HISTORIA / Fusilamiento del Coronel Martiniano Chilavert (primera parte) / Escribe: Oscar Turone






Casi al finalizar la batalla de Caseros, los únicos federales que mantenían su posición a toda costa, eran los infantes Pedro Díaz y la artillería del Coronel Martiniano Chilavert.

Escondidos tras nubes de humo negro, disparaban con todo lo que tenían.

Al acabárseles las balas y la metralla, cargaron piedras y cascotes del palomar que se caía a pedazos.

Cuando los cañones se pusieron al rojo vivo, les arrojaron baldazos de agua.
Y cuando faltó el agua, los soldados se turnaron para orinar sobre las moles humeantes.

La infantería seguía repeliendo el ataque, pero paso a paso las fuerzas de Urquiza iban concentrándose sobre estos valientes, haciendo imposible toda resistencia.


Sin municiones ni esperanzas, los artilleros comenzaron a huir a medida que los infantes de Díaz retrocedían.

Una polvareda indicaba el retorno de Lamadrid, que en el fragor de la carga se había desviado como una legua de su blanco.

Ahora volvía al campo de batalla cuando poco podía hacer.

Chilavert continuó disparando hasta que no tuvo absolutamente nada más que arrojarle al enemigo. "Mierda" dijo el coronel. "Una y mil veces mierda".

Con la última bala que le quedaba, apuntó personalmente hacia los imperiales que avanzaban sobre su posición.

Solo, sin hombres, ni balas, ni ganas de seguir peleando, el coronel Chilavert volvió a colocarse la guerrera azul con vivos rojos, sobre su camisa negra de humo y sudor.

Despidió al sargento Aguilar y encendió un cigarrillo con la brasa de los fogones.

El coronel se sentó a esperar la muerte que se avecinaba, cuando de pronto el capitán Alamán se acercó apuntándole con su revolver: "Ríndase oficial. Usted es mi prisionero".

El capitán no tenía la menor idea de con quien estaba hablando. Chilavert se puso de pie con infinito cansancio.

Sacó su pistola del cinto y le dijo al capitán con su voz de cañones, mientras le apuntaba: "Si me toca, señor oficial, le levanto la tapa de los sesos, pues yo lo que busco es a un oficial superior para entregar mis armas".

Alamán, intimado por la firmeza de la actitud, mandó a buscar al coronel Virasoro.

Sin soltar el arma, Chilavert se quedó en silencio pitando su cigarro.

Cientos de soldados se acercaron para ver el espectáculo.

El prisionero amenazaba al oficial que lo intimaba a rendirse.

Mudos esperaron el desenlace. A poco llegó Virasoro, deteniendo su overo a poca distancia de Chilavert.

-Aquí estoy, coronel –anunció sin apearse del caballo-. Soy el coronel Virasoro.

Chilavert se acercó y le extendió su pistola y su sable: - Señor coronel, aquí me tiene a su disposición. Le aclaro que no puedo caminar. Si me quita el caballo, prefiero que use esa arma para pegarme cuatro tiros acá mismo.

- No tema usted, coronel Chilavert.

-¿Cómo sabe mi nombre? –dijo asombrado.

-Quién no conoce su fama, coronel….

Chilavert le devolvió una ligera reverencia. Venciendo el dolor, montó a un caballo que le acercaron.

-Ahora lléveme con su general, coronel.

-A la orden –dijo Virasoro, marcando el camino hacia Palermo.

El coronel Martiniano Chilavert fue conducido a Palermo, donde Urquiza había organizado su Estado mayor y el gobierno provisorio de la ciudad.

Permaneció sentado sobre uno de los bancos del jardín.

Aunque Virasoro había dado la orden de permitirle montar a caballo, Chilavert debió caminar las últimas cuadras hasta Palermo, entre dolores brutales y el cansancio.

Mientras se recuperaba, veía como oficiales y edecanes entraban y salían de las habitaciones, llevando y trayendo muebles.

Entre ellos le llamó la atención un hombre de unos cuarenta y cinco, quizás cincuenta años, pelado y con bigote unitario, vestido con un uniforme exuberante, a la moda del ejército francés.

Chilavert, que había pasado casi toda su vida entre los ejércitos nacionales, no conocía, ni había escuchado hablar de semejante personaje.


Curioso, detuvo a uno de los oficiales que lo había apresado.

- Perdóneme la pregunta, pero podría usted decirme quien es ése de quepis azul.

-¿Cuál? –preguntó el oficial.

-Ese de uniforme azul con galones…. Ese con plumas de general.

-Ah, ése….. El de las plumas. Es el boletinero del ejército.

-¿Hasta tienen boletinero? –se asombró Chilavert, ya que en cuarenta años de guerra, pocas veces había servido en ejército alguno que contara con semejante lujo.

-Si es uno de los nuevos amigos del general. Creo que se llama Sarmiento, Domingo Sarmiento, y me parece que anda medio chiflado.

El nombre le sonaba a Chilavert. Era uno de esos unitarios que, desde Chile, descargaban su pluma contra el régimen de Rosas.

Vaya forma de conocerlo.

El coronel anduvo por horas sentado, esperando. Pensaba en su esposa, en su hijo. Pensaba en el día en que lo conoció a San Martín. Pensaba en su padre. En las batallas que ganó y en las que perdió. Pensaba en Lavalle y en Oribe, en Rivera y en Paz. En esas horas más de una vez tuvo ocasión de escaparse. El desorden era absoluto. Pero no quiso. Aceptaba su condición mansamente.

Como oficial y caballero, él era un prisionero de guerra que no iba a aprovecharse de las ventajas que el enemigo le daba. Una cosa era una batalla. Otra era asumir su papel de oficial prisionero. El mismo se había entregado y no iba a faltar a su palabra. Así permaneció hasta que una voz sonó a sus espaldas. Un soldado con pechera blanca sobre su blusa punzó estaba parado a su lado.

-Usted es el coronel Chilavert?

-Para servirle – Contestó

-El general Urquiza desea hablarle.

-Y yo también quiero hablar con su general –se levantó. Vamos pues.

En el camino Chilavert se abrochó la guerrera y pasó sus manos por el cabello desordenado. De poco sirvió, pero tampoco era cuestión de presentarse ante Urquiza como un reo, aunque lo fuera. Llegaron hasta la habitación que le había servido de escritorio a Rosas. Recordó sus paredes, los muebles espartanos, la lámpara de aceite, los pocos libros dispersos en la biblioteca. El soldado golpeó la puerta. Una voz grave ordenó que pasara. Chilavert entró solo al cuarto. Allí estaba el generalísimo Justo José de Urquiza, Comandante en Jefe del Ejército Grande, gobernador de Entre Ríos y nuevo amo de la Confederación, la República, la dictadura o el orden que él quisiese imponer para manejar los asuntos de la Argentina por los próximos años.

(sigue en la edición de mañana)

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