En defensa del debate plural y sin amenazas / Escribe: Julio Fernández Baraibar







En el año 1991 proyectamos en el pequeño auditorio del actual Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) la película El General y la fiebre, que había dirigido Jorge Coscia sobre un guión que escribimos juntos. Era una proyección en la que estábamos particularmente preocupados, pues vendrían a ella algunos miembros del Instituto Sanmartiniano quienes, por la ley de creación del mismo, tenían el derecho a intervenir en toda obra que tratase sobre el general José de San Martín y que se hiciese total o parcialmente con fondos públicos.

El Instituto Sanmartianiano estaba, a la sazón, dirigido por el general Tomás “Conito” Sánchez de Bustamante, el mismo que había encabezado el despliegue de tropas y efectivos del I Cuerpo de Ejército para impedir que los argentinos recibieran a otro general, Juan Domingo Perón, en su regreso después de 18 años de exilio, el 17 de noviembre de 1972. De más está decir que rondaban en nuestras cabezas muchos antecedentes en los que esta “última ratio” del establishment ideológico en lo que respecta a la figura del Gran Capitán había impedido la inauguración de una estatua ecuestre, por no coincidir algunos de los detalles de la ropa con la imagen iconizada del héroe que la misma entidad había impuesto.

Nos venían a la memoria las desventuras de Leopoldo Torre Nilsson al filmar El Santo de la Espada bajo la directa y cotidiana supervisión de las autoridades de ese instituto. Sabíamos que, en una de las escenas a pleno sol, uno de los comisarios del bendito instituto había detenido la filmación y, dirigiéndose a Torre Nilsson, había exclamado: “Señor director, San Martín está transpirando.” La observación sonó como una orden y maquilladora y asistentes corrieron a secar la frente de Alfredo Alcón, cuyo sudor empañaba la memoria augusta de un general que en la cabeza de sus guardianes no podía ser visto en tan íntima función. Al terminar la proyección salimos a esperar algún comentario. El primero que recibí me dejó helado: “San Martín no soñaba así.”




Todo este malón de recuerdos me atropellaron al leer la nota publicada el martes en La Nación por el doctor José Miguel Onaindia, ex funcionario del presidente De la Rúa y un nuevo combatiente, en este caso en nombre de los Derechos Humanos, contra el Instituto de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego. La nota se llama “En defensa del pensamiento plural”. Allí afirma, sin otro argumento que su misma afirmación, que la creación del instituto “ratifica la intención ya demostrada en numerosos actos y, muy especialmente, en la celebración del Bicentenario, de imponer una interpretación única y sesgada de la historia”. Y más adelante redondea su forzado pensamiento: “La creación de un organismo que pretende regir el pensamiento vulnera claramente las normas internacionales que cité precedentemente y ataca una base de la organización democrática de nuestro país, pues implica el reconocimiento de que habrá una sola y única interpretación de nuestra historia y una parcial narración de sus hechos.”

En el sitio del Instituto Nacional Sanmartiniano, en el rubro Objetivos Generales, se establece: “Colaborar con las autoridades nacionales, provinciales, municipales e instituciones oficiales y privadas, con el fin de fijar los objetivos de la enseñanza histórica del prócer dentro y fuera del país; asimismo asesorarlas respecto de la fidelidad histórica de cuanto se relacione con la personalidad del General San Martín.”
Nada parecido a ello se ha propuesto nuestro instituto. No colabora con ninguna autoridad para fijar los objetivos de la enseñanza, ni dentro ni fuera del país. No se propone asesorar a ninguna autoridad respecto de la fidelidad histórica de ningún prócer. Simplemente se ha propuesto, según reza el decreto de creación: “El estudio, la ponderación y la enseñanza de la vida y obra de las personalidades de nuestra historia y de la Historia Iberoamericana, que obligan a revisar el lugar y el sentido que les fuera adjudicado por la historia oficial, escrita por los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX.”

Me queda la sensación de que el jurista Onaindia habla sin saber. Tan sólo responde a un reflejo condicionado y a una sugerencia del diario de aportar algo a la cruzada contra el infernal instituto. La realidad es que han sido las instituciones vinculadas a la visión liberal, mitrista y porteña de nuestra historia las que tienen inscripta en sus propios objetivos la idea de “una sola y única interpretación de nuestra historia y una parcial narración de sus hechos”. Y lo único que los revisionistas de diversas tradiciones ideológicas y distintas expresiones políticas hemos intentado sostener a lo largo de todos estos años ha sido el derecho a un amplio debate, el derecho de existencia de otras voces, otras experiencias y otros intereses que los expresados por la historia oficial.

Publicaciones, libros, revistas, una página web, mesas redondas y conferencias son las actividades que hemos comenzado a planificar para 2012. En ninguna de ellas figura la de imponerle a nadie esta amplia, democrática y discutidora visión de nuestro pasado. Rechazar la invitación en nombre de una falsa acusación de autoritarismo es una de las peores manifestaciones de autoritarismo cobarde.

(Tiempo Argentino, 19 de enero de 2012)

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