Podríamos acudir a datos estadísticos, ahondar en documentos como el “Informe sobre las clases obreras argentinas” de Juan Bialet Massé, o en trabajos y discursos de Alejandro Bunge, Alfredo Palacios y José Luis Torres - entre muchos otros de muy diverso espectro ideológico- para demostrar que la justicia social, es decir, la presencia activa del estado en la defensa de los sectores más vulnerables de la sociedad, brilló por su ausencia durante las primeras cuatro décadas del siglo pasado en la Argentina.
Pero obligados a ser sintéticos, por la tiranía del espacio, nos valdremos simplemente de esta estrofa tanguera, compendio de la esencial inequidad que distinguió las relaciones sociales en la Argentina de aquellos años:
Un viejo verde que gasta su dinero
emborrachando a Lulú con su champán,
hoy le negó el aumento a un pobre obrero
que le pidió un pedazo más de pan.
Esa Argentina, mezcla obscena de despilfarro oligárquico y secular penuria popular, retratada por los versos de “Acquaforte”, comenzó a morir en la primavera de 1943, cuando Juan Domingo Perón, por entonces un ignoto coronel del arma de Infantería, se hace cargo del Departamento Nacional del Trabajo.
Desde ese oscuro ámbito burocrático, convertido muy pronto en Secretaría de Trabajo y Previsión –génesis del actual Ministerio de Trabajo-, Perón desplegará una política de reparación social sin parangones en la historia del país.
Medidas concretas como la incorporación de dos millones de personas a los beneficios del régimen jubilatorio, la creación de los tribunales de trabajo, el derecho al sueldo anual complementario y las vacaciones pagas o el revolucionario Estatuto del Peón, resistido con igual ardor por la Sociedad Rural y el Partido Comunista, fueron la “realidad efectiva” que los trabajadores argentinos debieron a la iniciativa del futuro coronel del pueblo.
O, mejor dicho, fueron parte de esa realidad, ya que, para medir en su auténtica dimensión la tarea realizada, hay que considerar aspectos menos tangibles, pero no por eso menos importantes, como la autoconciencia de la propia dignidad personal y, sobre todo, colectiva que los trabajadores recuperaron gracias al accionar de Perón.
A su accionar y a su palabra, bueno es aclararlo, ya que en la expresión del Secretario siempre se halla presente la preocupación por acortar la distancia social que separaba a la masa popular “de pata al suelo” de las “fuerzas vivas” o sectores tradicionalmente dominantes, a los que el mismo Perón desmitificaba llamándolos “los vivos de las fuerzas”.
“Hay que observar que los sabios rara vez han sido ricos y los ricos rara vez han sido buenos”, decía en discurso del 15 de octubre de 1944. Y agregaba: “Nosotros realizamos leal y sinceramente una política social, encaminada a dar al trabajador un lugar humano en la sociedad. Lo tratamos como hermano y como argentino”.
En ese contexto resulta explicable, y por qué no retrospectivamente regocijante, la preocupación expresada por un grupo de comerciantes e industriales opuestos a Perón: “el Secretario de Trabajo, con sus reformas, es quien amenaza los fundamentos del orden existente”.
Claro, el “pobre obrero” del tango había dejado de serlo. Ahora era un obrero a secas, conciente de su situación y seguro de su valer y de su destino.