Carmen Argibay puso el pie en la Corte Suprema en febrero de 2005, con 64 años y una descripción de sí misma que la pintaba como una “atea militante”, defensora del aborto y de los derechos de las mujeres. Pronto quedaría claro que era una forma de presentar otros de sus rasgos personales más fuertes, los que la hacían provocadora, intransigente e independiente incluso en la mecánica de un máximo tribunal lleno de personalidades fuertes. En aquel verano que llegó desde La Haya, donde integraba el Tribunal Penal Internacional, se convirtió en la primera mujer designada en democracia para la Corte, dispuesta a “dejar el sillón si hubiera presiones” y a “ser desagradecida” con quien la nombró, como diría cuando decidió votar en disidencia en el fallo que declaró la inconstitucionalidad de los indultos. “Carmencita” –como la llamaban con cariño– se mostraba entusiasta, pícara, enérgica, siempre con un cigarrillo en la mano, el compañero que fue limando su salud, como ella misma admitía con cierta resignación. Su impronta en la Oficina de la Mujer comenzó a marcar un cambio cultural en los tribunales, intentando desterrar la tradición patriarcal dentro y fuera de ellos.
Argibay fue internada el 30 de abril en el Instituto del Diagnóstico con una afección renal, cardíaca y pulmonar y falleció ayer a las 14.05, sin haber llegado a cumplir los 75 años. Al recibir la noticia de que su situación se volvía crítica, el presidente del alto tribunal y el juez Juan Carlos Maqueda se acercaron al sanatorio para acompañar a sus tres hermanas y sus sobrinos. Hacía tiempo que su salud flaqueaba y se la veía menos horas por la Corte. Cargaba una tristeza profunda, además, desde la muerte en 2012 de su madre, Ana Rosa, con quien había vivido casi toda su vida. Argibay no tenía hijos. El Palacio de Justicia abrió sus puertas ayer al anochecer para velarla desde las 21, en el hall de la planta baja, y volverá a abrirlas hoy para homenajearla en un acto que encabezará a las 11.30 su presidente, Ricardo Lorenzetti, y en el que estarán todos los integrantes de la Corte.
Cuando Néstor Kirchner la postuló para ocupar un lugar en la Corte, llovieron notas, cartas, críticas e impugnaciones de organizaciones ultracatólicas, pro vida y antidivorcio. Ella enfrentó airosa las maldiciones en una audiencia pública de tres horas y finalmente el Senado aprobó su pliego el 8 de julio de 2004 con 42 votos a favor, de oficialistas y radicales, contra 17 de peronistas como Eduardo Menem, Antonio Cafiero, Celso Jaque y Ramón Saadi. Tardaría unos meses en llegar porque tenía que terminar su labor como jueza en el tribunal de La Haya. En el ínterin, se cumplió el deseo que había manifestado públicamente en esos días: que por lo menos nombraran a otra mujer, que resultó ser Elena Highton de Nolasco, quien asumió el cargo antes que ella.
Con Highton tenía una larga historia en común, como fundadoras de la Asociación de Mujeres Jueces en 1992, y de la que Argibay siempre fue considerada “alma mater”. Su batalla por lograr espacios para las mujeres en el Poder Judicial e introducir una mirada con perspectiva de género era muy anterior y se remontaba por lo menos al día que el titular del juzgado donde trabajaba a principio de los años sesenta, Carlos Alberto López Lecube, le negó un ascenso a secretaria por el simple hecho de ser mujer. El problema, advirtió entonces, era mucho más grande que tener que usar falda a la fuerza aunque le gustaran los pantalones. Cuando le dieron el diploma de abogada renunció y se fue a ejercer la profesión.
No venía de una familia judicial ni de gente del Derecho. Su padre, Manuel Agustín Argibay Molina, era médico y fue ministro de Salud y Asistencia Social de Pedro Aramburu en 1955. Su madre era pianista, ama de casa con siete hijos. Su tío, Francisco Molina, el único judicial del grupo, y cuando era juez consiguió que un colega la contratara como auxiliar. Después de su breve paso por la profesión, Argibay entendió que no le gustaba y volvió a Tribunales. Terminó en el fuero de menores, donde trabajó, entre otros, con Alicia Oliveira –con quien tejió una fuerte amistad– y fue la primera mujer secretaria de superintendencia de la Cámara de Apelaciones en 1973.
Sin ser militante gremial ni peronista, pero con amigos en sus filas y dueña de un estilo arrollador, que generaba antipatía en sectores de Tribunales, Argibay fue detenida el 24 de marzo de 1976 y estuvo presa en el penal de Devoto durante nueve meses, sin que le abrieran una causa. Hizo grandes amigas en el penal, donde enseñaba inglés y francés para matar el tiempo. Mientras era una presa política, en septiembre de aquel año, la Cámara la dio de baja. Siempre contó que en la cárcel no fue torturada, pero bastaron el maltrato y las circunstancias para que allí sufriera, con 36 años, un preinfarto.
Con la vuelta de la democracia, en una experiencia lejos de la que conocía, empezó a escribir en la sección internacional del diario La Voz. En 1984 fue nombrada jueza de Sentencia con acuerdo del Senado. Cuatro años más tarde sería ascendida a camarista. Su experiencia internacional la tuvo en Tokio, en el Tribunal Internacional de Mujeres sobre Crímenes de Guerra para el enjuiciamiento de la esclavitud sexual que condenó al ejército japonés por crímenes de la Segunda Guerra. Luego en La Haya juzgó crímenes cometidos en la ex Yugoslavia.
Su papel en la Corte Suprema no fue exactamente el que muchos habían imaginado. Con su pasado como víctima del régimen dictatorial pocos esperaban que votara contra la anulación del indulto del represor Santiago Omar Riveros, ex comandante de Institutos Militares. Argibay sostuvo entonces que había “cosa juzgada” porque el perdón al ex militar ya había sido convalidado años antes por el próximo máximo tribunal. Ella aclaró que no era que le gustara votar así, y que no estaba a favor de los indultos, pero que creía que debía diferenciar “lo que es justicia de lo que es venganza” y a su entender no se podía juzgar a Riveros dos veces. Y sin embargo, en 2005 votó la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, el caso más resonante de esta Corte, que permitió la reapertura de los juicios contra los represores. “Nada puede oponerse a la búsqueda de la verdad y el juzgamiento de los responsables”, escribió en ese momento histórico.
En 2007 se encolumnó en un comunicado supremo que le pedía “mesura y equilibrio” al gobierno de Kirchner cuando criticaba al ex camarista de Casación Alfredo Bisordi por poner obstáculos en las causas de lesa humanidad. Argibay negaba un conflicto de poderes, pero fue crítica.
En los últimos años tendió a refugiarse en posturas más corporativas del Poder Judicial, lo que generó cortocircuitos con la Casa Rosada. Fue evidente cuando, como responsable de la llamada “Comisión de Independencia Judicial” dentro de la Corte, junto con Highton impulsaron un comunicado en respaldo a la Cámara Civil y Comercial que denunciaba supuestas presiones del Ejecutivo por el expediente de la ley de medios, y que terminó provocando el nacimiento de Justicia Legítima. Cuando finalmente la mayoría de la Corte falló en contra del Grupo Clarín, en respaldo a la ley, Argibay votó en una postura diferenciada (que también suscribieron Juan Carlos Maqueda y Carlos Fayt), que tenía entre sus argumentos que el cese compulsivo de licencias restringía el “ejercicio de la libertad de expresión”, como siempre alegó el multimedios.
En otros rubros, sorprendió su apoyo a una condena contra Romina Tejerina por la muerte de su bebé. Y generó controversias su defensa de la decisión de la Corte de revertir un fallo de Casación que ordenaba la libertad de 60 chicos menores de 16 años detenidos en un instituto, indefensos, sin juicio y con regímenes de adultos. Ella dijo que no se los podía soltar sin certezas de dónde irían porque se los dejaría expuestos. Argibay tenía la costumbre sistemática de hacer su propio voto en la mayoría de los fallos. En ciertos casos sus colegas ya sabían que iba contra la corriente, como en los de “arbitrariedad”: era reacia a decir que una sentencia había sido arbitraria. Esa tendencia permanente a discrepar irritaba mucho a algunos de sus colegas, que a menudo cuando se demoraba un fallo apuntaban el dedo hacia su despacho. Uno de sus votos que quizá más descolocó fue el que dejó una postura separada en el trascendente fallo sobre aborto no punible, que dejó en claro que la interrupción voluntaria del embarazo no es punible cuando es producto de una violación. Argibay coincidió en la esencia, pero se mostró menos categórica.
Muchos de sus colegas, mujeres y varones, aseguran que es enorme la impronta que dejó Argibay desde la Oficina de la Mujer, donde se proponía cambiar la cabeza del régimen patriarcal de los jueces, discriminatorio hacia adentro del sistema de justicia, con las mujeres que lo integran, y en su modo de abordar los casos de quienes recurren a él. Antes de Carmencita no existía nada parecido a la perspectiva de género. Es muy recordada la conferencia de jueces donde llevó una obra de teatro para mostrarles a sus colegas cómo ejercían ellos mismos la violencia de género. Sus amigos la recuerdan escuchando música clásica, dándose gustos gastronómicos y agarrando el cigarrillo a hurtadillas. Fue una persona muy querida. Un tiempo después de haber llegado a la Corte estaba contenta de poder “hacer cosas” y que con Highton demostraban que “cuando se quiere se puede”. “Ahora las locuras de Carmen –dijo– son una nueva Justicia.”
(Diario Página 12, domingo 11 de mayo de 2014)