Leemos en La Gazeta de Buenos Ayres del viernes 10 de marzo de 1812: "El 9 del corriente ha llegado a este puerto la fragata inglesa 'Jorge Canning', procedente de Londres en 50 días de navegación: comunica la disolución del ejército de Galicia, y el estado terrible de anarquía en que se halla Cádiz dividido en mil partidos...
La última prueba de su triste estado son las emigraciones frecuentes a Inglaterra, y aún más a la América Septentrional.
A este puerto han llegado, entre otros particulares que conducía la fragata inglesa, el teniente coronel de caballería don José de San Martín [...]; el capitán de infantería don Francisco Vera; el alférez de navío don José Zapiola; el capitán de milicias don Francisco Chilavert; el alférez de carabineros reales don Carlos Alvear y Balbastro; el subteniente de infantería don Antonio Arellano y el primer teniente de la guardia valona barón de Holmbert.
Estos individuos han venido a ofrecer sus servicios al gobierno, y han sido recibidos con la consideración que merecen por los sentimientos que protestan en obsequio de los intereses de la patria".
San Martín, Zapiola y Alvear rápidamente percibieron las deficiencias de la política local, la falta de poder y la mezquindad del gobierno del primer triunvirato digitado por Bernardino Rivadavia, y crearon un nuevo grupo de presión política: la Logia Lautaro.
El nombre provenía del cacique chileno que en 1541 incitó a su pueblo a luchar contra los opresores y cuya historia cantó Alonso de Ercilla en La Araucana, lo que ilustra que la visión americana de los integrantes de la Logia era, desde el inicio, continental y revolucionaria, como se mostró acabadamente en su notable influencia sobre la marcha de los acontecimientos de los años subsiguientes.
Mientras, en el Norte, Manuel Belgrano conducía el éxodo jujeño hacia Tucumán, perseguido por el ejército realista del general tarijeño Pío Tristán, que avanzaba confiado por el camino de la posta, aunque hallando a lo largo del camino sólo vacío y silencio, aparte del hostigamiento sistemático de las partidas criollas.
Durante su marcha Belgrano ha recibido una nueva y perentoria orden del triunvirato para que se retire sobre Córdoba definitivamente, dejando en consecuencia libradas a su propia suerte las provincias del Noroeste, además de una rigurosa y enérgica reconvención por su insistencia en enarbolar la bandera patria.
Pero el general contesta que está decidido a presentar batalla porque lo estima indispensable.
Por eso mismo, se encarga de incitar al pueblo tucumano para obtener su apoyo.
Lo consigue; para ello cuenta con la ayuda de algunas viejas familias patricias, como los Aráoz -los poderosos virtuales dueños de la ciudad-, vinculados a su ejército por dos de sus parientes: el coronel Eustaquio Díaz Vélez -cuya madre es Aráoz- y el joven teniente de Dragones Gregorio Aráoz de La Madrid volcarán todo su prestigio y ascendiente en la causa patriota.
Antes de su arribo, Belgrano ha ordenado desde Encrucijada a Juan Ramón Balcarce que se adelante a Tucumán para conseguir refuerzos y convocar a milicias para reclutar un cuerpo de caballería; éste se halla constituido y en pleno entrenamiento cuando llega Belgrano con el grueso del ejército.
Sin más armas que unas lanzas improvisadas, sin uniformes y con los guardamontes con los que habrían de hacerse famosos, Balcarce consigue organizar una fuerza de cuatrocientos hombres, punto de partida de la famosa caballería gaucha que haría su bautismo de fuego en Tucumán.
El gobierno insiste en sus oficios a Belgrano en que éste debe retirarse hasta Córdoba sin presentar batalla, pero el jefe patriota está decididamente resuelto a desobedecer la orden, quedándose en Tucumán; se ha dado cuenta del valor estratégico de este punto.
Así, entre el 13 y el 24 de septiembre, Belgrano se multiplica para organizar la defensa.
Con el ejército enemigo a la vista, escribe el mismo 24: "Algo es preciso aventurar y ésta es la ocasión de hacerlo; voy a presentar batalla fuera del pueblo y en caso desgraciado me encerraré en la plaza hasta concluir con honor".
En la madrugada del 24 de septiembre de 1812 Aráoz de Lamadrid, en partida de reconocimiento, prende fuego a los campos del frente y el incendio, con el viento del Sur, corriendo en temibles llamaradas hacia el ejército enemigo, lo desordenó, y lo hizo virar hacia el Oeste hasta dar con el viejo camino del Perú, por donde siguió; pasando a una legua de la ciudad de Tucumán, fue a detenerse y dar el frente a ésta en el lugar del Manantial.
Se ha dicho que ésta fue una táctica envolvente de Tristán para cortar a Belgrano su retirada hacia Córdoba; pero no hubo más táctica envolvente que en su contra y fue la del incendio.
Belgrano con su ejército, que daba frente al Norte, tuvo que contramarchar para ir a situarse en el Campo de las Carreras (en la zona de la actual Plaza Belgrano de la ciudad), cerca y de cara al enemigo.
Lo cual resultó para éste una nueva sorpresa.
El ejército español contaba con algo menos de 4.000 hombres bien equipados; el argentino, mal armado, la mitad.
La caballería patriota era mandada por Juan Ramón Balcarce y apoyada por una sección de Dragones y la caballería gaucha tucumana, la más entusiasta y de mayores bríos, como se verá.
A la mañana empezó la batalla.
Cuenta un actor del drama y gran técnico militar, José María Paz, que "es el de Tucumán uno de los combates más difíciles de describirse, no obstante el corto número de los combatientes [...].
Que la izquierda y centro enemigos fueron arrollados; nuestra izquierda fue rechazada y perdió terreno en desorden, en términos que el comandante Superí estaba prisionero por una partida enemiga, que luego tuvo que ceder a otra nuestra que la batió y lo represó.
El enemigo, por consecuencia del diverso resultado del combate en sus dos alas, se vio fraccionado, a lo que se siguió una gran confusión".
Por su parte, el tucumano don Marcelino de la Rosa cuenta que a mitad de la batalla ocurrió de repente algo que nunca habían visto los soldados enemigos, y que, por lo mismo, contribuyó a desbandarlos y a infundirles pánico.
Fue un gran ventarrón, que llegó desatado y furioso del Sur.
"El ruido horrísono que hacía el viento en los bosques de la sierra y en los montes y árboles inmediatos, la densa nube de polvo y una manga de langostas, que arrastrada, cubriendo el cielo y oscureciendo el día, daban a la escena un aspecto terrorífico".
Millones de langostas, escapando del viento, al largarse en picada hacia tierra hacían fuertes y secos impactos en los pechos y las caras de los combatientes.
Y si los mismos criollos, que las conocían, al sentir esos golpes, según Paz, se creyeron "heridos de bala", es de imaginar el espanto de los altoperuanos, al sentir en sus cuerpos tal granizada de "balazos", que no eran sino langostazos. (¿O tal vez los misteriosos proyectiles de la Providencia?).
Otro factor de los más decisivos para el triunfo fue la acción prodigiosa de la caballería gaucha tucumana del ala derecha.
Esta llevó su gran atropellada sobre el enemigo de un modo formidable.
Con las lanzas en ristre, a toda la furia de su caballada, haciendo sonar sus guardamontes y dando alaridos, cargaron estos valientes milicianos criollos lo mismo que una tromba.
Y nada pudo oponerle el enemigo a su paso.
La caballería enemiga de Tarija, al verlos llegar, se asustó y huyó.
Ni la infantería realista pudo contenerlos: la pasaron por encima y, cuando se dio cuenta, los encontró a su retaguardia.
Por lo tanto, atravesaron de parte a parte el ejército enemigo como si fuera un matorral: se fueron hasta el fondo, hasta donde estaban los bagajes y con ellos las mulas cargadas de oro y plata y los ricos equipajes del ejército real.
Entonces se dispersaron para dedicarse a "expropiar" de todo eso al enemigo.
Como vimos, la caballería gaucha había sido improvisada en días anteriores, y en su mayor parte era de hombres del campo, tan pobres como toscos...
No le dejaron nada al enemigo.
El general Belgrano, con otros oficiales, fue empujado por el desbande de su propia ala derecha fuera del campo de batalla hasta cerca del Rincón, por Santa Bárbara. Tristán, replegado sobre el Manantial con una columna que salvó, trataba de reunir los contingentes dispersos.
Mientras, la infantería patriota quedó dueña del campo de batalla, pero, viéndose sola, se replegó a su vez sobre la ciudad y entró en ella para acantonarse, y preparar desde allí su defensa bajo el mando del coronel Díaz Vélez.
Cuenta Paz que de pronto él se encuentra con Belgrano, que viene acompañado por Moldes, sus ayudantes y algunos pocos hombres más.
Ni el general ni sus compañeros saben del éxito de la acción e ignoran si la plaza ha sido tomada por el enemigo o si se conserva en manos de los patriotas.
A la noticia de la aparición del jefe, empiezan a reunirse muchos de los innumerables dispersos de caballería que cubren el campo.
A uno de los primeros en aparecer le pregunta:
- ¿Qué hay? ¿Qué sabe usted de la plaza?
-Nosotros hemos vencido al enemigo que hemos tenido al frente.
Pocos momentos después se presenta Balcarce con algunos oficiales y veinte hombres de tropa, gritando "¡Viva la Patria!" y manifestando la más grande alegría por la victoria conseguida.
Se aproxima a felicitar a Belgrano, quien a su vez de nuevo pregunta:
- Pero, ¿qué hay? ¿En qué se funda usted para proclamar la victoria?
- – Nosotros hemos triunfado del enemigo que teníamos al frente, y juzgo que en todas partes habrá sucedido lo mismo: queda ese campo cubierto de cadáveres y despojos.
Hasta ese momento nada se sabe de la infantería, ni de la plaza.
Recién al atardecer se entera Belgrano de la suerte corrida por el resto del ejército.
Mientras tanto, Pío Tristán consigue reorganizar a los suyos.
Se encuentra ahora él dueño del campo de batalla que ha sido abandonado por los patriotas, pero ha perdido el parque y la mayor parte de los cañones.
Se dirige entonces a la ciudad e intima rendición a Díaz Vélez con la amenaza de incendiarla.
Se le responde que, en tal caso, se degollarán los prisioneros, entre los cuales figuran cuatro coroneles.
Durante toda la noche permanece Tristán junto a la ciudad, sin atreverse a cumplir su amenaza. Pero el día 25 por la mañana encuentra que Belgrano, con alguna tropa, está a su retaguardia. Su situación es comprometida.
Belgrano le intima rendición "en nombre de la fraternidad americana".
Sin aceptarla y sin combatir, Tristán se retira lentamente esa misma noche por el camino de Salta, dejando 453 muertos, 687 prisioneros, 13 cañones, 358 fusiles y todo el parque, compuesto de 39 carretas con 70 cajas de municiones y 87 tiendas de campaña.
Sus pérdidas de armas dejarán al ejército patriota provisto para toda la campaña, y harán posible una nueva próxima victoria en Salta.
Las bajas patriotas, por otra parte, son escasas: 65 muertos y 187 heridos. Belgrano, esperando la rendición de Tristán, no lo persigue y sólo encomienda a Díaz Vélez que "pique su retaguardia" con 600 hombres.
De la batalla de Tucumán ha dicho el historiador Vicente Fidel López que fue "la más criolla de todas cuantas batallas se han dado en el territorio argentino". Y eso es, para él, "lo que la hace digna de ser estudiada con esmero por los oficiales aplicados a penetrar en las combinaciones con que cada país puede y debe contribuir de lo propio a la resolución de los problemas de la guerra".
Sobre su trascendencia, Mitre a su vez ha expresado acertadamente: "Lo que hace más gloriosa esta batalla fue no tanto el heroísmo de las tropas y la resolución de su general, cuanto la inmensa influencia que tuvo en los destinos de la revolución americana. En Tucumán salvóse no sólo la revolución argentina, sino que puede decirse contribuyó de una manera muy directa y eficaz al triunfo de la independencia americana. Si Belgrano, obedeciendo las órdenes del gobierno, se retira (o si no se gana la batalla), las provincias del Norte se pierden para siempre, como se perdió el Alto Perú para la República Argentina".
El general Manuel Belgrano, maestro de humildad y gratitud, reconociendo el carácter decisivo de la batalla de Tucumán y la influencia de la Providencia en su resolución, nombra a la Virgen de la Merced (cuya advocación se conmemora justamente el 24 de septiembre) Generala del Ejército del Norte, y le entrega su bastón de mando.
La noticia de la feliz desobediencia y la trascendente victoria de Belgrano en Tucumán llegó a Buenos Aires justo cuando se estaba desarrollando en esta ciudad la siniestra represión a la conspiración del veterano caudillo de la Defensa Martín de Alzaga –tres días de fusilamientos y horcas con sus tenebrosos colgajos en la plaza Mayor- y la imposición del candidato de Rivadavia –el doctor Pedro Medrano- sobre Monteagudo para la designación de un nuevo triunviro.
Sin embargo, al amanecer del 8 de octubre de 1812 aparecieron formadas en la Plaza de la Victoria las fuerzas de la guarnición de Buenos Aires conducidas por San Martín y Alvear, llegados de Europa hacía escasos siete meses: el flamante Regimiento de granaderos (la caballería napoleónica, la última palabra del arma) al mando de su fundador el coronel José de San Martín, el Regimiento de artillería de Manuel Pinto y algunos batallones de infantería de Antonio Ortiz de Ocampo.
En actitud revolucionaria, se pedía un nuevo gobierno y la convocatoria de un congreso de las provincias.
El movimiento del 8 de octubre que produjo la caída y el reemplazo del gobierno, pronunciamiento dirigido por la Logia Lautaro del que derivaría la Asamblea del año 13, tuvo por objeto enderezar el rumbo de la revolución –perdido desde el instante en que se frustró el plan morenista-, bajo la ya clásica forma de la convocatoria a un Cabildo abierto a favor del tumulto, con ruido de armas y gritos en la plaza y "la voluntad del pueblo" expresada en petitorio firmado.