Mi amigo no tiene televisión, pero habla mal de “6-7-8”. Sin embargo, vive en el centro de la Ciudad y le llegan datos frescos de la realidad a través de una radio con graves problemas técnicos para sintonizar correctamente. Allá el si no quiere arreglarla, porque poder: puede.
Es un profesional que no ejerce. Pero una de sus fuentes de ingreso es dar clases en una escuela de un paraje lejano de Guaymallén, en una comunidad a las que podríamos denominar “de chicos en riesgo”, eufemismo terminológico que no hace más que tratar de encubrir una de las heridas que dejó abiertas en la Nación el gobierno de Carlos Menem, ese neoliberalismo pertinaz que asoló a millones de argentinos arrojándolos fuera de todas las estadísticas positivas y arrinconándolos en la soledad del miedo a morir de hambre y frío.
Mi amigo nunca ha practicado la política, si bien tuvo algunos acercamientos –todos extemporáneos e irregulares en lo que hace a los posicionamientos a los que se ha arrimado-, y generalmente lo ha hecho por un sentido de conveniencia directa y coyuntural. Lo suyo dista mucho de abrazar causas y militarlas llueve y truene, o salga el sol y sea primavera radiante. Sin embargo, a mi amigo le duelen los problemas de sus compatriotas y es una persona que se aflige por el padecer de los otros.
Se considera de izquierda, aunque su contexto familiar más bien puede definirse como de centro derecha, al margen de la abominación del término “centro” que tenemos quienes nos ubicamos en el espectro ideológico sabiendo muy bien que ciertas palabras más bien sirven de velo, para dejar detrás cualquier guiso inclasificable. Yo creo que mi amigo es un hombre de la derecha liberal democrática, porque la adhesión política debe mensurarse no por postulados, solamente, sino por adhesiones a políticas concretas, asumidas por los gobernantes, puestas en marcha y luego evaluadas por el pueblo. De hecho, Cristina y Néstor son quienes más han hecho por nuestro pueblo en las últimas décadas, pero el no puede aceptar eso. Acaso sea por esa limitación ideológica inconsciente que padece. Decir lo contrario sería tratarlo de gorila, aunque ¿de qué otra forma se llama al antiperonismo visceral?
Casi todas las tardes mi amigo antikirchnerista y yo solemos sentarnos a la sempiterna mesa del café que nos sirve para repasar nuestras historias -lo cotidiano- para ver en el fondo de los ojos cómo nos trata la vida y que esperamos del mañana, para darnos aliento ante nuevas caídas y para desplegar el metalenguaje lógico, previsible y divertido que alienta una amistad de más de una década larga.
Entre charlas me contó que tenía una alumna verdaderamente insufrible, quien no se ataba a ninguna referencia generada desde la materia que el dicta y que cuando no planteaba problemas que afectaban al curso entero, se escurría en un silencio que metía miedo. La chica padecía algo similar a episodios de una bipolaridad inenarrable que era perjudicial para el resto de la clase, para él como docente y, por cierto, para la propia niña.
Ante su preocupación, inmediatamente me puse de su lado en la historia, como suele ocurrir con las adhesiones descabelladas que estimula la amistad y le planteé una serie de ideas para salir de este problema, que se sumaban a las que él me contaba que trataba de llevar adelante. Pero en su discurso había una cosa terminal, casi de tipo determinista, que iba oscureciendo su mirada, llevándolo a sentir un profundo dolor como docente acechado por esta alumna especial, en el contexto de un curso “problemático y de población marginal” (más eufemismos detestables para referir a quienes nunca encontraron respuestas en un sistema excluyente e infernal, como el neoliberalismo menemista de marras).
Pero había algo que me hacía ruido muy adentro, porque al margen de ponerme en la misma cancha que mi amigo anikirchnerista en situación de docente, el no dejaba de ser el adulto frente a una niña que, si bien hacía gala de una violencia irreverente, no dejaba de ser una niña. Esto, seguramente, era lo que peor ponía a quien debía darle formación humana y educativa a un ser que parecía no encajar con el sistema del que… ¿forma parte?
Hilando fino, cuando hablábamos de las políticas sociales de Néstor y Cristina surgió el tema de la Asignación Universal por Hijo, que elevó la matrícula escolar en un 25 %, a la vez que obligó que los niños reciban las vacunas necesarias en cada caso y edad. Y también surgió lo de las más de tres millones y medio de computadoras personales entregadas a los pibes desde Presidencia de la Nación, para tener una herramienta moderna para afrontar el desarrollo temático.
Mi amigo antikirchnerista, que no necesariamente sabe de política, desecha todo aquello que provenga de estos gobiernos de la “década ganada” de la que habla Cristina, porque elige quedarse con la espumita que pone sobre el tapete el oligopolio Clarín, llena de anécdotas y diatribas muchas veces no comprobables, en desmedro de absolutamente todo lo que se hace.
Pero pienso que la política se debe medir en términos de realizaciones, de homologación de dichos y hechos, en el tipo de ejecuciones presupuestarias, pese a quien le pese, guste a quien guste. La política, mucho más allá de ser el egoísta “arte de gobernar”, debe constituirse en la barricada de implementar acciones que mejoren la vida de las mayorías.
Cuando aparecen casos como el de esta niña rebelde, a quien cuesta “encajar” en el sistema, uno aprende a valorar más las políticas públicas que se llevan adelante desde hace casi diez años. Porque tenemos noticia de esta menor y de muchas más, desde la aplicación de estas políticas de inclusión, que puntan a recomponer el tejido social que algunos cipayos destruyeron en acuerdo con las ya conocidas políticas impulsadas por el imperialismo para toda la región, a punta de golpes de estado o gobiernos democráticos títere.
Esta historia que me planteó mi amigo me dio más pistas del porqué de mi militancia enfervorizada y alegre a favor del Proyecto Nacional, Popular y Democrático. A pesar de los dolores de cabeza que pueden causarle a mi amigo antikirchnerista que haya niñas a las que cuesta volver a ingresar al sistema, que se encargó por años de aislar a millones de argentinos, sumiéndolos en la pobreza y el olvido.