(viene de la edición de ayer)
Mas no hay que cargar las tintas. Hay católicos probos. Es difícil, no obstante, que un marxista consecuente se convierta al cristianismo. Pero sería impropio negar, al menos en la experiencia de la Argentina actual, la existencia de tendencias católicas que se aproximan a la cuestión nacional y social. Precisamente, tales tendencias, son inapelablemente odiadas por otras corrientes católicas, que por su encumbrada posición de clase controlan el pensamiento liberal de la Iglesia argentina. De cualquier modo, la crisis del catolicismo —y de todas las religiones del mundo— busca una adaptación al interregno de nuestro tiempo. Dejemos de lado a Pierre Theilard de Chardin, pensador mediano —aunque buen investigador científico— solapadamente agrandado por cierta poderosa propaganda eclesiástica. No pocos intelectuales católicos han entendido la cuestión. Así Jean Lacroix, filósofo cristiano personalista: “El marxismo es la filosofía inmanente del proletariado (…). Lo que caracteriza al marxismo es su realismo, rechaza las sutilezas y las hipocresías de la vida interior, purifica el espíritu, considera a la humanidad en su realidad concreta, en su choque con el mundo exterior v la realidad.” Otro filósofo cristiano, Enmanuel Mounier, se propuso conciliar a Marx con el cristianismo. Es verdad que por la vía de Kierkegaard. También J. Folliet ha intentado, sobre otras bases, una concordancia. El historiador católico providencialista, Arnold Toynbee, influido por san Agustín y Spengler, hace años le recordó a la Iglesia que el merecimiento del marxismo había consistido —y consistía— en su llamado de atención a los católicos sobre la importancia decisiva de la cuestión social, y que, por tanto, la Iglesia debía reconocerle al marxismo su fuerza estimulante respecto a la exigencia de un retorno al cristianismo evangélico. “El verse obligado a vivir de una manera que no favorece el comportamiento cristiano — escribió Toynbee en otra ocasión— constituye un factor muy poderoso contra el cristianismo; porque el comportamiento afecta tanto la creencia corno ésta al comportamiento.” Otro sociólogo cristiano, V. A. Demant, lo ha dicho de otro modo pero con parecido valor: “El hecho que quita significado a la mayoría de nuestras teorías de la Iglesia y el Estado es la supeditación política de ésta a la economía y las finanzas.” El sacerdote economista —bastante escolar por lo demás— Louis Lebret, ha sido más drástico aún al negar toda conciliación entre capitalismo y cristianismo. “Los cristianos —escribe Lebret— deban romper en todos los terrenos su complicidad permanente con el régimen capitalista.” Lebret ha definido su posición hasta su muerte, en obras como “El drama del siglo”, “Cartas a los cristianos de buena voluntad”, etc. En tal tarea alrededor del marxismo andan también los jesuítas. Lo cual, hasta hace pocos años, hubiese sido como rezarle a Dios y ponerle velas al diablo. Pero no hay que engañarse. La Iglesia, a pesar de la crisis que la afecta, controla la situación, y como en otras oportunidades históricas, ahora que hasta el vicario del Papa acepta las misas con música de jazz, puede predecirse un nuevo concilio, pues la Iglesia es capaz de ceder en cualquier cosa menos en la defensa de sus inversiones financieras, particularmente en las colonias.
Tales acercamientos entre marxistas y católicos no parecen, fuera de lo circunstancial, destinados al éxito. El marxismo y el catolicismo parten de supuestos filosóficos irreconciliables. Y lo que es más importante aún, los católicos integran clases sociales, piensan, en consecuencia, la religión, como miembros de esas clases, y los intereses de las clases altas, aunque los santurrones se persignen, son más fuertes “in majoren gloriam dei”, que los intereses nacionales. Sea lo que fuere, los católicos deben andar con cuidado.
El marxismo, cuando es bien asimilado, trae dolores de cabeza. Hay un letrero en las vías electrizadas de Italia que reza: “Chi tocca muore”. En estos avecinamientos fragantes —por lo recientes— a no pocos cristianos les puede pasar, al acercarse al marxismo, lo que a aquel misionero jesuíta empeñado en convertir al cristianismo a un corredor de seguros japonés y lo único que consiguió fue una póliza para toda la vida y contra todo riesgo. Más real que estos diálogos entre católicos y marxistas, que por otra parte interesan menos a la intelectualidad argentina que a la francesa o italiana, y que allá, en Europa, tiene su ociosa razón filosófica de ser, es que tales sectores cristianos argentinos se sientan atraídos por la cuestión nacional e hispanoamericana. Y que, además, reconozcan en la desolada frase de León Bloy, los ecos de algo dicho mucho antes por Marx con relación a las calamidades, originadas en el capitalismo, hoy en el atardecer del imperialismo, y que han terminado por soliviantar, en tempestuosos remolinos históricos, a los países sojuzgados:
“No ha dejado otro vínculo entre hombre y hombre, que el interés desnudo y el impasible pago al contado. Ha ahogado los temblores de la exaltación religiosa, el entusiasmo caballeresco, la melancolía de los ciudadanos a la antigua, en el agua helada del cálculo egoísta. Ha arrancado el velo del tierno sentimiento íntimo que envolvía a las relaciones familiares, y ha reducido las mismas a mera relación económica. Ha establecido en cuanto se paga la dignidad personal, y en lugar de las innumerables franquicias conquistadas y certificadas, proclama una sola: la libertad de comercio sin escrúpulos.”
A quienes pretendan mitigar esta brutal realidad con apelaciones a una reforma moral, a una vuelta a la verdadera religión, al solidarismo, al amor al prójimo, paliativos pudibundos que, como recuerda Levi, a Marx le provocaban una distante y silenciosa indiferencia, conviene remitirlos a las palabras del mismo Marx: “En lugar de la explotación encubierta por un velo de ilusiones religiosas y políticas, existe la explotación patente, sin pudor ni frenos sentimentales.” Mucho más consecuente que estos neocatólicos ha sido el sacerdote Divo Barsoti, articulista de “L’Oservatore Romano” vocero del Vaticano: “Si la Iglesia es, en realidad, la Iglesia de los pobres, ¿cómo podría sobrevivir si no hubiera más pobres?” El argumento es tan lógico como canalla y ortodoxo.
VIII
“Sólo apropiándonos de los tesoros adquiridos podemos juntar un tesoro inmenso.”
(Goethe)
El marxismo ha sido atacado desde otros ángulos. No es nuestro objeto agotar la cuestión. Pero ningún sistema de ideas ha sido difamado en tan alta y organizada medida. Sólo mencionaremos aquí, suscintamente, ya que hemos hablado de su trascendencia actual, de los precursores históricos de K. Marx, al cual críticos malevolentes han tratado de restarle originalidad.
Quizá, ningún pensador ha valuado a sus antecesores con la generosidad de Marx. Es sabido que, cuando se le reprochó el exceso de citas en su obra fundamental, El Capital, Marx contestó que su misión era hacer justicia histórica a sus predecesores, aún a los más oscuros. Semejante “crítica” es simplemente necia. Y reproduce en el tiempo el dilema del Califa Omar: “Si los libros de la Biblioteca de Alejandría están ya contenidos en el Corán son innecesarios, y si dicen algo nuevo están en oposición al libro sagrado, y por ende son profanaciones. En ambos casos, es necesario destruir la Biblioteca de Alejandría”. Para P. Sorokin, si el marxismo está contenido en la economía política clásica liberal, no hace falta, y si la impugna, tampoco, porque la burguesía se opone. Ergo, hay que negar al marxismo.
Las ideas, cuando responden a una necesidad histórica, al igual que muchos descubrimientos e inventos científicos y técnicos, surgen con frecuencia en forma contemporánea en diversos individuos sin contactos entre sí. “Los filósofos no brotan de la tierra como hongos” (Marx). Discutir la prioridad de las ¡deas carece de sentido, pues las mismas están condicionadas por las necesidades colectivas de la época. Lo duradero de una teoría no es la originalidad, cualidad absolutamente inaccesible dada la concatenación del pensamiento humano y de las épocas, sino lo que esa teoría agrega de nuevo sobre la base de lo ya pensado por los hombres. El marxismo es un acontecimiento condicionado por la historia humana. Y mientras una pléyade de precursores han desaparecido del recuerdo, el marxismo está intacto. Es, repetimos, un hecho histórico. O como dijera el historiador Eduardo Mayer: “Histórico es todo aquello que ejerce o ha ejercido alguna influencia. La consideración histórica es la que convierte un hecho aislado, destacándolo sobre la masa infinita de los demás procesos contemporáneos suyos”. Marx rindió culto a ese legado, como el debido a Juan Bautista Vico, conservador y papista, a quien Marx conocía y citaba en sus libros mucho antes que Benedetto Croce redescubriese a este profundo pensador, que bajo la autoridad dominante de Descartes permaneció desconocido en vida y durante casi un siglo después de su muerte. De Vico toma Marx la idea que “la historia del hombre se distingue de la historia de la naturaleza en que nosotros hemos hecho aquella y no esta”. También Marx, inapelable crítico de la religión, evaluó a un escolástico como Duns Scotto. Y detalle ignorado por tantos “marxistas”, Marx no sólo citó, sino que adhirió a ciertos pensamientos del místico alemán Jacobo Boehme. Lo cual no quiere decir que Marx fuese un asceta. En síntesis, como dijera Sabatíer: “Un libro es el producto de un conjunto de autores”.
Por ello, Marx y Engels, escribieron con plena conciencia historicista: “Nosotros los socialistas alemanes estamos orgullosos de proceder, no sólo de Saint-Simon, de Fourier y de Owen, sino también de Kant, Fichte y Hegel”. Y se consideraban, en tal sentido, los herederos de la filosofía clásica alemana. No sólo le adeudaban a estos pensadores. La teoría de los factores económicos había sido expuesta por los economistas clásicos, como Adam Smith, Ricardo y Rodbertus. Hay textos, en los cuales, agregando lo propio, Marx y Engels parecen haberse alumbrado hasta en el estilo literario.
“El egoísmo, que con demasiada frecuencia se envuelve en el ropaje de la moral y la religión, denuncia como causa del pauperismo a los vicios de los trabajadores. Atribuye a su supuesta mala administración y despilfarro lo que es obra de hechos inevitables, y cuando no puede menos de reconocer la inculpabilidad, eleva al rango de teoría la necesidad de la pobreza. Predica sin descanso a los obreros el ora et labora; considera como un deber suyo la sobriedad y el ahorro y, a lo sumo, agrega a la miseria del trabajador, esa violación del derecho que constituyen las cajas de ahorro forzoso. No ve que un poder ciego convierte la miseria del trabajador en una maldición contra el paro forzoso; que el ahorro es una imposibilidad o una crueldad, y que, finalmente, la moral no surte nunca efecto en boca de quienes ha dicho el poeta “que beben en secreto vino y en público predican beber agua”.
Marx y Engels son retoños maduros de ese inédito, hasta entonces, período del pensamiento europeo conocido como historicismo. El historicismo rastreó tanto en la naturaleza orgánica como en la inorgánica, su desarrollo histórico, mezcla de pasado y de presente con sus sucesivas mutaciones. Esta herencia es particularmente recognoscible en el hombre, cuyos productos culturales, las instituciones sociales, son seres históricos. Pero jamás sostuvo Marx que entre la economía y las creaciones culturales existiese una correlación causal rígida: “Hay que distinguir entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción, que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra, las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo”. Y agregaba Marx, alertando sobre el peligro de los fáciles esquematismos, que la situación económica, al colocarse en el primer plano de la conducta humana, conduce a las “falsas racionalizaciones” de la realidad. Ya muerto Marx, Federico Engels precisó la cuestión, frente a las deformaciones que los partidarios, tanto como los enemigos de la teoría, hacían del pensamiento de Marx. En carta a Bloch, de 1890, escribe:
“Hay acción de todos estos factores en el seno de los cuales el movimiento económico acaba necesariamente por abrirse camino a través de la multitud infinita de causalidades y acontecimientos cuya ligazón íntima es tan lejana, o tan difícil de demostrar que podemos considerarla como inexistente y descuidada. De lo contrario, la aplicación de la teoría a cualquier período histórico sería mucho más fácil que la resolución de una ecuación de primer grado.” En los numerosos pasajes en que Marx y Engels destacan las relaciones entre la economía y las demás formas del espíritu, política, religión, derecho, filosofía, etc., muestran, empero, extraordinaria cautela con relación al arte, pues ambos tenían conciencia de la complejidad del fenómeno estético y del peligro de caer en analogías burdas.
(sigue en la edición de mañana)








