HISTORIA / Izquierda nacional y peronismo: Spilimbergo y Hernández Arregui (parte 1) / Escribe: Mario Casalla






En los últimos tiempos se han publicado dos libros claves para comprender las relaciones y los mutuos aportes entre el peronismo y la denominada “izquierda nacional” (es decir un marxismo no dogmático y de clara impronta latinoamericana). Me refiero a la oportuna reedición de la obra de Jorge Enea Spilimbergo La cuestión nacional en Marx y otros ensayos políticos, Fondo Editorial Simón Rodríguez, Buenos Aires, 2003, cuya edición original data de 1962, y el muy reciente trabajo de Carlos Piñeiro Iñiguez Hernández Arregui, intelectual peronista. Pensar el nacionalismo popular desde el marxismo, Siglo XXI, Buenos Aires, 2007.


Ambos reactualizan esa relación intelectual y política y en ambos libros tuve el gusto de colaborar (a pedido del editor en un caso y del propio autor en el otro). Lo dicho entonces me parece un punto de arranque para ese diálogo entre peronismo y marxismo nacional que es siempre necesario y fructífero.

En una época en que el facilismo, la comodidad y la fugacidad hacen estragos a nivel del pensamiento, reeditar un libro publicado hace cuarenta años atrás puede parecer una herejía incomprensible. Y no lo es en este caso. Esta obra de Jorge Enea Spilimbergo ha soportado el paso del tiempo y –como lo buenos vinos– “mejora” con los años.

¿Por qué?, se me preguntará de inmediato. No por cierto porque en el medio no hayan pasado “cosas”, ni porque los dos términos que se combinan en el título no se hayan modificado con ese suceder, sino porque lo realmente novedoso fue ponerlos en diálogo y renovar con ello buena parte de la tradición intelectual argentina de mitad del siglo pasado.

“Marxismo” decía allí “cuestión social” y poner ésta en relación directa con la “cuestión nacional” era un mérito que cosquilleaba entonces tanto por derecha como por izquierda. El viejo nacionalismo argentino era conservador y “patricio”, por lo tanto la cuestión social no era su fuerte, su “anticomunismo” siempre pudo más. Nunca comprendió del todo el drama popular que se jugaba en ese gran escenario que era la patria y por eso muchas veces la confundió con la geografía o con el idioma. Comprensión insuficiente que la privó de desarrollar una teoría rigurosa de lo nacional que -sin lo popular- terminaba en la simple inversión de los íconos liberales. En una guerra santa de fechas y de nombres que agitaba “salones”, pero no las calles.

Otro tanto le sucedía a la izquierda. Atravesada por un “internacionalismo” abstracto y también fuertemente declamativo, lo nacional era una simple “circunstancia” que nos apartaba de la contradicción principal. El error aquí se invertía, si bien se prestaba atención a la “cuestión social”, se lo hacía en desmedro de la “cuestión nacional”, a la cual se reputaba como nacionalismo o fascismo. Craso error que –de haber leído mejor a Marx y conocer aunque más no sea algo de Hegel– acaso no se hubiera eliminado, pero sí al menos morigerado.


Sin embargo no pudieron aquellas derechas ni aquellas izquierdas argentinas tradicionales de los 50 y los 60 pensar esa relación, ni mucho menos practicarla. El peronismo los enfurecía como el trapo al toro y gastaron casi toda su energía en combatirlo, antes que en comprenderlo. O sea, mientras esa conexión vital entre lo popular y lo nacional estaba ocurriendo delante de sus narices, prefirieron tapárselas y mirar para otro lado. Desaprovecharon así una posibilidad histórica y política excepcional, error que terminaron pagando muy caro. El pueblo se les fue por otro lado cada vez que pudo decidir por sí mismo.

Por cierto que el peronismo les daba “argumentos” de sobra para protestar de aquí y de allá. Aquello no era ni un té de caballeros a las cinco de la tarde, ni una vanguardia proletaria rebosante de luz y de saber. Les cuestionaba con su práctica “guaranga” todos sus esquemas teóricos y procedieron exactamente al revés de lo aconsejado: en vez de revisar sus teorías, negaron y vilipendiaron la realidad. Por eso ambos vivieron el golpe militar de 1955 como una “gesta libertadora” y se sintieron muy aliviados con Perón en el exilio y la proscripción brutal de sus seguidores.

Estos últimos (para la derecha “chusma”, para la izquierda “lumpen”) debían ser “reeducados” y en ese programa ya imposible volvieron a consumir las pocas energías que les quedaban. Pero apenas ese pueblo pudo votar, volvió a darle las espaldas. Eran, como dijo alguien, “incorregibles”.

Sin embargo, terció en aquella batalla –por las ideas y por la comprensión de lo popular– un tercer grupo de políticos e intelectuales que, a su manera, venían también haciendo lo suyo. Era la “izquierda nacional”, que buscó unir aquello que la derecha y la izquierda tradicionales mantenían divorciado, esto es: que la cuestión nacional es ámbito inseparable de la cuestión social y que aquélla es también cáscara vacía si no se la piensa en profunda conectividad con ésta. Así de sencillo, pero así también de profundo y sugeridor.

Estaban al principio en diferentes partidos, más tarde convergieron, algo que algunos propios entusiasta y valientemente fundaron y sostuvieron.

Compitieron naturalmente con el peronismo –como no podía ser de otra manera–, pero lo hicieron lealmente y de la misma vereda: del lado del pueblo y junto a él. La mayor parte de las veces fueron sus aliados, pero con la precaución siempre de conservar la propia identidad. Y esto, justo es también reconocerlo, no fue por figuración, sino antes bien por resguardar un ideario que a veces el propio peronismo descuidó.

Es cierto que tuvieron sus propias disensiones y sus propios errores, pero también lo es que su prédica intelectual terminó dando frutos y alimentando positivamente el ideario de varias generaciones de argentinos. Debemos a esa izquierda nacional –aun quienes no militamos en ella, ni provenimos doctrinariamente del marxismo– la lucidez de apuntar siempre en la dirección de los verdaderos problemas argentinos y latinoamericanos y de ayudar a pensarlos de manera situada: es decir, a la vez nacional y popular, local y regional, político y económico.


En esta época que peligrosamente tiende al “pensamiento único”, a la deshistorización de la política y a la copia acelerada de modelos “globales”, la reedición de esta obra de Jorge Enea Spilimbergo es un soplo de aire fresco.

Sabrá el lector del siglo XXI aprovecharla, como lo hicieron sus antecesores en el XX. Sabrá también actualizarla, alabarla o bien discutir fraternalmente con su autor. Cosa que Spilimbergo, como los buenos maestros, no sólo tolerará, sino que seguramente alentará. De eso puedo dar fe. Porque a ese talento que siempre nos llamó la atención, se le une una hombría de bien que lo hace doblemente valioso.

(sigue en la edición de mañana)

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