HISTORIA / Fusilamiento del Coronel Martiniano Chilavert (segunda parte) / Escribe: Oscar Turone






(viene de la edición de ayer)

No era alto, aunque sí de aspecto vigoroso, algo entrado en carnes. Tras esos ojos castaños se adivinaba al demonio, evasivo, sensual. Al entrar Chilavert, se puso de pie tras un escritorio lleno de papeles y carpetas en desorden.

-Pase usted, coronel Chilavert. Tome asiento –dijo Urquiza en tono amable, señalando una silla.
-Estoy bien así, general –contestó Chilavert, manteniéndose de pie.

-Por fin nos conocemos, coronel. Me han hablado mucho de usted –dijo Urquiza con un dejo de ironía, mientras encendía un puro.
-Supongo lo que sus nuevos amigos le habrán dicho de mi.

-Cosas buenas y cosas malas coronel. Pero lo importante del caso es que usted se equivocó de tiempo y lugar…


-No hace mucho, ambos estábamos del mismo lado, general.
-La diferencia, coronel, es que no ha sabido adaptarse a estos tiempos que corren. Sabe bien usted, que de persistir con la política de Rosas, el país seguiría en este desorden, en estas miserias sujetas a la voluntad del hombre fuerte de turno. Sin constitución, coronel, jamás podremos organizarnos…

-Eso no le da derecho a que un ejército extranjero invada nuestro país –dijo Chilavert desafiante-. La constitución nos la podemos dar nosotros, sin esos brasileros esclavistas que tanto dinero le han prestado.

-Y usted. ¿quién es para decirme qué es bueno o malo para este país?
–contestó Urquiza poniéndose de pie.

-Un soldado que lleva cuarenta años peleando por su país y que de ninguna manera aceptará que fuerza extranjera alguna pise ésta, mi patria, aunque traigan constitución, emperador y todo el oro del mundo… Mil veces he de morir, antes de sufrir el oprobio de vender mi patria –Chilavert gritó estas últimas palabras.

Urquiza se sentó nuevamente. Hacía calor en la habitación. Las ventanas abiertas no alcanzaban a atenuar la pesadez del clima. Menos aún este coronel insolente y testarudo. Por un instante miró al coronel Martiniano Chilavert de pie, desafiante aun en la desgracia. Indomable, irreductible, así se lo habían descrito. No tenía ni ganas ni tiempo para discutir con este hombre. Llamó al soldado que esperaba afuera.

-Soldado, acompañe al coronel –y mirándolo le dijo con voz cansada:
-Vaya usted, nomás, coronel.

Chilavert giró sobre sus talones y marcando el paso salió de la habitación.

Urquiza se quedó pensando por unos minutos. "Mil veces he de morir. Mil veces…". Llamó a uno de sus edecanes. Le iba a dar el gusto al coronel. "Al coronel Chilavert me lo fusilan por la espalda, como a un traidor".

Una sensación de paz invadió el espíritu del coronel, mientras era escoltado por el soldado, desandando los senderos de Palermo. Nuevamente lo dejaron en el jardín. Ahora el soldado se quedó cerca. A poco de estar allí, pensando en todo lo que hubiese querido decirle a Urquiza sobre sus socios y alcahuetes, se le acercó un oficial, alto y delgado, con la casaca azul cerrada hasta el cuello a pesar del calor que no cedía.

-Coronel Chilavert, soy el mayor Modesto Rolón – dijo impostando la voz mientras hacía la venia. Chilavert no contestó- Debe acompañarme, coronel.

Sin decir palabra lo siguió.

El guardia caminaba tras ellos, a distancia prudencial. Caminaron los senderos del jardín que rodeaba la residencia de Palermo, hasta una de las casas donde se guardaban los elementos de labranza.

Seis soldados lo esperaban.

Fue entonces cuando Rolón, con tono desprovisto de toda emoción, le comunicó que el general Urquiza, comandante en Jefe del Ejército Grande, gobernador de la provincia de Entre Ríos y encargado de los destinos de la Confederación Argentina , lo condenaba a ser fusilado en forma sumaria.


El coronel recibió con calma la noticia que de ninguna forma lo sorprendía. Pidió unos minutos para reconciliarse con el Señor. Se apartó unos metros y lo escucharon rezar un padrenuestro en voz baja.

-Estoy pronto –dijo al fin.

Lo condujeron hasta el paredón.

Allí el coronel le entregó su reloj al mayor Rolón.

-Le pido un favor, mayor, entréguele este recuerdo a mi hijo que vive en la calle Victoria –El mayor asintió. El coronel Virasoro, que hasta ese momento había permanecido ajeno al trámite final, se acercó al pelotón. Chilavert se sacó el tirador y lo arrojó al piso.

-Esto es para ustedes –dijo, dirigiéndose a los soldados-, hay algo de dinero y unos cigarros. Repártanselos. Solo les pido que apunten al pecho.

Sabía que era bueno congraciarse con los verdugos, hacen la muerte más rápida.

Con resignada valentía se puso contra la pared.

Fue entonces cuando el oficial encargado del pelotón, se acercó a Chilavert y le ofreció un pañuelo para vendarse los ojos.

El coronel lo rechazó.

Había visto tantas veces la muerte ajena que no le molestaba ver la propia.

Casi en un susurro, el mayor Rolón le dijo:

-De espaldas, coronel.

Chilavert lo miró sin entender.

-De espaldas –repitió el oficial-. De espaldas, como un traidor.

Un golpe feroz dio en la cara de Rolón, que cayó unos metros más atrás.

-De espaldas, no. Como un traidor, no. –Se acercaron dos soldados para contenerlo. Sufrieron la misma suerte.

-Como un traidor no, como un traidor, jamás. –Se acercaron los otros soldados del pelotón para contenerlo. Como un puma herido enfrentó a todos.

–Tiren acá –decía-. Tiren al pecho, al pecho, que yo no soy un traidor. Traidores son los que venden a esta patria. Tiren al pecho.

Un facón brilló entre los golpes y empujones-.

-Al pecho, al pecho. Traidores son los que se entregan a un imperio de esclavos por unas monedas.

El filo cayó sobre la espalda del coronel, que ni así dejó de gritar:

"al pecho, tiren al pecho",

Otro filo dibujó su trayecto mortal contra el cuerpo del coronel.

"Tiren acá", y peleaba contra todos. Su camisa se tiño de sangre. Una y otra vez los facones y bayonetas se bañaron en esa sangre de valiente, que no dejaba de gritar, mientras se le iba la vida.

"¡No soy traidor, no soy traidor!".

Un sable le abrió un tajo en la cabeza. Fue entonces cuando cayó al piso. Virasoro sacó el revolver y descargó sus balas sobre el hombre que todavía no se resignaba a ser fusilado como un traidor.

En una convulsión final se señaló el pecho. Con un hilo de voz, murmuró por última vez

"como un traidor, no".

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