MENDOZA / Después del aguacero / Escribe: Roberto Follari






El Gobierno nacional mostró cierta capacidad de escucha de las demandas del primer cacerolazo. Es de esperar, por ello, que las tenga también en este caso.

Quizá ni él mismo lo reconozca, pero es notorio que se pedía menos cadena nacional, y la presidenta ha usado mucho menos la cadena nacional. Se pedía más explicación de algunas medidas, y por ejemplo ahora la Ley de Medios ha sido minuciosamente explicada –y hay que admitir que no es fácil hacerlo– por una serie de numerosos spots televisivos y radiales.

Claro que no se puede satisfacer otras demandas, que son contradictorias cuando no absurdas e impertinentes. Los caceroleros pidieron, esta vez, por respeto a la Constitución, mientras pedían destituir a la presidenta constitucional. Pedían superar el odio mientras regaban de insultos a la figura presidencial (y no solo a ella, sino a ministros y periodistas). Pedían paz, mientras algunos –una minoría, es cierto– de sus miembros atacaban a golpes a los trabajadores que cubrían el evento. Pedían por valores anticorrupción mientras querían dólares en su bolsillo. Pedían por seguridad, mientras querían matar de hambre a los más pobres, por considerarlos "vagos". Pedían armonía social, mientras había carteles que abogaban, nada menos, por la muerte de la presidenta. Y podría continuarse con las contradicciones...


No pedían, en cambio, por trabajo. No pedían por mejorar la canasta familiar. Las demandas no tenían nada que ver con cacerolas (que son un símbolo de no tener con qué llenarlas). Los pedidos del 2001 han sido satisfechos por el Gobierno –ampliamente, para estos sectores sociales que se expresaron–, y ahora no se trata de irse del país, ni de desocupación, ni de hambre, ni de estar al borde de la desintegración económica. Se trata de expectativas culturales y simbólicas de una parte de la sociedad que no se da cuenta de que es una parte (importante, eso sí), que se cree representar al todo, que cantaba –ignorando la historia nacional y el peso del peronismo expresado en la muerte de Favio– "si este no es el pueblo, el pueblo dónde está". Pues está en La Favorita, en el barrio Pappa, en la Estanzuela, en gran parte de Las Heras y Guaymallén. El pueblo moreno, "los negros" que no estaban en la manifestación, esos detestados por muchos de los que allí se expresaban.

Hay que destacar la libertad con que los manifestantes cuentan. No es un derecho inventado por el Gobierno, pero sí uno que este gobierno garantiza. Pocos, antes, lo garantizaron en Argentina. Los caceroleros creen natural andar manifestando sin que les tiren caballos arriba, sin palos, sin policía, sin balas de goma. No, no es natural; nunca lo fue en Argentina. Para recuerdo, basten los 35 muertos que en una tarde dejó De la Rúa cuando el caceroleo del 2001, o los asesinatos de Kostecki y Santillán cuando Duhalde. Ahora todos manifiestan tranquilos, y hacen como si aquellos hechos aberrantes nunca hubieran sucedido.

Lo peor es que algunos llaman "dictadura" al presente gobierno, a pesar de la absoluta libertad para decir lo que quieran y manifestar en las calles. El absurdo de hablar de dictadura en pleno uso de las libertades democráticas es total, e importa no solo un insulto a la inteligencia, sino principalmente a la sensibilidad. En un país donde hubo secuestrados, torturados, desaparecidos, asesinados, exiliados, echados del trabajo a montones, tiempo de rastrillos, allanamientos, listas negras y persecuciones policiales y a tiros, es burdo y repulsivo usar livianamente la palabra "dictadura", una especie de tomadura de pelo a quienes fueron perseguidos por gobiernos que sí eran dictatoriales, desde Rojas a Onganía, y peor aún, a Videla y sus secuaces.

Es notorio que quien llama dictadura a la democracia, es muy probable que llamara "democracia" a la dictadura. No puede dejar de sospecharse que muchos de los manifestantes no tienen la menor idea de lo que la dictadura fue, y que ni siquiera han tomado nota de su existencia, indiferentes a los miles de torturados y asesinados que enlutaron la Nación y le dejaron una marca indeleble, que el filme "Infancia clandestina" ha revivido en estos días.

El Gobierno puede escuchar y atender algunas demandas, esas pocas que sean razonables. No puede escuchar otras, pues no puede gobernar con el programa de sus adversarios. No basta llenar plazas con descontentos; si quieren gobernar, tienen que encontrar una conducción política, ir a elecciones y ganarlas. Eso es respetar la Constitución y la democracia. Por supuesto que se está lejos de esto, dada la enorme heterogeneidad y dispersión de la multitud, dentro de la cual incluso había algunos subrepticios militantes de izquierda.


Algunos pedían "respeto al 46%". Se olvidan que no son el 46%, sino que si son radicales son el 11%, si son de Binner el 17%, etc; no existe ningún 46% unívoco, ni hay por qué aceptar ese número capcioso (si fuese así, los kirchneristas pedirían "respeto al 83% no-binnerista", o "respeto al 89% no-radical", etc). Pero además de la falacia con el número, hay otra con el concepto. El Gobierno tiene que gobernar para todos, y seguro es lo que intenta hacer y a menudo logra (muchos de los caceroleros son beneficiados en sus posibilidades de consumo, compra de automóviles, vacaciones y viajes). Pero no puede gobernar a la vez con los puntos de vista de todos, pues no se puede sostener esa esquizofrenia. Se gobierna para todos, pero no acorde con las posiciones (múltiples y diversas) de todos los actores sociales, pues esto último es obviamente un contrasentido y un imposible que resulta una torpeza pretender.

(Fuente: Diario Jornada, martes 13 de noviembre de 2012)

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