¿Qué le ocurrió a la clase dominante argentina, que pasó de crear un Belgrano o un San Martín a engendrar un Pedro Eugenio Aramburu, un Isaac Rojas o un Jorge Rafael Videla? El pescado se pudre por la cabeza, decía pícaro Juan Domingo Perón cuando se lo consultaba por la decadencia de los argentinos.
Así como Carlos Marx en el 18 Brumario le atribuye a la historia la cualidad de repetirse a sí misma en forma de comedia, o como Jorge Luis Borges sugiere que la principal característica es el pudor, yo –este yo, obviamente, no es un intento de equiparación con los autores anteriores, sino apenas el atrevimiento abusivo que permite la autoría de una nota, considero que la particularidad capital de nuestro pasado compartido es la maliciosa ironía. En nuestro país, los “civilizados” degüellan, los “demócratas” realizan golpes de Estado y masacran a los opositores, los “próceres” son humillados y abandonados y luego reverenciados como seres míticos y extraordinarios por las mismas tradiciones políticas y culturales que los obligaron a refugiarse en el exilio. Pero quizás el mayor de los sarcasmos posibles para nuestra historia fue el del día de la muerte de Manuel Belgrano, de la que el martes se conmemorará un nuevo aniversario.
Recordemos: Belgrano volvía derrotado por su salud del frente Norte, acuciado por las derrotas y por su enfermedad. Había dedicado su vida a combatir por la Independencia Americana y, en los últimos años, el Directorio lo había condenado a reprimir los disensos internos y combatir a desgano contra los caudillos protofederales. Belgrano, sin dudas, era un hombre del puerto, un político del orden, un militar del poder central, pero, a diferencia de los protounitarios, veía con horror cómo el sueño de una América unida se astillaba por los intereses de las oligarquías locales. Promediaba el año XX, el terrible año de la anarquía, en el que porteños y provincianos se disputaban las migajas de país que habían dejado diez años de guerras revolucionarias, y Belgrano se iba apagando al mismo fúnebre compás en que se deshilachaban los ideales de Mayo.
Él mismo había escrito diez años atrás en el Diario del Comercio la importancia de la unidad para los pueblos del mundo. “La unión ha sostenido a las Naciones contra los ataques más bien meditados del poder, y las ha elevado al grado de mayor engrandecimiento; hallando por su medio cuantos recursos han necesitado, en todas las circunstancias, o para sobrellevar los infortunios, o para aprovecharse de las ventajas que el orden de los acontecimientos les ha presentado –sostenía en mayo de 1810–. Ella es la única, capaz de sacar a las Naciones del estado de opresión en que las ponen sus enemigos; de volverlas a su esplendor, y de contenerlas en las orillas del precipicio: infinitos ejemplares nos presenta la Historia en comprobación de esto; y así es que los políticos sabios de todas las Naciones, siempre han aconsejado á las suyas, que sea perpetua la unión; y que exista del mismo modo el afecto fraternal entre todos los Ciudadanos. La unión es la muralla política contra la cual se dirigen los tiros de los enemigos exteriores é interiores; porque conocen que arruinándola, está arruinada la Nación; venciendo por lo general el partido de la injusticia, y de la sin razón á quien, comúnmente, lo diremos más bien, siempre se agrega el que aspira á subyugarla. Por lo tanto, es la joya más preciosa que tienen las Naciones. Infelices aquellas que dejan arrebatársela, o que permitan, siquiera, que se les descomponga; su ruina es inevitable.”
Una década después, el 20 de junio de 1820, a los 50 años recién cumplidos, Manuel –el mismo que había ido a estudiar a Salamanca porque su familia era de sólida posición económica– moría en la más absoluta de las pobrezas. Y ese mismo día, la política pequeña le “pegaba una gastada” cruel: conocido como “el día de los tres gobernadores” se producía el fin de la Revolución de Mayo con la caída del Directorio Supremo y la disolución de todo poder central en la Provincias Unidas del Río de la Plata. Tres soberanías diferentes reclamaban su jefatura y las provincias se replegaban sobre sí mismas, desconociendo el poder central –soberbio y mal llevado– de Buenos Aires.
Mientras escribo esta nota, se cumple un nuevo aniversario de la otra ironía crudelísima de nuestra historia. Unos señores, usurpando el uniforme militar que usaron hombres como José de San Martín, como Manuel Belgrano, como Manuel Savio o Enrique Mosconi, abordaron unos aviones en Córdoba, pintaron sobre el fuselaje del avión “Cristo Vence” –¿otra ironía matar inocentes en nombre de un torturado por el poder central?–, y un rato después, bombardearon la Plaza de Mayo en horarios del mediodía, masacrando a gente que iba al trabajo, o paseaba por allí o, simplemente, iba a apoyar a un gobierno elegido democráticamente. El resultado fue más de 350 muertos y más de 1000 heridos. No hubo culpables ni arrepentidos ni castigo. Sólo un silencio atroz durante décadas.
Nadie va asustarse por un crimen de guerra como es un bombardeo sobre población civil indefensa: lo hicieron los nazis contra Guernica, los aliados contra Dresde, los estadounidenses contra todo lo que se le pusiera adelante, incluyendo, claro, Nagasaki e Hiroshima. Lo que nunca había ocurrido –es que claro, los argentinos somos tan únicos y especiales– es que un ejército bombardeara a su propio pueblo. O sea, los encargados de defender a un pueblo lo bombardean. ¿Se entendió? Aquellos que cobraban un sueldo para defender a la “gente” de un ataque externo fueron los mismos que atacaron a esa gente. La única pregunta posible es la siguiente: ¿Quiénes eran los extranjeros, los bárbaros, los ajenos, los invasores en su propia patria?
Siempre recuerdo la escena del Éxodo Jujeño en la que Belgrano se convierte en la retaguardia de la retirada para proteger al pueblo en marcha de los avances enemigos. ¿Qué le ocurrió a la clase dominante argentina, que pasó de crear un Belgrano o un San Martín a engendrar un Pedro Eugenio Aramburu, un Isaac Rojas o un Jorge Rafael Videla? “El pescado se pudre por la cabeza”, decía pícaro Juan Domingo Perón cuando se lo consultaba por la decadencia de los argentinos.
Y por allí anduvieron los “libertadores”, los “demócratas” fusilando, torturando, prohibiendo, proscribiendo al peronismo durante décadas, diseminando su odio contra los sectores populares. Liberales conservadores, radicales, socialistas, comunistas, compartieron la fiesta del botín, mientras el pobrerío se refugiaba en su casa soportando el vendaval de violencia desde arriba. Una semana antes del 16 de junio se habían paseado pacíficamente por la calles de la ciudad celebrando el Corpus Christi –otra vez utilizaban al torturado, al crucificado por los poderosos, como símbolo–. Parecían corderos de Dios y en apenas unas semanas se convertían o mostraban su verdadera naturaleza de “tipos que olían a tigres violentos y despiadados” dispuestos a obligar al pueblo a “hundir las narices en el plato”.
Escribo esta nota entre el impecable discurso de la presidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner en el Comité de Descolonización de la ONU y el anuncio del Plan Pro.Cre.Ar., que puede comenzar a solucionar el problema de viviendas a miles de argentinos y zanjar las dificultades que tenían ciertos sectores de clase media para poder obtener su primer techo. Al mismo tiempo, en que en las calles de norte de Buenos Aires suenan todavía algunas cacerolas. Semanas atrás, fuimos testigos del odio –las golpizas av periodistas de 6,7,8 y Duro de Domar– y el desprecio que sienten por el kirchnerismo –si para algo sirvió la jugarreta del cubo de la CNN en el programa 6,7,8 fue para demostrar lo que realmente pensaban los caceroleros– y por los pobres que reciben “salud, educación y vivienda”. En 1955 los periodistas “profesionales” escribían en La Nación y Clarín diatribas contra el gobierno peronista y lo acusaban de tiranía, de nazismo, de antidemocrático. Columnas similares a las que hoy pueden leerse en esos diarios por escritores disfrazados de progresistas. Hoy golpean sus cacerolas con odio, alentados desde los canales de televisión del Grupo Clarín ¿Serán capaces mañana de subirse a aviones y escribir “Cristo Vence” en el fuselaje?
(Diario Tiempo Argentino, domingo 17 de junio de 2012)