia.

La institucionalización de la fuerza tuvo en Moisés, un avanzado. Era profeta y legislador de Israel, que lideró a los judíos de Egipto allá por los 1230/50 a.C. Entonces se retiró a meditar al Monte Sinaí, donde habría recibido un mensaje divino que le ordenaba liberar a los judíos de la opresión egipcia. Consiguió unificar a varios clanes hebreos y empezar con ellos un largo viaje hasta lograr la "tierra prometida". Milenios después, su esfuerzo primero para el logro de esa tierra, dio sus frutos pero con el ímpetu moderno de las guerras imperiales. Pero esta es otra historia. La cuestión es que aquel Moisés también recibió de Dios, una tabla que serían los diez mandamientos, un duro decálogo de obligaciones sobre el individuo y sobre el conjunto del clan, con un halo de orden moral y religioso: Amarás y respetarás a Dios por encima de todo - No matarás - No robarás - No deseará la mujer de tu prójimo - Amarás a tu prójimo como a tí mismo - etc., etc.

No se necesita ser muy avispado en la cuestión para cotejar aquel decálogo con el espíritu de las normas, leyes y constituciones de un Estado de derecho, para corroborar que puntualmente cada uno de esos mandamientos impregnan el espíritu del conjunto de todas las normas que rigen el orden de cualquier sociedad actual. Mandamientos y coerción, con la que aquellos líderes que no contaban con las herramientas represivas, como las actuales: policía, ejército, leyes, jueces, les permitían un disciplinamiento indispensable para ordenar la comunidad. Y por eso un Dios todopoderoso, dueño y señor de almas y haciendas. De lo que concluimos es que todos los poderes tienen basamento determinante en la represión. En qué espacio histórico ese ser humano, esas primitivas sociedades tomaron conciencia de un valor inherente a su más íntima condición humana: la libertad? Tal vez mucho antes de ser proclamada por las revoluciones yanqui y francesa. Hasta entonces, la capacidad del individuo de poder obrar según su propia voluntad -la libertad- era privilegio solamente de los poderosos. Al parecer el hombre/la mujer, nacen libre, pero para el 90 por ciento de los que nacen, la libertad se va transformando en una abstracción, porque esa mayoría universal comienza sus vivencias envuelto en pañales de arpillera, en cunas de barro, y en habitación a la intemperie. Y aparece en la conciencia colectiva de esa muchedumbre otro valor que le es también propio, pero no como privilegio: la rebeldía, consecuencia de los mazazos que le depara su destino de carencias y frustraciones.



Ser sujeto de la libertad, la que le es negada, motoriza las rebeldías, las que puestas en acción, provoca las respuestas del poder. Rebeldía y poder son contradicciones antagónicas y que se dirimen en los más disímiles campos de batalla. Acotando estas especulaciones ontológicas, nos ubicamos en el día a día de hoy, en que esas contradicciones dejan en el camino víctimas de uno y otro lado, siendo el caballito de batalla, hoy aquí, en Mendoza, la seguridad-inseguridad. En la rebeldía dos clases de actores: delicuentes o revolucionarios. O, mejor, en conjunto, los indignados. En un reciente noticiero televisivo, en la marcha de los indignados europeos se leía en una pancarta esta leyenda: "¡No es la crisis, es el capitalismo!!!".

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