En estos días pareciera que no hay más tema que el calor, que todo lo quema y especialmente el humor de los porteños. La política, el dólar, las acusaciones mediáticas y las amenazas de estatización de los servicios eléctricos son, por decirlo así, meras expresiones de lo mismo: el calor abrumador, que como en El extranjero de Albert Camus todo lo determina y condiciona, y en particular las más reprochables conductas humanas.
A mí esta semana me tocó viajar por dos provincias argentinas –Santa Fe y Córdoba– en automóvil y con un promedio de 40 grados centígrados, lo que no significó, ni mucho menos, el cruce del Aqueronte pero sí una incursión en realidades paradójicas.
La primera y más grande es la riqueza y abundancia que todavía se aprecia no sólo en los campos sino también en pueblos y ciudades. Están a la vista los inmensos campos sembrados de girasoles, maíz y soja, sobre todo soja, a lo largo de cientos, miles de kilómetros. Eso es lo que se ve desde todas las carreteras, principales o secundarias.
La segunda observación es la casi desaparición de bosques, que en el caso de Córdoba es además una burla porque cada tanto se ven gigantografías que hablan de la preservación de bosques nativos por parte del gobierno provincial, en un contexto de evidente inexistencia de tales bosques.
Y la tercera, dolorosa comprobación, es la casi total desaparición de ganado vacuno, que antes –hago estos viajes dos o tres veces por año, desde hace décadas y entrando a muchos poblados– era el protagonista principal del paisaje. Ya casi no se ven vacas en esas pampas, y desde luego, no son creíbles las argumentaciones acerca del ganado en feedlots ni la que supone perversas políticas gubernamentales dirigidas a liquidar los stocks ganaderos. Más bien parece evidente que los productores se pasaron a la soja por cuestiones de bolsillo. Lo que es lamentable pero también lógico al no haber una clara política agrícola-ganadera nacional que equilibre lo desequilibrado.
Como sea, no sólo es otra geografía la que se observa en las provincias, sino que también en términos sociales el cambio es apreciable. Innumerables pueblos y ciudades de menos de 20 mil habitantes siguen viviendo como hace años, cordiales y amistosos, sumidos en lo que el poeta Alfredo Veiravé llamó “siestas sacramentales”. Las ciudades emergentes, de entre 20 y 100 mil almas, como Reconquista, Arroyito, Rafaela o San Francisco, son hoy centros industriales a la vez que agrícolas, y parecen mostrar pleno empleo junto con los naturales conflictos entre las tradiciones y la siempre agresiva “modernidad”.
Son las grandes ciudades las que reproducen, del peor modo, la crisis que la Argentina ha vivido desde la dictadura –alfonsinato y menemato incluidos– y con el coronamiento del bestializado ingreso al tercer milenio: pobreza e indigencia extremas, villas miseria ofensivas para la dignidad humana, dormideros abominables y todo con visible carencia de agua potable y los servicios más elementales. Son núcleos aquí más grandes, allá más pequeños, que rodean a las grandes capitales: Santa Fe, Rosario, Córdoba, cada una de las cuales reproduce en escala los horrores de los más horrorosos puntos del conurbano bonaerense. No sólo son productores de las peores conductas sociales, sino también acusaciones rotundas a las pésimas políticas llevadas a cabo desde los poderes locales.
En ese contexto, las policías camineras salen a las rutas casi exclusivamente para coimear. Sea cual fuere la infracción que se cometa, grande o pequeña, e incluso si no se comete ninguna, cada control o retén (me tocaron ocho en cuatro días) desencadena una cuasi graciosa –sí que vergonzosa y lamentable– esgrima verbal entre el uniformado que busca modos de que el supuesto infractor acepte “arreglar” y el conductor en muchos casos ofendido y frustrado. Y es que no todos los que van al volante practican la única respuesta recomendable: o me deja seguir o me hace una boleta, pero dinero no le doy.
En Buenos Aires, en cambio, todo esto puede parecer exótico, quizá porque allí la furia siempre tiene directores, como tiene prensa y tiene fogoneros al servicio de los más cretinos intereses. Allí, a diferencia de las provincias, hay un enorme esfuerzo en marcha para desestabilizar. Como en los avisperos, se trabaja arduamente para que los gobiernos no terminen y para ello siempre son propicios los veranos calientes. Antiguamente muchos golpes de Estado se hicieron en marzo o después. Y fue al final de un verano que cayó Alfonsín, como fue en verano que Menem terminó su deshilachado mandato y fue en otro caliente verano que le estallaron el gobierno y la sociedad a De la Rúa.
Al menos por lo que se vio en la tele estos días y el clima pre bélico que estimulan ciertos medios, es evidente que una vez más hay quienes hacen esas tareas, como bien lo delatan los grandes diarios. Y así, más que nunca, hoy este país es dos países. Ha de ser, como diría Camus, por obra del calor.
(Diario Página 12, domingo 29 de diciembre de 2013)