La ola azul se dibuja en el horizonte con la misma nitidez que la debacle socialista. Empantanada en antagonismos internos, enroscada en una serpentina de escándalos ligados a la corrupción, sin línea ideológica definida, la derecha francesa recibió un regalo inesperado al cabo de la primera vuelta de las elecciones municipales celebradas el 23 de marzo pasado: quedó muy cerca de revertir el porcentaje que aún hoy favorece al Partido Socialista, el cual controla el 54 por ciento de las ciudades de más de 9000 habitantes. La derecha agrupada en el seno de la UMP puede mirar con optimismo histórico la segunda vuelta del próximo 6 abril. Entre 70 y 100 ciudades podrían pasar bajo su administración y, con ello, arrebatarle al PS su mayoría municipal. Objeto de un profundo voto castigo, con una deuda social e ideológica enorme, el gobierno socialista de François Hollande pagó en las urnas su tibieza, sus aggiornamentos, sus promesas negadas, su política fiscal y el caudal de decepcionados que dejó en el camino. Entre una derecha sin timón, pero emergente y una social democracia abonada al catálogo liberal, la ultraderecha del Frente Nacional encontró un espacio importante para afianzar su presencia en el tablero político francés.
En la primera cita de las municipales, el Frente Nacional se izó a niveles históricos y hasta forzó dos hazañas, una política y la otra moral. La política cuando conquistó, desde la primera vuelta, la Municipalidad de Hénin-Beaumont y se ubicó en posición de fuerza en decenas de otras circunscripciones. La moral, cuando la presencia de sus candidatos, en la segunda vuelta, cambió la reglas del juego que enmarcaban hasta ahora las relaciones entre los dos partidos de gobierno, la UMP y el PS, con la ultraderecha. Una barrera a la vez real y simbólica se derrumbó sin hacer mucho ruido. Hasta ahora, cada vez que un candidato de la extrema derecha pasaba a la segunda vuelta, se conformaba una suerte de Frente Republicano para evitar su elección. La fórmula se acabó. La derechista UMP optó por el llamado “ni ni”, o sea, cada vez que se produzca una votación triangular, la UMP no retirará su candidato, ni para favorecer al PS, ni para favorecer al FN. Ello le aporta el Frente Nacional un grado más de legitimidad, al tiempo que consagra la estrategia de limpieza total de los harapos filonazis emprendida por la hija del fundador del FN, Marine Le Pen. No sólo los resultados electorales certifican su exitosa marcha hacia adelante, sino también la percepción que la sociedad tiene de ese partido. Entre finales de los ’90 y principios del 2000, tres de cada cuatro franceses opinaban que el FN representaba un peligro para la democracia. La cifra bajó: sólo uno de cada cuatro ciudadanos piensa lo mismo. Marine Le Pen dirige desde 2011 el partido creado por Jean-Marie Le Pen. En términos de comunicación política, su conducta ha sido ejemplar. En apenas tres años le hizo subir al movimiento los peldaños de las urnas, puso entre la espada y la pared a los socialistas y a la derecha, empujó a ambos partidos a alejarse de los valores que Francia proclama en el mundo en lo que atañe a los extranjeros al tiempo que amplificó la propagación de sus ideas en la sociedad sin asustar a nadie. El muro que antes contenía la verborragia racista también se derrumbó. Como lo señala la actual ministra de Justicia, Christiane Taubira –objeto de constantes ataques racistas, en una entrevista publicada por el matutino Libération, “las inhibiciones que impedían que la palabra ‘racista’ se expresara se disolvieron. Cayeron las máscaras. En adelante, la palabra ‘racista’ se puede expresar a rostro descubierto en el espacio público, tranquilamente.”
Derecha y socialdemocracia fracasaron rotundamente en sus intentos de frenar el avance de la extrema derecha. Moralistas, culpabilizadores con los electores del Frente Nacional, ninguno de los dos partidos fue nunca capaz de aportar una respuesta a los interrogantes y los miedos de esos electores que votan por un partido de turbio pasado, pero que logró rediseñar su oferta política. En una entrevista a Marine Le Pen publicada por el vespertino Le Monde, la líder política francesa señala: “Estamos en el año cero de un gran movimiento patriota, ni de izquierda ni de derecha, que funda su oposición con la clase política actual sobre la defensa de la nación, el rechazo del ultraliberalismo, el europeísmo, un movimiento capaz de trascender las viejas divisiones y plantear las verdaderas cuestiones”. Todo cambió y nada ha cambiado. Marine Le Pen enjuagó el discurso xenófobo de la ultraderecha, pero las ideas de “pureza”, “Francia para los franceses”, “los extranjeros afuera” persisten. Los dos grandes actores de este momento político francés son la extrema derecha y el Partido Socialista. Uno porque gana, el otro porque ve desaparecer masivamente el capital acumulado en 2008. El FN estará representado en 229 ciudades en la segunda vuelta de las municipales. Sólo su presencia es ya una casi garantía de derrota para la socialdemocracia francesa. El PS está a punto de perder la ciudad de Toulouse, la urbe del sur de Francia apodada “la ciudad rosa”, bastión simbólico de la historia socialista. No hay nada excepcional en ello a la luz de la política gubernamental. François Hollande se hizo elegir en 2012 con un discurso antifinanza para someterse luego a los imperios de la Bolsa, con un giro neoliberal matizado de una política fiscal desfavorable a los ricos, pero que, al final, terminó recayendo en todo el mundo. El desempleo no cesa de aumentar y el gobierno no encuentra la sintonía entre el ejemplar modelo francés y la camisa de fuerza de la austeridad que impone la política europea. El PS apuesta como última esperanza por un “sobresalto nacional”, o sea, la movilización de los electores que hicieron posible la victoria socialista en 2012. Una apuesta incierta: para movilizarse es preciso generar entusiasmos, encarnar proyectos, hacer circular ideas, diseñar horizontes, abrir el sueño de las perspectivas. Ninguna mediocre gestión de almacenero liberal puede conseguir reavivar esa llama. François Hollande lo consiguió en 2012. En estos dos años de presidencia se dedicó a desmontar cada sueño, a borrar cada línea, a desinflar los entusiasmos, a copiar a la derecha, a encerrar el pensamiento político en una suerte de ineluctable fatalidad financiera. Nadie puede entusiasmarse con un proyecto semejante.
(Diario Página 12, domingo 30 de marzo de 2014)