El 12 de junio de 1956, en la antigua penitenciaría de la calle Las Heras, fue fusilado el general Juan José Valle, líder del frustrado levantamiento cívico-militar del 9 de junio contra el gobierno del general Pedro Eugenio Aramburu. Aramburu había asumido el gobierno de facto el 13 de noviembre de 1955, tras la autodenominada “Revolución Libertadora”, que derrocó a Juan Domingo Perón en septiembre del mismo año. Durante su gobierno se intervino la CGT, se persiguió a la clase dirigente peronista, y hasta se prohibió todo tipo de mención de términos o frases vinculadas al peronismo.
El decreto 4161, del 5 de marzo de 1956, establecía: “Queda prohibida la utilización (…) de las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas y obras artísticas (…) pertenecientes o empleados por los individuos representativos u organismos del peronismo. Se considerará especialmente violatoria de esta disposición, la utilización de la fotografía retrato o escultura de los funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones ‘peronismo’, ‘peronista’, ‘justicialismo’, ‘justicialista’, ‘tercera posición’, la abreviatura ‘PP’, las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las composiciones musicales ‘Marcha de los Muchachos Peronista’ y ‘Evita Capitana’ o fragmentos de las mismas y los discursos del presidente depuesto o su esposa o fragmentos de los mismos”.
En este contexto, no era fácil para el movimiento peronista resistir el intento dictatorial de hacer desaparecer todo vestigio del pasado reciente. Los comandos de la resistencia, fabriles o barriales, estaban escasamente coordinados y las directivas del líder exiliado apenas se comprendían. Para muchos peronistas, ante el retraimiento de los políticos y el golpe a los sindicatos, la vía golpista con militares leales no dejaba de ser tentadora, aunque a Perón no le sedujera la opción.
Aun así, el sábado 9 de junio de 1956, a casi un año del derrocamiento de Perón, el Movimiento de Recuperación Nacional, al mando de los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, organizó una rebelión armada peronista, con participación civil y militar, al estilo de las viejas revoluciones radicales. El epicentro del alzamiento estuvo en el Regimiento 7 de Infantería de La Plata y la Guarnición de Campo de Mayo, mientras que en provincias como La Pampa se produjeron los mayores avances rebeldes.
El intento concluyó al cabo de unas pocas horas. Tres días más tarde, el 12 de junio de 1956, uno de los líderes del alzamiento, el general Valle, fue fusilado junto a otros civiles y militares. La medida contribuiría a profundizar todavía más los odios y rencores.
A continuación reproducimos un artículo aparecido en la revista Mayoría el 3 de junio de 1957, casi un año después de las ejecuciones, una crítica fulminante del accionar del gobierno de facto de Aramburu.
Fuente: Revista Mayoría, N°9, 3 de junio de 1957, págs. 12-15.
Se abre ante la historia el proceso de los fusilamientos de junio de 1956
El lector se preguntará qué nos mueve a abrir este proceso tan doloroso y candente, reavivando congojas y rencores que más valiera dejar evaporarse a través del tiempo, que todo lo borra o mitiga. Y bien, nos mueve el convencimiento de que la generación testigo del hecho debe apresurarse a juzgar de nuevo a los actores, antes de que se opere la prescripción, para rehabilitar a los condenados injustamente y condenar aunque sea moralmente a los que fueron jueces y parte, por lo tanto, jueces prevaricadores. Y en este sentido, acusamos, no tanto a los militares que se responsabilizaron de la despiadada represión, como a las sectas entre marxistas y liberales, de principios laicistas y métodos jacobinos, que los azuzaron continuamente para que llevaran el escarmiento a su máximo rigor. Para esas sectas sin Dios ni Patria, nada hay tan odioso como una nación cimentada en la unidad de sus tradiciones heroicas y cristianas, y como una sociedad equilibrada, en que el mismo proletariado, en lugar de perder sus últimas libertades y sus últimos bienes morales siguiendo mentidas banderas de redención internacional, se aferra a la Fe de sus mayores y al amor de su tierra. Esos señores intelectuales, que dicen predicar el progreso y combatir la regresión, son los verdaderos culpables de los crímenes que ahora se van a esclarecer y que hasta este momento habían permanecido ocultos bajo el silencio cómplice de la prensa “libre e informativa” o adulterados bajo los embustes o reticencias de las versiones oficiales. Estamos sirviendo a la verdad histórica y a la justicia humana, no azuzando pasiones ni clamando venganzas. De todas maneras, los muertos no resucitarán ni su memoria se glorificará con la muerte de otros. Sólo ambicionamos que la historia se escriba al menos esta vez como se debe, y no como la quieren ver escrita los vencedores de la última batalla, y que el juicio de la generación presente como de la posteridad rehabilite la memoria de los que lucharon, no por esclavizar a sus hermanos, sino por un lejano y noble ideal de reparación y concordia argentina.
A ellos, este homenaje de verdad y justicia.
El 13 de junio del pasado año los diarios del país, estrictamente fiscalizados por la dictadura, dieron el siguiente comunicado: “Fue ejecutado el ex general Juan José Valle, cabecilla del movimiento terrorista sofocado”. Ni una palabra más. Y aun esta escueta información ocupaba un rincón de los diarios, con caracteres pequeños, perdida entre un fárrago de noticias insubstanciales.
¿Qué había pasado? ¿Por qué la ejecución del jefe del movimiento revolucionario era ocultada cuando, en los días anteriores, toda la prensa y la radio había pregonado estrepitosamente el motín revolucionario y las ejecuciones de docenas de militares y civiles?
Sencillamente: porque la muerte del general Valle revestía todas las características, no de un fusilamiento, sino de un verdadero asesinato. ¡Así, sin atenuantes! Desde que el día anterior, el 12, el gobierno había comunicado el cese de las ejecuciones. “No habrá ya más penas de muerte. El primer magistrado ejercerá su poder de gracia”, así lo pregona La Nación de esa fecha, en primera página. ¡Poder de gracia! ¿Ejercería Aramburu su poder de gracia? Todas las leyes de todos los países civilizados confieren, en efecto, al supremo mandatario el poder de dictar el cúmplase a una sentencia de muerte o de conmutarla. Sabiamente procuran las leyes rodear de benevolencia y no de despotismo al mandatario.
Pero Aramburu había cumplido exactamente al revés su “poder de gracia”. Contra todo derecho, contra prácticas inmemorables, contra el dictado elemental de la ética había trocado en pena capital los años de cárcel sancionados por los tribunales militares a los amotinados de Campo de Mayo, de la Escuela Mecánica de la Armada y del Regimiento 7 de La Plata. Los “fines de la Revolución Libertadora”, los famosos “fines” ante los cuales la Constitución Nacional, el Derecho Natural y de Gentes, y aun la Ética han suspendido tantas veces sus dictados, le han concedido a Aramburu un arma nueva, no esgrimida aún por mandatario ninguno de este mundo, el “poder de gracia”.
Aramburu condenó a muerte a una multitud impresionante de oficiales, suboficiales y soldados a quienes los tribunales militares sólo habían aplicado años de cárcel. El capitán Eloy Luis Caro –para poner un ejemplo concreto–, juzgado y condenado, el día 10 de junio, a dos años de prisión por un tribunal militar, fue condenado a muerte por Aramburu y ejecutado a las cuatro de la mañana del 11. El tremebundo “poder de desgracia” que le permite a Aramburu fulminar sentencias de muerte, desde su trono omnipotente de la Casa Rosada, ¿iba a convertirse en “poder de gracia” humano y bondadoso en favor de Valle? Ya podían proclamar las radios el cese de las ejecuciones, ya podía Aramburu dar su palabra a la Suprema Corte de terminar las matanzas. No estaba satisfecha en su sed de escarmientos. Valle tenía que morir. Lo exigían así “los fines” de la Libertadora.
Si las intenciones de Aramburu y su círculo, en la tarde del 11, eran proseguir las matanzas, ¿qué le pudo impeler a pregonar la cesación de los fusilamientos, comprometiendo su palabra, su honor militar, su dignidad de Presidente y aun de hombre? La proclamada conmutación de la pena máxima, ¿fue sólo una treta para lograr nuevas redadas de incautos? Si el gobierno se avino a empeñar una palabra que no estaba dispuesto a cumplir, fue, en primer lugar, porque la nación entera, ante los ajusticiados en masa, había caído presa de pánico colectivo. Se había fusilado a centenares sin proceso y aun a veces sin la debida identificación de las víctimas.
Caen muchos inocentes
Así, por ejemplo, en la trágica noche del 9 al 10, fue sacrificado un conscripto detenido por prófugo desde hacía días en la comisaría de Lanús. El pobre muchacho no tenía ni la menor idea del motín. Lo arrolló la ola mortífera sólo porque sí. Enloquecido de espanto, clamaba:
-¡Soy desertor! ¡No sé nada de revoluciones! ¡No me maten!...
-¿Desertor vos? Vos son un peronacho inmundo –le contestó el oficial de Marina, encargado de las ejecuciones, y lo empujó al muro de las matanzas.
Aquella misma trágica y helada noche del 9 se practicó una cacería de muchachos en el camino de Chilavert a José León Suárez, según empezamos a narrar en el número anterior bajo el título de La Operación Masacre. Allí quedaron al raso una decena de cadáveres, desangrándose bajo las estrellas, en medio de un silencio y una soledad terribles. Muchachos ajenos al motín. Se los sacó de sus casas y se los llevó a matar, a la luz irritante de los faros de los carros de asalto. Sin proceso, sin defensa, sin sentencia. Sólo por exigirlo los nervios crispantes y el furor epiléptico de los inefables señores consultivos: el católico Luis María Bullrich (hermano carnal de un sacerdote jesuita) y el socialista Américo Ghioldi (hermano carnal de un militante comunista).
En los días 10 y 11, se ajustició sin asco en las comisarías de Lanús y Avellaneda, en la cárcel de Las Heras, en la Escuela de Mecánica del Ejército, en Campo de Mayo y en La Plata. El rumor difundía que los muertos se contaban por centenares y aun por millares. El Gobierno se cuidaba de no comprometerse dando listas completas. En las ciudades ardía el espionaje y la delación. Quien ocultaba a un revolucionario, sólo por eso se hacía pasible de la pena capital. Se ordenó ametrallar a los generales Valle y Tanco allí donde se los encontrara. Los “Comandos Civiles” entraban y salían enfurecidos, con absoluta impunidad, por los domicilios privados. Los talleres, las fábricas y aun el comercio estaban paralizados de terror. La gente viajaba en los subterráneos y en los trenes como perdida. Esto no había pasado jamás. Esto no creíamos que pudiera pasar en sitio alguno del mundo.
Ya en la tarde del 11 era tan subido el grado de consternación colectiva, que hasta los mismos autores estaban aterrados de su obra. Esa misma tarde, la Suprema Corte había acudido en pleno a la Casa Rosada a protestar ante Aramburu por la ilegalidad y barbarie de las ejecuciones. Incluso lo había amenazado con la renuncia en pleno de todos sus miembros. Igual presentación habían hecho el Nuncio y los Obispos. Aramburu, temiendo verse desautorizado así, empeñó su palabra -¡Palabra de Aramburu!- de cesar las matanzas a partir de la hora cero del día 12.
Pero pese al honor comprometido, a la severa amonestación de la Corte, al pregonado cese de los fusilamientos, pese a todo, Aramburu hizo matar a Valle, a su amigo Valle, a las 22 del 12 de junio. Valle no murió, por tanto, ejecutado. Murió asesinado. Ningún sofisma, ninguna triquiñuela leguleya librará a los responsables del juicio lapidario de la historia. No sin razón, los diarios del 13 escondieron en un rincón la información del crimen.
Nadie conoce el número de las víctimas
Cuando se leen hoy, apenas a un año de distancia, las crónicas de los diarios y los discursos de Aramburu, Rojas, Ossorio Arana referentes a aquella menguada intentona, salta a la vista la cruel desproporción del castigo. En sus declaraciones de prensa del 10 de junio, Aramburu mismo desestimó los efectivos sublevados (La Nación, 11 de junio, p. 9, c. 8). Se redujeron a una de las compañías del Regimiento 7 de La Plata, a una agrupación de infantería de Campo de Mayo, que se rindió sin combatir, sin disparar un solo tiro, y a grupos de civiles que se adueñaron de la Municipalidad y de la Radio de Santa Rosa. Tres focos insignificantes. A las pocas horas, todo se hallaba en perfecta calma.
Sin embargo, las represalias no pudieron ser más terribles. Se ajustició antes, durante y después de la ley marcial. ¿Cuántos cayeron segados por las balas de los “libertadores”? Se han ocultado celosamente las cifras exactas. Jamás se dieron listas de nombres. Fueron sistemáticamente burlados los pedidos al respecto formulados por la prensa nacional y extranjera. En esferas informadas de las Fuerzas Armadas, se habló, primero, de 390 oficiales y suboficiales. La cifra se elevó, luego, a 406. Comunicados de la United Press duplicaron este número, sin incluir en él a los desaparecidos. Tampoco se dio jamás ni el número ni el nombre de los apresados y confinados en las cárceles australes.
A esa ola de matanzas dio curso legal el decreto dictado por Rojas a las 0:30 del 10. Decreto que puso la vida de los argentinos a merced de cualquier oficial con facultad de ajusticiar a quien quisiera “por sólo sospechas de cualquier naturaleza”. Decreto que podría pasar como ejemplo clásico de incitación al crimen. ¿No daba carta blanca a los oficiales y civiles de los “Comandos” para asesinar a cuantos opositores o enemigos personales se les diera la gana?
Azuzados por el decreto, aquella mañana del 10, unos “niños bien”, conocidos como “los torturadores del segundo piso del Congreso”, por la refinada saña desplegada en ese lugar, invadieron la Cárcel de Caseros, pasando por encima de su Director, y ocuparon la mañana en vejar a los presos políticos: Leloir, Albrieu, Benítez, Cooke, Rocamora y otros. Durante la tarde y parte de la noche los tuvieron de cara al muro, las manos en alto, con un pelotón de soldados apuntándoles a la espalda, a la espera a cada instante de la voz de “¡Fuego!”.
La matanza de Campo de Mayo
Los oficiales sublevados en Campo de Mayo –como ya dijimos- se entregaron sin disparar un solo tiro. Lo confesó así el ministro Ossorio Arana en declaraciones de prensa. Al punto fueron juzgados conforme al Código Militar. Se formó tribunal. Se dictó sentencia. Esta fue comunicada oficialmente a los comprometidos y a sus familiares, a las 20 del domingo 10. Dicha pena consistía tan sólo en años de cárcel. (…)
Se burlaron los “libertadores” del juicio militar, de la sentencia, del fallo, de la comunicación ya hecha a los implicados y a sus familiares. Se burlaron del Jefe de Campo de Mayo, Gral. Lorio, a quien obligaron a fusilarlos a todos, a todos sin remisión, aquella misma noche. La escena fue inenarrable. No hacía dos horas que los militares juzgados se habían acostado a descansar de su cansancio y su fracaso, después de largos días de vigilia, cuando fueron despertados por los generales Lorio, Arandía y el Capellán Militar, con la noticia inimaginable de que se levantaran para ser ajusticiados, por disponerlo así el gobierno, haciendo caso omiso del fallo militar. La oficialidad en pleno fue conminada a presenciar aquel espectáculo de sangre y de vergüenza para el Ejército. Desde el Jefe hasta el último soldado quedaron todos estremecidos tanto por lo criminal del castigo cuanto por la grandeza de alma de los castigados. A las cuatro de la mañana del 11 cayeron con admirable entereza los coroneles Ibazeta y Cortínez, los capitanes Caro y Cano, los tenientes Noriega y Videla, los suboficiales Paolini, García y mucho más.
La historia asociará a los nombres de los seis oficiales ejecutados en Campo de Mayo los de tres suboficiales, humildes servidores del Ejército y de la Patria. Son estos: el sargento Luis Pugneti, padre de dos niños, uno de 8 años, otro de apenas meses; el suboficial Luciano Isaías Rojas, padre de tres nenes, de 5, 3 años y un mes; el suboficial Luis Isauro Costa, padre de cuatro hijos de 8, 5, 3 y 1 año. ¡Tres padres de familias y nueve huérfanos! Los mencionados suboficiales fueron ejecutados en el Penal de Las Heras en la madrugada del 11 o acaso la tarde del 10. Lo cierto y terrible es que sus familiares no fueron enterados ni de la condena a muerte, ni del fusilamiento, ni siquiera del entierro. Recién ocho días después de sepultados fueron llamados los padres, las esposas y los hijos de las víctimas y se les señalaron los rectángulos de tierra, en el cementerio de Chacarita, donde yacían los cadáveres.
Las matanzas en otras partes
Análoga suerte a la de los sublevados en Campo de Mayo corrieron los de la Escuela de Mecánica del Ejército. El general Huergo abogó furiosamente por la pena capital, contra la opinión en contrario del general Arandía Ricardo y del coronel Pizarro Jones. Estos, con toda razón, se negaban a castigar una falta con una pena dictada con posterioridad. El teniente coronel Quijano Semino tuvo la valentía de apoyar con firmeza el justo parecer del tribunal; y con severas palabras censuró la prepotencia de Huergo: “Nada tiene que hacer Ud. aquí. Ud. es un general en disponibilidad”.
(sigue en la edición de mañana)