Carlos Marx, aquel notable intelectual que teorizara y predicara la liberación final del proletariado internacional, muchas veces endiosado o calumniado, ha dejado su semblante serio, deshumanizado, en su retrato más difundido. Sin embargo, como todo hombre de carne y hueso, tuvo su costado sensible y romántico. Ante su fiel amigo, Friedrich Engels, llegó a admitir: “...mi espíritu está en gran parte absorbido por el recuerdo de mi esposa, que fue la mejor parte de mi vida”.
¿Quién fue aquella mujer que acaparó el amor de Marx? Era ni más ni menos que Jenny von Westphalen, hija de una aristocrática y reaccionaria familia prusiana, a la que había conocido en su infancia y con quien había mantenido una intensa amistad. Se comprometieron en 1836 y se casaron en 1843, cuando Marx tenía 25 años y ella, 28. Tuvieron siete hijos, de los cuales sólo tres –todas mujeres- superaron los treinta años.
De Marx, se dijo que fue un pésimo marido, “incapaz de llevar el presupuesto familiar”. No faltaban razones. A raíz de las persecuciones, los exilios y la intensa actividad militante, la familia debió soportar las peores miserias, apenas subsanadas por algún ingreso propio y los aportes de buenos allegados. Además, Marx había caído en las tentaciones de la infidelidad, llegando incluso a tener un hijo que crió su amigo Engels.
Sin embargo, sus cartas de amor, tardíamente conocidas, descubrieron un costado largamente ignorado. Tal había sido el desconocimiento, que su hija Eleonor llegó a escribir que “no hay leyenda más graciosa que la que pinta a Marx como persona dura, sombría e intratable”. Eleonor sostuvo que su padre había sido “el hombre más vivo y jovial de cuantos he conocido, con un derroche de humor y alegría de vivir rebosante, con una sonrisa contagiosa e irresistible; el más amable y delicado y sensible de los camaradas...” y no dejaba de hablar del amor de sus padres: “Durante toda la vida Marx no sólo amó a su mujer, sino que estuvo enamorado de ella. Tengo delante de mí una apasionada carta de amor, que parece escrita por un joven de 18 años...”.
Es justamente esta carta, a la que hace referencia Eleonor Marx, la que acercamos en esta oportunidad para homenajear a los enamorados de febrero. Jenny falleció el 2 de diciembre de 1881. Poco más de un año después, la acompañó el gran inspirador de las luchas comunistas de las décadas posteriores.
Fuente: Marx-Engels. Collected Works, Vol. 40, London, Lawrence and Wishart, 1983, pág. 54. [Traducción de www.elhistoriador.com.ar]
Carta de Carlos Marx a Jenny von Westphalen
34 Butler Street, Greenheys, Manchester, 21 de junio de 1856
Querida mía:
Te escribo otra vez porque me encuentro solo y porque me apena conversar contigo siempre sin que lo sepas ni me oigas, ni puedas contestarme. Aunque tu retrato es malo, me sirve perfectamente, y ahora entiendo cómo es que aun los retratos menos lisonjeros de la madre de Dios, las “vírgenes negras”, tienen sus más celosos admiradores, y más admiradores aun que los buenos retratos. Por lo menos, ninguno de aquellos oscuros retratos de las “vírgenes negras” ha sido tan besado, ninguno mirado con tanta veneración y adorado como la foto tuya, que aunque no es lóbrega, sí es sombría y de ninguna manera refleja a su querido, encantador, besable y dulce rostro. Pero al poner en derecho lo que los rayos del sol mal han representado, descubro que mis ojos, estropeados por la luz del quinqué y el humo de tabaco, son capaces de verte no sólo en sueños, sino también en la realidad. Y allí estás, delante de mí, grande como en la realidad, y te puedo levantar con mis brazos y te beso el cuerpo entero, y caigo sobre mis rodillas delante de ti y lloro: “Querida, te amo”, y te amo de veras, con el amor más grande que jamás se haya sentido en los páramos de Venecia. Falsa y asquerosamente, el mundo forma imágenes superficiales. ¿Quién de mis muchos calumniadores y enemigos de lengua venenosa alguna vez me ha reprochado por hacer el papel de galán en un teatro de segunda categoría? Y es verdad. Si los sinvergüenzas hubiesen tenido algo de ingenio, habrían trazado el cuadro: por un lado, “las relaciones productivas y sociales” y, por el otro, yo mismo a tus pies. Debajo habrían escrito: “Contemple este cuadro y el otro”. Pero estúpidos son esos sinvergüenzas y estúpidos permanecerán, en seculum seculorum [para toda la eternidad].
La ausencia momentánea hace bien, pues vistas de cerca, las cosas parecen demasiado iguales para que podamos distinguirlas. Hasta las torres, vistas de cerca, parecen enanas, mientras que lo pequeño y lo cotidiano, cuando lo tenemos delante, crece en demasía. Lo mismo ocurre con las pasiones. Los pequeños hábitos, en la cercanía, cuando los sentimos encima, toman forma pasional, y desaparecen tan pronto como su objeto escapa a nuestra vista. Y las grandes pasiones, a las que la cercanía del objeto convierte en pequeños hábitos, se agigantan y cobran de nuevo su forma natural por el efecto mágico de la lejanía. Eso es lo que sucede con mi amor. Basta que te alejes de mí simplemente cuando te sueño, y en seguida me doy cuenta de que el tiempo sólo le ha servido para lo que el sol y la lluvia sirven a las plantas; para crecer. Mi amor por ti, en cuanto te alejas de mi lado, se revela como lo que es, como un gigante en el que se concentra toda la energía de mi espíritu y todas las fuerzas de mi corazón. Vuelvo a sentirme hombre, porque siento una gran pasión, y la variedad en que nos embrollan el estudio y la cultura moderna, y el escepticismo con el que inevitablemente enfrentamos todas las impresiones subjetivas y objetivas, tienden a hacernos a todos pequeños y débiles, y quisquillosos e indecisos. Pero el amor, no por el hombre feuerbachiano, ni por el metabolismo de Moleschott, ni por el proletariado, sino el amor por la amada, el amor por ti, vuelve a hacer hombre al hombre.
Reirás, mi corazón querido, y te preguntarás “¿por qué esta retórica de repente?”. Pero si yo pudiese presionar tu pecho dulce contra el mío, yo quedaría mudo y no pronunciaría ni una palabra. Ya que no puedo besarte con mis labios, lo haré con mi lengua y mis palabras. Yo podría, en verdad, aun armar versos, de los Libros sobre las penas alemanes, al estilo del Libri Tristium de Ovidio. Él, sin embargo, sólo había sido desterrado por el Emperador Augusto; en cambio, yo he sido desterrado de usted, y eso es algo que Ovidio no podría entender.
Hay, en verdad, muchas mujeres en el mundo, y algunas de ellas son hermosas. ¿Pero dónde más encontraré una cara de la cual cada gesto, cada arruguilla aún, logre recordarme las mejores y más dulces memorias de mi vida? En tu dulce rostro puedo aún leer mis infinitas penas, mis irreemplazables pérdidas, pero cuando beso tu dulce cara alejo mi dolor. “Enterrado en sus brazos, revivido por sus besos” -en tus brazos, así es, y por tus besos- y dejen a los brahmanes y a los pitagóricos conservar su doctrina de la reencarnación, y al cristianismo su doctrina sobre la resurrección. (...)
Adiós mi querido corazón. Mil besos para vos, y para los niños también, de
Tu Carlos.
(Fuente: www.elhistoriador.com.ar)