ARGENTINA / Las políticas de seguridad y los Derechos Humanos / Escribe: Guido Croxatto






Desde hace mucho tiempo lo venían golpeando aunque él no hubiera hecho nada. Lo llevaban al río Mojotoro, lo golpeaban y le decían que no diga nada, lo amenazaban", afirmó Beatriz Palacios, madre de Rodríguez, en declaraciones a medios salteños. Según la mujer, hace más de un año que a su hijo lo golpean los policías. Afirmó que las aberrantes imágenes difundidas por Internet ocurrieron en la Comisaría 11 de General Güemes, a 50 kilómetros.



Este es un buen video para los que cuestionan el garantismo y quieren volver a la “mano dura”. Para los que quieren acabar con las garantías elementales del propio derecho. Para los que se quejan continuamente de que este gobierno “defiende los derechos humanos de los delincuentes”. Este video puede servir para pensar en toda su dimensión el debate por la seguridad en el derecho. También este video (sobre la seguridad de un chico pobre) sirve para pensar las críticas de Jorge Fernández Díaz, cuando dice que no se puede dejar “la política de seguridad del país en manos del CELS”, organismo de Derechos Humanos que acaba de denunciar categóricamente los hechos en Salta, por ser parte de un mecanismo estructural que impera en muchos puntos del país, con la connivencia o el silencio de fiscales y jueces.
La tortura no se trata del dolor físico y/o del quebrantamiento moral que puede o no desembocar en la muerte. El sentido real de la tortura es uno solo: el silencio. Con la tortura sucumbe la humanidad. Y con la tortura sucumbe el derecho. Sucumbe la prensa. Con la tortura sucumbe la democracia. La tortura nos obliga a pensar lo que pedimos cuando pedimos seguridad. Cómo lo estamos diciendo.

En opinión del CELS, las situaciones de apremios "forman parte de la cultura y sistema de gobierno de las cárceles, comisarías, institutos de menores y unidades psiquiátricas"; la tortura es parte del disciplinamiento y el orden. El CELS tiene razón: mal que le pese a Fernández, la tortura es un problema de la seguridad. El CELS tiene razón cuando pide la pronta sanción en el Senado del Mecanismo Nacional de Prevención contra la Tortura, aprobado por la Cámara de Diputados en septiembre del año pasado, para evitar hechos de abusos y torturas contra presos. Sería muy bueno poner la política de seguridad en manos de los organismos de Derechos Humanos. Porque nos enseñarían a pensar el problema de la inseguridad de otra manera. Todas las demás formas han fracasado. La única manera de afrontar la inseguridad es adoptando un enfoque que ponga en su primera línea los Derechos Humanos. Que incluya en la discusión de la inseguridad (muchos le llaman discusión al pedido de más penas y fusilamientos) la discusión más amplia por la integración, la educación, la igualdad y el derecho.

En un comunicado de prensa, desde el Inecip opinaron: “La tortura en lugares de detención, lejos de constituir un episodio aislado, no es más que la manifestación de un modelo de seguridad autoritario, opaco, violento, patriarcal, ineficiente, que cuenta con asentimiento, cuando no con explícito apoyo, de las autoridades políticas y con la venia de vastos sectores de los poderes judiciales, que son tolerantes y complacientes con los tratos crueles, inhumanos y degradantes y con su impunidad.” La tortura (trato cruel inhumano, degradante) se diferencia del castigo legítimo –que tanto anhela Grondona– en que este (se supone, desde Hegel) no es “degradante” para la persona. Al contrario. Hegel está convencido de que el castigo –por ejemplo, la cárcel– dignifica al ser humano. La diferencia entre el castigo y la tortura es la degradación y la posibilidad de reforma. La privación de la libertad, se cree, dignifica. De que se lo castiga “por su bien”. El castigo tiene que ver con la dignidad. Con la moral del sujeto. Y con el derecho. Con su conciencia, su reforma. ¿Pero qué sucede cuando no es así, cuando el castigo no funciona, cuando el castigo también degrada, cuando la cárcel es un centro de concentración de violencia, odio y abuso, de venganzas (según Mariotto en muchas cárceles de Buenos Aires las fuerzas policiales reparten drogas y facas para que los presos se maten entre sí)? ¿Qué sucede cuando la cárcel fracasa, cuando no reeduca, no reforma, no resocializa, sino que mata, tortura, empeora, enferma? ¿Cuando degrada la dignidad? ¿Cuando la policía, que debiera preservar a la persona, tortura? ¿Cuando no logra prevenir o suspender el delito o bajar los crímenes que se cometen, o incluso tiene un efecto contraproducente, aumentando la espiral de venganza, y violencia y odio entre los ciudadanos?

La pregunta que queda es qué logra el castigo (y cómo se justifica moralmente el castigo) en nuestra sociedad. Qué cárceles tenemos. Qué policías. Qué fuerzas. Qué Derechos Humanos. Los índices de reincidencia están demostrando que la cárcel no sirve. Y la mano dura tampoco. La pregunta que la sociedad está obligada a hacerse, con 30 años de democracia, es qué es la seguridad. Qué buscamos cuando pedimos seguridad. Cuando encerramos a alguien. Qué significa “estar seguros”. Es una discusión para los académicos. Pero las muertes son siempre dolorosas. Estén del lado que estén. Porque todas las vidas valen lo mismo. Pero estamos obligados a pensar más allá si queremos encontrar un camino real. No una fantasía de corto plazo. Una demagogia con más penas, como el “palo santo” en Bolivia, que muchos quieren legalizar (un palo del cual se sujeta a un ladrón o violador, para que las hormigas carnívoras lo devoren).

La tortura tiene una larga y también infame historia en el mundo. La conciencia de la humanidad no ha avanzado lo suficiente para lograr erradicar la tortura. Al contrario. Estamos retrocediendo. Hoy mismo, Judith Butler, militante del feminismo, denuncia un retroceso en la restauración de la tortura por parte de los jueces conservadores de Estados Unidos. Butler cree que con la rehabilitación judicial de la tortura estos jueces están acabando con el liberalismo. Y con la democracia. Puede que tenga razón. Sobre todo con el liberalismo en el derecho. Con los principios elementales con que el derecho se abrió difícilmente paso a la modernidad y a la democracia. Esos principios tienen un principio madre: el principio de legalidad. Y de allí, la presunción de inocencia. Y la prohibición de tortura.

Para muchos defender estas garantías elementales es ser precursor del “abolicionismo” fomcaultiano. Pretender que no se torture a un limpiavidrios de 18 años en Salta con una bolsa de nylon en la cabeza es ser un “defensor de los Derechos Humanos de los delincuentes”. No un hombre que defiende el derecho. Son fórmulas peligrosas, pero impregnan nuestro diálogo cotidiano. Es lo que Hobsbawm llama el lenguaje totalitario. El lenguaje totalitario está presente en nuestra vida diaria. Este lenguaje es más común de lo que pensamos: es el prejuicio. Están los que defienden a los delincuentes y los que, del otro lado, quieren “acabar” con ellos. La madre de Rodríguez identificó al oficial que le puso una bolsa de nylon a su hijo en la cabeza. Sostuvo que el apellido del uniformado es Gordillo y se trataría de un oficial. La tía de Rodríguez, Noemí Palacios, afirmó: "Cuando lo llevaban al río, los policías sacaban un hierro del patrullero y le pegaban en los tobillos." Según la mujer, a Rodríguez, que se ganaría la vida como limpiavidrios, y a otro sobrino los acusaron de una violación de una adolescente de General Güemes. Rodríguez estuvo preso por una violación que no cometió. Luego este joven, que limpia vidrios en una esquina perdida, es torturado por la policía. Para este joven la realidad misma configura un abuso. Nadie reclama por la seguridad de este joven. Los pobres no tienen derecho. La tortura se expande.

Amnistía Internacional denuncia con dignidad encomiable esta expansión en un mundo que parece callado. Un mundo con una conciencia adormecida. Un mundo sin memoria. Un mundo (una sociedad como la nuestra) más preocupado por el alzar del dólar que por la tortura de un ser humano. Esas son nuestras prioridades. Las prioridades de nuestra democracia. El dólar. No el derecho.

El periódico The New York Times informó el 12 de enero del 2005 que entre los abusos que tenían lugar en Abu Ghraib estaba el orinar sobre los prisioneros. Sacarse fotos con los cadáveres. Saltar sobre las piernas de los detenidos. Proferir golpes en las piernas con bastones metálicos colapsables. Verter ácido fosfórico sobre los prisioneros. Sodomizar prisioneros con bastones. Defecar sobre los detenidos. El informe Taguba, un año antes, después del escándalo de las fotos de 2003, que dio las vueltas al mundo, e indignó a los organismos de Derechos Humanos como Amnistía, enumeró la larga lista de crímenes cometidos por las fuerzas de ocupación. El secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, rechazó las acusaciones de tortura y calificó los hechos de Abu Ghraib como abusos. A Rumsfeld le preocupaba la palabra tortura. Eso es lo que más le molesta. Quería evitarla a toda costa. No quería llamar a las cosas por su nombre. Es importante, como dice Montenegro, llamar a las cosas por su nombre. La base de la democracia es el nombre. Esta es la estrategia de todos los criminales: cambiar la palabra, atacar la palabra, negar la palabra (negar el nombre, eso es lo que significa desaparecer). Negar la palabra tortura, la palabra crimen. Negar. Decir que el niño es un “escudo humano” de su madre. Hablar de “abuso” o de “apremios” ilegales. Decir que el torturado es un enemigo y que en tanto enemigo, no tiene derechos. Está fuera de la ley. Esto demuestra que la discusión del derecho y la discusión de la tortura también tiene que ver con la palabra. Mientras Amnistía Internacional habla de tortura, Rumsfeld habla de abuso. Mientras unos hablan de “apremios”, otros hablan de tortura.



Mientras Grondona sostenga desde La Nación que jueces como Zaffaroni –que se limitan a cumplir lo que dice la Constitución, a respetar y hacer valer las garantías constitucionales– son “abolicionistas” (que defienden los Derechos Humanos de los delincuentes, como en su momento se acusó al liberalismo de ser el primer paso del socialismo), o Jorge Fernández diga que es un “error poner en manos de organismos como el CELS la política de seguridad” de la Argentina, casos como el de Salta seguirán sucediendo, porque los torturadores se sienten amparados. Saben que no están solos. Que detrás de ellos hay toda una sociedad (discretamente callada) que todavía legitima las torturas (de manera elegante) mientras cuestiona “el garantismo” de jueces que “defienden los Derechos Humanos de los delincuentes”. Que no son personas. Mientras la sociedad siga más preocupada por el alza del dólar que por las torturas que sufrió Rodríguez, un limpiavidrios, nuestra democracia quedará trunca. Mientras el garantismo sea presentado como una bandera o una ideología y no como un derecho, no vamos a erradicar la tortura ni a prosperar como sociedad. Mientras se banalicen las garantías constitucionales hablando de “garantismo”, de “juez garantista”, de “derechos de los delincuentes” (construyendo un lenguaje que conduce al odio), vamos a seguir dividiendo a la sociedad en dos. Los que tienen derechos y los que no. La única manera de acabar con la tortura es con el (denostado, jamás entendido) “garantismo”. Con el respeto pleno de la Constitución. Con el respeto pleno de la dignidad de cada persona. Fernández Díaz acaba de decir que es (sería) un error poner la política de seguridad en manos de organismos de Derechos Humanos como el CELS. El video de Salta demuestra que no es un error. Es una urgencia. El error es el discurso que conduce a la tortura.

(Diario Tiempo Argentino, lunes 23 de julio de 2012)

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