"Eres del pago la más hermosa / eres la rosa de Guaymallén", cantaba el gran Hilario Cuadros, a la mujeres de la bella tierra que sabe a pueblo, a vergeles de álamos y carolinos, clavel del aire, malvones y rosales. El Bermejo, El Borbollón, la Lagunita, la Colonia Segovia, hombres de sudar a pala y pico. Tierra de la Calle Larga y la Media Luna, transitada por la poesía proletaria, revolucionaria y social del Armando Tejada Gómez, del Oscar Mathus, su guitarra y sus canciones, la voz de la Negra Mercedes, y las utopías de decenas y centenas de púberes y jóvenes tras los espejitos de colores ofrecidos en el mercado de las luminarias. Míticas calles de las soleadas veredas y el Gran Zanjón con nombre de cacique huarpe, Guaymallén. Descendiendo más allá y más abajo, cuando hace el recodo, las viñas y los frutales, un horizonte más ancho y el cielo luminoso. "Aquí el mundo es chiquitito, pero alcanza", decía el Ramón Mendoza, muy dado en filosofar, obrero ferroviario, pero "emperrado", como decía el Lolo, a ser filósofo.
Tan precisas eran las fronteras en esos territorios de Guaymallén, como inalterable la geografía humana en torno a razas y clases. Si los nativos la trajinaban sin remilgos, menos cohibidos la transitaban y se sentían el árabe calcinoso y mercader, el tano vocinglero, el gallego escuálido. Y qué decir de los nativos hermanos como el chileno Ortuvia, el paraguayo Navarro, el oriental del Cacho, la rara presencia del alemán Kaput -así le decían-, gente grande de singulares cualidades, que despertaban la atención y el respeto de los muchachos en los ámbitos sociales donde solían convivir, como los bares y los clubes, el Pedro Molina, el Sayanca, el Aníbal Ponce, de prosapia comunista, una indudable perla en la constelación de la Calle, del Guaymallén.
Y también los ángeles malos, atraídos por lo superfluo que le ofrece el mercado, todo lo que le ofrecen las luces de las marquesinas, todo lo que el magro salario no le puede dar. Y entonces, los sueños sustitutos de la realidad excluyente de las utopías. Y entonces la violación del alma propia, los efluvios virtuosos del alcohol y la droga. Y entonces la frustración y la violencia. La autoflagelación y el holocausto de cuerpo y alma para mitigar la decepción de la vida. Y entonces el desquite por su vida mutilada por la vida del otro, a como sea y por lo que sea. En Guaymallén se repiten casi cotidianamente los dramas de la existencia -vida y muerte- casi con el mismo ropaje de cualquier otro rincón del mundo.
Y entonces Juan Brovarone, jefe de gabinete en la comuna de Guaymallén, dolorido y embroncado por lo que dejó una embestida patotera y violenta la noche del martes pasado en un cotejo de fútbol en el polideportivo de Guaymallén -el Poliguay-, o sea la muerte por un balazo. Asesinado a mansalva por alguien de la patota. O la patota. Y Brovarone, un indignado estructurado institucionalmente. Está a favor de la pena de muerte y resalta sus argumentos: "...la política ha perdido terreno y la sociedad va camino a una guerra... nos guste o no nos guste. Siempre la realidad va adelante. Desde la política se plantea el desarme de la sociedad con un discurso armado y públicamente correcto. Pero la realidad indica que los únicos que se desarman son los civiles, mansos y pacíficos, mientras que estos SERES cada vez más, más armados están... estoy a favor, y siempre lo estuve, de la pena de muerte seguida de un justo juicio. No me importa lo que dirán..."
No son pocos los justicieros de la mano dura. Pero Brovarone se destaca por su firme decálogo de justicia. Un verdadero justiciero, como en las películas yanquis.
(Fuente: LA QUINTA PATA)