La virtud moral del capitalismo: el dinero; su sentido común: el lucro. Lo demás es populismo.
La "ética" no integra el mapa conceptual de la derecha. Ni la ética periodística, ni ninguna otra. Por cierto, "derecha" no es un cliché pasado de moda, sino el genérico ideológico de nuestras clases dominantes. Si el orden social capitalista –que se cree a sí mismo natural, propio de la especie humana– ubicó a sus eternos ganadores en la cima del poder económico, cultural y político, para qué hacerse problema con planteos de índole moral. Si el capital no tiene ética (ni fronteras, ni patria, ni nada), por qué habrían de tenerla los periodistas a sueldo de él. No hace falta leer a Kant; con la noción de libertad individual que vertebra todo el sistema alcanza: poder comprar.
Concentrar riquezas es, para la derecha, el único certificado de buena conducta pasible de conseguir en el sistema. El único que cuenta. También, y especialmente, el actual esfuerzo gubernamental por alcanzar para los dos tercios de la sociedad desheredados por el capitalismo la felicidad relativa del trabajo y el salario dignos. No es poco. Tras décadas de oscurantismo neoliberal, la apertura nacional y popular es, aún con sus incompatibilidades, un escándalo.
La ley de ética periodística reclamada por la presidenta de la Nación sería al derecho humano a la comunicación lo que la sintonía fina es a la economía. Una normativa contra las avivadas de quienes tratan a diario con la información pública y sus múltiples deformaciones: la constante desinformación pública, la ocultación más sistemática, y hasta la más vulgar de las mentiras.
Como dijo Cristina ante Joseph Stiglitz, "el problema no es saber cosas, sino saber cosas que no son verdad". Quizás la ética pueda servir a crear el nuevo marco teórico, todavía pendiente de formulación, que de cuenta del posneoliberalismo. Pero la ética sin regulaciones estatales, ni la decidida intervención de los poderes públicos contra las "distorsiones" de los mercados, que condenan a millones, es puro cuento. La ética, el deber ser, la virtud son –más que mandatos morales– una decisión política. No es "como el hipo que se mueve solo", al decir del poeta Escudero, sanjuanino.
La derecha, por el contrario, está en otra cosa. El odio, que es constitutivo en ella, nunca es democrático. Se preocupa menos por los procedimientos, y más por los objetivos que se trazan quienes conducen los Estados. Es intrínsecamente golpista, no porque tenga la manía de voltear gobiernos, sino por su endémico interés en vulnerar el interés mayoritario, que siempre ha de rivalizar con el suyo. Más que por las formas del kirchnerismo, son sus contenidos los que le impiden pegar un ojo a la noche.
Para erosionarlo, sus voceros apelan a todos los mitos imaginables. A saber: el gobierno no sólo hace número en sus actos con peligrosos delincuentes, sino también "adoctrina" a niños en la más tierna edad, mientras van a la escuela, tal como lo hacía el primer peronismo. Para la derecha, todo lo que no modela el mercado, formando ciudadanos en el desinterés por el otro y el individualismo, es adiestramiento.
Antes, claro, Cristina se apresta a intervenir Cablevisión con un solo objetivo: conquistar la base de datos de la empresa para quedarse con "sensible" información sobre sus clientes (qué otra cosa que no sean sus nombres, apellidos y elecciones en canales premium).
Desde luego, la escalada estalinista no habría empezado la última semana. Los mismos opinadores habían sugerido que la eliminación progresiva (y, esencialmente, segmentada de acuerdo al nivel socio económico de los usuarios) de los subsidios a las tarifas del transporte público escondía una perversa intención estatal, más que inconfesable: controlar los viajes de cada ciudadano, accediendo al detalle de los horarios y destinos de sus traslados más corrientes. Ni qué hablar del dólar y los crecientes controles al mercado de cambios, los frecuentes "escraches" a periodistas y a los empresarios que incumplen sus obligaciones tributarias (como si la obligación del Estado no fuera cobrárselas).
Evidentemente, semejante trama argumental conduce a una única y drástica conclusión: el gobierno ya no es republicano, sino una peligrosa "dictadura democrática", con notable capacidad de movilización y fuerte legitimación electoral, lo que la vuelve aún más sórdida. Hasta las continuas operaciones de prensa por supuestos casos de corrupción se vuelven anodinas. Los "aprietes" de Moreno rinden más. No importa si el plexo probatorio debe apelar a una moción de censura, como hicieron con el aviso publicitario del gobierno nacional en el que el Ejecutivo da su parecer sobre el conflicto en los subtes. Asistimos a una extraña paradoja: que los denunciadores seriales del gobierno por sus constantes "ataques a la libertad de expresión", reclamen a la justicia contravencional porteña que prohíba y haga levantar del aire televisivo un spot en el que sólo se muestra información pública, que podría ser relativizada fácilmente por otro aviso que afirme lo contrario. ¿Un grosero acto de censura para corregir, en el peor de los escenarios, una noticia errónea?
Dice un diputado macrista de apellido aristocrático: presenciamos la "descomposición" del kirchnerismo. Y luego insiste: "Esto es ya cualquier cosa". Si sus aliados son forajidos y, como mínimo, jóvenes arribistas rentados por el Estado, ¿qué más excusas se necesita para proceder? Hasta Elisa Carrió reaparece en TN, sin contar el regreso al cielo mediático de Domingo Felipe Cavallo. En el medio, claro, la pobre, inocente, ingenua "gente", como en el subterráneo. Si la política vuelve rehenes de sus disputas a los ciudadanos, ¿para qué el sistema de partidos, las elecciones periódicas, la organizaciones gremiales? "Que gobiernen las corporaciones y listo", nos convidan a pensar.
Debido al gran consenso del que goza el proyecto iniciado el 25 de mayo de 2003, a la derecha argentina le van quedando cada vez menos caminos por explorar. Atenti, sin embargo: el Poder sabe cómo mantener su poder, porque lo conserva desde hace décadas. Si no dudó en cometer un genocidio para perpetuar su dominio, por qué no habría de forzar las formas democráticas. Cuando la objeción al gobierno roza zonas mucho más oscuras que la agria crítica, descendiendo hasta el prejuicio más elemental, eso quiere decir que detrás hay otra cosa.