ARGENTINA / La mirada del prójimo / Escribe: Alberto Daneri






Compañeros son todos los que sufrieron una muerte injusta.

Jóvenes y mayores se marcharon al ritmo de unos corazones demasiado grandes que se los llevaron pronto, llevándose al mismo tiempo el corazón de los Otros, aquellos que amaban y los habían amado.

Con sus palabras cercanas al alma.

Con aquel duro deseo de más justicia social, deseo inventor de la nueva militancia política.


Con su misterioso y púdico tesoro, la solidaridad hermanada con el loco afán de darse a los demás.

¿Por qué cubrían con capuchas a quienes sabían que luego matarían?

Le temían a sus ojos.

Ellos, que decían ser Dios, temían la mirada de los corderos.

Les temían como a leones.

Esos ojos.

Subyugados por las llamas de su amor al país, lo inasible les quemaba el cerebro y el alma a desolados poetas de lo humano, sorprendentes, cálidos.

Héroes primigenios y silenciosos de la travesía de aquella nave que busca arribar a su puerto de destino: el cambio social, la inclusión para todos.

Daban su corazón porque pensaban generosos, con aciertos y errores, en los Otros.

No prestaban su llave a los egoístas.

En la noche, la patota secuestraba niños, mujeres, disidentes.

Desarmados.

Saqueaba bienes.

Mataba a 750 sindicalistas, cuyos compañeros hoy callan.

Los asesinos están orgullosos de una “guerra” nunca declarada a su propio pueblo.

Aquí no hablamos sobre patrioterismo.

Ni discutimos ideologías.

Aquí definimos la hombría.

Hombres ensañándose con los débiles.

Con la violación a mujeres.

E incluso a hombres.

Por ser hijo de un militante, el cuerpo de Andrés Avellaneda apareció con sus infantiles 14 años, empalado, sobre la costa del Uruguay.

Un mísero animal burlado, con un palo en el ano.

Otro niño que nunca conoció el perfume, la piel o el beso de una mujer.

Me has matado. / Dejaste en la pared mi sombra. / Ya nadie puede decirme nada. / Ni que me odia. Ni que me ama. / Me convertí en ausencia. // Olvidé cómo es el sol, cómo surge la luna. / He olvidado la risa fértil de mis hijos. /Tempestuosamente me has matado. Ya / No tengo gestos, ni grito. / No puedo pensar, ni leer. No suspiro. / Soy un silencio largo. / Nunca podré cerrar los ojos de mi madre. // He olvidado cómo asomarme a la ventana. / Soy sólo atisbo que duerme. / He olvidado cómo besar bajo los cipreses. / Soy desnuda memoria viva. // Me has matado. Llevaste impune / Mi cuerpo donde quiso tu poder. Llevaste / Mi mirada contigo. Tú / Me has dejado sin voz, la diste al viento. / Me has matado y continúas libre. // Dondequiera yo esté mi frío te condena. / Porque tú, que ilegal me has matado / No derramaste aún por mí una lágrima. (“Desaparecido”, 1995).


Los que están aquí no han olvidado nada, nunca olvidaron a sus amados.

Ni a los Otros.

A millares de cuerpos esfumados en una niebla helada.

En vano.

Porque-sus-risas-perduran-y- su-recuerdo-también.

¡Esas anécdotas maravillosas que sus amigos relatan, como un mago extrae el conejo de la galera!

Espalda contra espalda, ojos tabicados.

No divisan si pueden confiar unos en otros.

Miles enlazados en ese invisible nudo de miedo.

Olor a carne herida, alaridos diurnos, llantos que sudan el diario ácido de su íntimo dolor.

Espalda contra espalda.

Ciegos.

Tal vez recibir el calor de alguien otorga luz, fuerza.

Ah, ganar un día!

Espiando por debajo de la venda, otear una cara es como ver algo del cielo.

Cada noche aquel silencio sepulcral.

Espalda contra espalda, cadáver y respira.

Tiritar al temer la mano que toca el hombro para el avión.

El pastor mira al costado y el lobo devora a las ovejas.

Espalda contra espalda, adormecidos por el pentotal.

Muerte, dientes de penas, sangre filtrada en el agua, llovizna espoleándote al abismo, muerte, borrasca desvanecida entre lágrimas secas.

Bellas flores púrpuras de tantas mujeres-niñas que la ruindad torturaba y asesinaba.

Algunas dejaron su legado de hijos.

De hijos que la vida despliega como bandera para que cultiven el jardín de la memoria.

Y la historia no olvide a sus padres.

Un goce oscuro del Mal los dejó “sin lugar”, desaparecidos.

Ese lugar lo ocuparon Madres, Abuelas.

Y reaccionó la Sociedad.

Surgió un nuevo paradigma de amor: la memoria colectiva.

Al amigo desaparecido lo buscamos dentro nuestro para ver por un instante sus ojos, u oír por un instante su risa inolvidable.

Aún prospera cierta prensa que envilece.

Esa que elogia a los cavadores de tumbas.


O halaga las jaulas ruines del Proceso, al minimizarlas.

Olvidar, exige.

No canten todavía su victoria.

No saben si los ojos de carbón de leña se apagaron o arden.

Con su carga de fraternidad hacia los vulnerables, la memoria hoy es otra, combativa en democracia, pero siempre privada de rostros queridos, de besos que partieron, de risas lúcidas.

Quienes no vivieron aquel tiempo del desprecio, imaginen a alguien que conocen.

Alguien que en esta época les parece distinto pues se da a los otros en la villa, el hospital, el barrio.

Quizá no lo vemos, pero esa Mirada del Otro se posa en uno.

Este es nuestro modo de colocar flores en aquellas tumbas invisibles, en el mar que los devoró, en la tierra desconocida que les cobija.

Ellos las sembraron con su sangre derramada.

No basta con regar esas viejas flores con lágrimas.

Hay que ayudarlas, con la palabra y la memoria, a seguir floreciendo.

Image Hosted by ImageShack.us