HISTORIA / ¿Qué es el nacionalismo? (séptima parte) / Escribe: Juan José Hernández Arregui






(viene de la edición de mañana)

El marxismo no admite nada definitivo. Apoyado en la tierra, con la autoconciencia de su propio carácter histórico, el marxismo se critica a sí mismo y se remoza con los nuevos conocimientos.

Otro de los infundios, repetido a machacamartillo, es el del “internacionalismo” del marxismo. El triunfo teórico del marxismo obliga a sus adversarios a disfrazarse de nacionalistas y, a un tiempo, defensores de la “libertad”, valor supremo que en la era imperialista, encuentra su negación histórica cabal en la existencia de millones de seres sin derecho a la existencia, y que no podrán saltar a la libertad sin antes romper con el único Internacionalismo conocido: el internacionalismo del capital. Marx y Engels eran, en efecto, internacionalistas contra ese internacionalismo. Mas jamás negaron el derecho de las nacionalidades a luchar por su independencia. Fueron acérrimos partidarios de las luchas nacionales de liberación. Y Marx señalaba que “la lucha del proletariado contra la burguesía es en principio una lucha nacional”. Como legatario del historicismo, Marx comprendía la existencia del hecho nacional, no sólo en las luchas políticas y militares, sino hasta en los matices del pensamiento: “La diferencia entre el materialismo francés y el inglés es la diferencia que existe entre las dos nacionalidades. Los franceses le dan al materialismo inglés, el “esprit”, la carne, la sangre, la elocuencia. Le dan el temperamento que le faltaba y la gracia”. Del mismo modo, Marx, le dio a ese socialismo, lo mejor de Alemania, el espíritu de sistema, la solidez de las ideas y el análisis científico. Cuando Marx hablaba de la marcha del capitalismo hacia el socialismo, distinguía lo peculiar de cada país: “Desde luego no se entiende que en todas partes será lo mismo. Es sabido, que las instituciones, costumbres y tradiciones de los diversos países deben ser tenidas en cuenta” Vale decir, que lo nacional se antepone a lo internacional. No es que para Marx el proletariado no tenga patria. Lo que pasa es que esa patria no le pertenece: “Cuando el proletariado pueda conquistar el poder político elevándose a clase nacional, constituirse en nación, entonces, él también es nacional, aunque no sea en el sentido burgués”. Y en otras partes escribió: “Para emancipar a las masas trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional, y por tanto, ser desarrollada por medios nacionales”.

“Es absolutamente claro que, en general, para poder luchar, la clase obrera debe organizarse en su misma casa como clase, y que su propio país es el teatro Inmediato de su lucha”.


Marx resumía su pensamiento económico y político, acerca de la evolución de la humanidad, de este modo:
“En la fase superior de la sociedad socialista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, la oposición entre el trabajo manual y el intelectual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital, cuando con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorros llenos los manantiales de la riqueza colectiva; sólo entonces podrá rebasarse totalmente el limitado horizonte del derecho burgués, y la sociedad podrá escribir en su estandarte: de cada cual según su capacidad y a cada cual según sus necesidades”.

Pero habría de corresponderle a V. I. Lenin, en el cénit de la era imperialista, ahondar en la cuestión nacional, al anticipar que el siglo XX asistiría al nacimiento de nuevas nacionalidades. El sistema colonial funcionaba en toda su crudeza. Y por eso —luego de largas reflexiones— con relación a las colonias, en 1920, Lenín no hablaba ya de “movimientos democráticos burgueses”, sino de “movimientos nacionales revolucionarios”. El hecho será muy lamentable para las metrópolis imperialistas y sus aliados internos de las colonias. Pero la profecía se ha cumplido. El imperialismo ha introducido, en forma relativa, pero revolucionaria la tecnología moderna en las colonias, más la apropiación del trabajo nativo, no ha mejorado sino empeorado la situación de tales países que no son dueños ni de esa técnica ni de sus riquezas naturales. Ahora bien, esta contradicción, ha sentado las bases tanto para la reacción contra los capitales extranjeros como de la liberación nacional de las colonias.

El imperialismo, en tal orden, ha introducido un reactivo progresista que, al mismo tiempo, acabará con el sistema y dará paso a otro. Ya Marx ha demostrado cómo los ferrocarriles chinos de capital británico, no sólo habían destruido la vieja economía sin crear una industria moderna propia, con su secuela de miseria, sangre y aniquilamiento de poblaciones enteras. Y esto vale para cualquier país colonial del mundo. Por eso, al adquirir conciencia de la extorsión imperialista, los pueblos se levantan contra la distorsión y explotación de la economía colonialista. Estos levantamientos, se han iniciado en todas partes bajo signo nacional, no internacional. Lenin era también internacionalista, pero consideraba “el principio de las nacionalidades” históricamente inevitable”. Lo que no hacía era la defensa del “nacionalismo” contrario a los intereses nacionales de las grandes masas. Y como ruso, tenía los pies en su patria. De ahí que, en su doble condición de intemacionalista y nacionalista, una de las ideas básicas de Lenin, era el señalamiento de las diferencias existentes entre la cuestión nacional rusa y las cuestiones nacionales de otros países, en nada similares al problema de Rusia.

Tampoco era enemigo Lenin de cualquier guerra. Lo era sí, de las guerras reaccionarias de conquista, pero no de las guerras patrióticas nacionales contra los Invasores extranjeros, enemigos de los pueblos, en tanto explotadores del trabajo nacional colonizado. Más aún, Lenin consideraba ineludible la etapa nacional revolucionaria en tales países dependientes, ya que el internacionalismo socialista, era para él, el fin, pero no el medio para alcanzarlo. Tampoco pensaba que tales guerras debían hacerse con la sola participación del proletariado: “Adueñarse del poder presupone el fin, no sólo de la social-democracia y no sólo del proletariado. Esto se debe, a que no es únicamente el proletariado el que está interesado en la revolución democrática y el que participa activamente en la misma. Ello se debe a que la insurrección es popular, a que participan en ella, asimismo, grupos no proletarios, es decir, también la burguesía”. Y podemos agregar, con la experiencia mundial de las últimas décadas, de fuerzas como el Ejército —o más bien, de sectores nacionalizados y anticolonialistas del Ejército— que deben enfrentar una doble lucha, contra las metrópolis por un lado y las oligarquías de la tierra del otro ligadas por mutuos intereses económicos, y por tanto, adversas, ambas fuerzas, a toda revolución anticolonialista.

Cuando Lenin hablaba de la “cuestión nacional”, mantenía “no la supresión de la variedad, no la supresión de las nacionalidades, lo cual constituye en la actualidad un sueño absurdo”, sino la adaptación de la lucha por la liberación “a las particularidades nacionales y políticas de cada una”. Y aconsejaba que “era necesario investigar, descubrir, adivinar, comprender, lo que hay de nacionalmente particular y específicamente nacional en la manera como cada país aborda concretamente la solución de un mismo problema internacional”. Por eso juzgaba, enteramente posibles, los acuerdos tácticos entre diversas fuerzas de un país, aunque más tarde, las contradicciones internas reapareciesen. Más en un momentó dado, la unión de todas las tendencias, de algún modo interesadas en la liberación nacional, era indispensable en la lucha antiimperialista. El mismo Lenin lo subrayó con numerosos ejemplos:
“La lucha de los comerciantes y de los intelectuales burgueses egipcios por la independencia del Egipto, es por las mismas causas, objetivamente una lucha revolucionaria, a pesar del origen burgués y la condición burguesa de los líderes del movimiento nacional egipcio, y a pesar de que está en contra del socialismo. En cambio, la lucha del gobierno laborista inglés por mantener la situación de dependencia del Egipto es por las mismas causas, una lucha reaccionaria a pesar del origen proletario y de la condición obrerista de los miembros de ese gobierno y a pesar de que son partidarios del socialismo. . .”.

En nuestro tiempo, abundan los casos confirmatorios de este pensamiento de Lenin. El Egipto de Nasser, Fidel Castro en Cuba, y Perón en la Argentina, son suficientes como ejemplos, con el antecedente de la revolución nacional que convirtió a China en nación libre y la más poderosa del Asia, luego de un atraso secular y atroz bajo el dominio extranjero.

Sobre lo agudo del sentimiento nacional en Lenin, Krupskaia, su compañera, cuenta cómo éste tarareaba una canción alsaciana que relacionaba con la situación de Rusia en 1905:
“Habéis tomado Alsacia y Lorena. Pero a pesar vuestro seguiremos siendo franceses; habéis podido germanizar nuestras llanuras pero jamás podréis obtener nuestro corazón”.

XII

El marxismo es un humanismo cuyo centro es el proletariado y su circunferencia el género humano. La conciencia desgraciada del hombre es el anuncio de la reconciliación de la esencia y la existencia, esto es, de la humanidad con el mundo real, y por tanto, consigo misma. En las épocas de crisis, las tradiciones, las costumbres, las clases sociales se disocian. El hombre alienado del capitalismo entra en crisis, en tanto él mismo, bajo forma individual, es la sociedad capitalista en crisis. No sólo el obrero es la víctima de esta situación. El dinero enajena también a su poseedor, le roba su esencia humana, lo hace esclavo de su pertenencia, lo escinde como hombre del hombre, y su mísera condición, su deshumanización, se transfiere al dinero y la voluntad de acrecentamiento, mediante el apoderamiento del otro, de su explotación como cosa entre otras cosas: “Todo hombre especula con crear al otro una nueva necesidad, para obligarle a un nuevo sacrificio, para colocarlo en una nueva relación de dependencia e inducirle a un nuevo modo de disfrute, y por ende, de ruina económica. Cada cual trata de crear una fuerza esencial extraña sobre el otro para encontrar en ello la satisfacción de su propia egoísta necesidad. Con la masa de objetos, aumenta, por tanto, el reino de los entes extraños que sojuzgan al hombre, y cada nuevo producto es una nueva potencia del fraude mutuo y del mutuo despojo. El hombre se empobrece tanto más como hombre, necesita tanto más del dinero para apoderarse de la esencia ajena y la potencia de su dinero, disminuye precisamente, en razón inversa en la proporción en que aumenta la medida de su producción, es decir, sus necesidades crecen a medida que aumenta el poder del dinero. La necesidad del dinero, es por tanto, la verdadera necesidad producida por la Economía Política y la única necesidad que ésta produce” (Marx).


El trabajador es la forma carnal abyecta de esta cara abstracta del dinero que extravía y oculta al hombre perdido para todo lo que no sea el capital por el capital mismo y no el trabajo para el hombre mismo. Es, dicho de otro modo, la vida de las cavernas bajo el esplendor frío de la civilización, es el hombre convertido en máquina y la máquina deshumanizada por el hombre económico en medio de la hedionda hipocresía de las máximas éticas idealistas. Horacio lo sabía: “Hazte rico honradamente si puedes; y sí no hazte rico. . . La virtud vendrá después”. Es el capitalismo el que empuja a la clase obrera, al tomar conciencia de su poderío político, a convertirse en clase para sí, y por su papel fundamental en la producción, en clase representativa de la humanidad entera. Las clases dominantes lo saben. Como lo sabía Federico el Grande: “Si mis soldados comenzasen a pensar no quedaría uno solo en las filas”. Cuando el trabajador, en sus luchas cotidianas junto a sus compañeros, pasa de la espontaneidad a la comprensión de las causas de su lucha, que no es el patrón en sí, sino todo el sistema, no sólo aprehende el contenido real de la sociedad en que vive, sino que al aprehenderlo, se transforma a sí mismo, se hace conciente, se muta como sujeto del conocimiento, y a la vez, se autocomprende y rebela como historia infamante. Recién entonces, su conciencia se resuelve contra el mundo y lo modifica, previa transformación de sí mismo. En esto consiste, en la autotransformación de la acción espontánea en conciencia racional que reacciona sobre el mundo exterior y lo cambia, cambiándose ahora a sí misma como conciencia revolucionaria, la llamada por Marx “subversión de la praxis”. Entonces, recién entonces, el ser humano se rescata para sí y para la sociedad; recién entonces resuelve la verdad práctica del humanismo, que es la realización integral y creadora del hombre en tanto producto histórico pero asimismo productor de la historia en unidad coesencíal; recién entonces, alcanza el hombre la interpretación dialéctica de sus relaciones inseparables con la naturaleza, con la historia y consigo mismo.

La burguesía de las grandes metrópolis y las oligarquías satélites de las colonias se han convertido en una clase aparte, consciente de que su única tarea es la defensa de su situación histórica contra las masas explotadas. A esta helada ética del capitalismo en su ocaso se llama “democracia”. Ninguna clase más “moral”, más embebida de amor a la “libertad”, de piedad religiosa, que las oligarquías coloniales y las burguesías metropolitanas de las que dependen. No aceptan los “vicios” de las masas analfabetas hundidas en la peor de las existencias posibles de este mundo. Ya lo decía Helvetius: “Se reconoce a los moralistas hipócritas, por la indiferencia con que contemplan los vicios de las naciones y por la irritabilidad con que se desatan contra los vicios particulares”. Es por eso que el humanismo de Marx, por justicia y amor al hombre, combate no los frutos del espíritu sino los frutos agusanados de ese espíritu. No ataca a la religión sólo por su moral teórica, sino por su moral práctica, profana.

Sólo se puede vivir para el espíritu cuando el hombre rompe sus cadenas materiales, cuando libre de la división del trabajo que lo automatiza y fragmenta de la vida social, asume la categoría de ser civilizado. Es la división del trabajo en un mundo fundado en el lucro, la que contrarresta la total actividad productiva del espíritu como desarrollo progresivo y plena realización humana. Todo individuo piensa desde el compartimiento estanco que la división del trabajo le impone marcándole un lugar y una labor preestablecidos dentro de la colectividad. Cada cual se concentra, se aisla, se convierte en un ser deformado, obrero, técnico, profesor, científico, filósofo, lo que sea. No ve, sin duda, este hombre mutilado, ajeno a sí mismo, y que crea una ideología con los de su similar condición, que su conciencia de la realidad ha sido monstruosamente desfigurada por la crueldad de una guerra competitiva sin cuartel que, en la división del trabajo, no sólo segrega a los hombres y los torna enemigos o indiferentes entre sí, sino que los esclaviza en función de la clase ociosa ordenadora del sistema. Esta enajenación angustiosa del hombre moderno es perceptible como sentimiento de crisis en la novela y el arte en general. Encogido en sí mismo como un tullido, el hombre actual dentro del capitalismo, no visualiza los lazos rotos que lo incomunican del mundo. Nada lo atrae en su existencia individual fuera de los objetos y valores, generalmente emulativos, deseados por su propio espíritu enajenado. Pero el capitalismo, al trasladar a todas las regiones del mundo, el mismo e insoluble problema, a saber, la Imposibilidad de alcanzar metas verdaderamente humanas, crea un estado general de miedo, de desencanto, de agitación, de agitación revolucionaria. Por eso, son las masas deshumanizadas las destinadas a la recuperación de la humanidad por todos perdida. Y por ello, Marx, consideraba que el proletariado era “el arma material de la filosofía”.

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