El jueves fue el Día del Periodista. Pocas veces tuve una impresión tan grata. Fue en Santa Teresita, sí, esa ciudad ahí en la costa de mar y arena. Organizado por la Asamblea por los Derechos Humanos, el acto se llevó a cabo en el Instituto de Formación Docente. Eso es lo que vale. La ciudad quedó vacía, el aula magna rebosaba de gente: alumnos entusiastas, docentes, vecinos, obreros, empleados, comerciantes, pueblo, pueblo. Ese instituto de enseñanza es el primer centro educativo que ha levantado un monumento a Rodolfo Walsh. Estuvimos allí. La emoción; corrimos la tela que lo cubría. Hablamos de él. El sentido de solidaridad nos invadió a todos. Su prosa puro coraje. Sus figuras literarias cubiertas de vuelo emocionado. Y su muerte. Para siempre, el héroe del pueblo. Leí un escrito que le dediqué hace ya muchos años. Dije: “No tengo otra forma de definir a Rodolfo Walsh que tomar la frase de Madame de Staël referida a Friedrich Schiller: ‘La conciencia es su musa’. Su conciencia lo seguía a todas partes. (‘Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana’) Ese es el parámetro de su vida: su conciencia. Predestinación de mezclarse con la vida, de meterse. No fue consciente, tal vez, de su predestinación. La sangre que circulaba por sus venas no lo dejaba tranquilo con los productos que le depositaba en el cerebro. Sus mejores cualidades literarias fueron alma y humanidad”.
El acto llega a su punto culminante cuando la directora del instituto de enseñanza anuncia a los presentes que los docentes van a proponer darle el nombre Rodolfo Walsh a esa casa de estudios. No hay mejor ejemplo para la juventud, agregué. Y termino a plena voz: “Se acabó el tiempo de llamar a los colegios ‘General Roca’, se ha abierto un claro amanecer al bautizarlos con el nombre de este héroe del pueblo, el periodista ejemplo para todos, Rodolfo Walsh”.
Luego, ya en las aulas, me piden que recuerde a otros periodistas ejemplos de creación y bondad en ver a su sociedad. Acabo de cumplir sesenta años en el periodismo. Toda una época más que difícil. Triunfos, despidos, cárceles, gozar de maestros y aguantar a tiranos de escritorio. Nombro al más admirado por mí: Raúl González Tuñón, el poeta de la calle, de la aventura y de los sueños. Recuerdo cuando lo despedimos al jubilarse de su oficio de periodista. Me tocó pronunciar el discurso de despedida, en un bodegón de Barracas, ante la mesa tendida y después del brindis: “Por fin lo tenemos entre nosotros a Raúl. Digo por fin, porque lo tuvimos mucho tiempo entre nosotros en esa enorme redacción que parece un reloj del tiempo con sus ruidos, con sus gritos, con sus apuros, y lo dejábamos escapar. Y él se nos escapaba con su humildad, sus eternas ganas de pasar desapercibido. Se nos escapaba con su paso silencioso, su cabeza poblada de sueños, y se tomaba alguna nube aquí en Barracas –por supuesto sacaba boleto obrero– y se sentaba a la ventanilla del tiempo a observar y amar una vez más a las gentes, a las casas viejas, a las ilusiones y a las esperanzas de esta ciudad. Porque como el mismo Raúl dice en uno de sus versos: ‘El poeta lo es en sus libros y en la calle’. Pero hoy lo hemos atrapado y lo hemos traído aquí con nosotros, sus amigos, que queremos expresarle la alegría que sentimos por su último libro: La veleta y la antena. El pasado, los años ’20, ¡qué tema para Raúl! Buenos Aires con sus calles color sepia, con sus multitudes de alpargatas, de galerita, de cuello duro, con sus anarquistas rojos de bronce quemando tranvías y haciendo saltar panaderías, con su Hipólito Yrigoyen trenzando en la calle Brasil, con sus generales bigotudos, con su clase media buscando que sus hijos fueran abogados, médicos o cadetes navales, con sus conventillos, y sus domingos de hipódromo y fóbal. Se ha caído un tranvía al Riachuelo. Raúl hace sus primeras armas como reportero. Ahí está él en medio de ese mar de llanto, de gritos, de pitadas de barquichuelos y vigilantes, de cadáveres grises y mojados de obreros y costureritas. Y escribirá su primera nota: apenas un recuadro. Que titulará ‘El sándwiche de milanesa’. Y Botana, el director de Crítica, con esa intuición que lo caracterizó, mete ese recuadro, de un puñetazo, en primera página. Y nada como ese recuadro registró el drama injusto que significó esa tragedia: un tranvía de obreros ajusticiados por un Dios incomprensible en un paredón de barro y agua podrida. Raúl se detuvo ante el cadáver de un chico de 12 años, de pantalones parchados. Allí, de un bolsillo le asomaba un paquete: el agua había abierto el papel de estraza y dejaba ver un cacho de pan francés con una milanesa en el medio. Y sobre esa figura, Raúl escuchó un poema triste, trágico, desgarrante. Así, con la sencillez que lo caracteriza exclamó su llameante voz de protesta. Allí, en el sandwich de milanesa, estaba toda la tragedia: estaba el chico que en vez de jugar o estudiar tenía que ir a las cinco y media a trabajar. Como un hombre más. Estaba el drama de la madre preparando, antes de partir, ese sandwich como única ayuda, como única protección. Estaba allí toda la injusticia de los hombres para con los hombres, y, lo peor, para con los hijos de los hombres. Estaba todo: la vida y la muerte. Y tal vez, esa imagen del sandwich de milanesa que quedó allí intacto, mojado en el pantalón de un obrerito muerto, es lo que impulsó a Raúl a hacer ésa, su vida consecuente de poeta revolucionario. Raúl, el periodista poeta, en su día”.
También recordé el jueves a otro periodista con quien compartí horas y horas de labor en el Congreso de la Nación: Gregorio Selser. De periodista a escritor. Uno de los mayores historiadores de las gestas latinoamericanas revolucionarias. Su Pequeño ejército loco describe la gesta de Augusto César Sandino. Es sin duda uno de los mejores testimonios de esa gesta latinoamericana. A ese libro seguiría una serie relatando todas las gestas revolucionarias de nuestro continente. Toda su vida se pasó consultando archivos y juntado documentación. Cuando Gregorio Selser se suicidó para librarse de una enfermedad mortal, el 27 de agosto de 1991, perdimos a uno de los mejores periodistas e historiadores latinoamericanos. Ante su muerte escribí: “No aprendiste la lección y mientras te defendías con tu humilde sueldo de redactor anónimo comenzaste a escribir, pero primero te dedicaste a tu oficio preferido, a juntar papeles, y después a volcarlos, interpretarlos e informar en un infinito teclear de tus dedos. Y ya te metiste en tu casamata y Marta, tu compañera, el ángel bueno, a ordenar tus papeles y tu vida. La fiebre ya no te pudo dejar. Rogelio García Lupo me dijo a modo de presentación: ‘Aquí, Gregorio Selser, profesión, juntapapeles’. ‘¿Papeles, de dónde?’, pregunté yo en forma un poco torpe. Y vos, Gregorio, me respondiste con infinita candidez: ‘De Latinoamérica’”.
En mi escrito, ante su muerte, finalicé diciendo: “Para vos, Gregorio Selser, no habrá paraíso. Porque sabés muy bien que el único paraíso es la búsqueda, la lucha por ese paraíso en la Tierra. Pero en la memoria –esa que no se agota cuando los notables abandonan al muerto después de los discursos– quedarás para siempre, como el boletinero mayor de la eterna revolución latinoamericana, y te acompañará para siempre el pequeño ejército loco con Augusto César Sandino, su general de hombres libres que seguirá luchando por la Libertad por los siglos de los siglos”.
Tres periodistas con la vocación de servir a su sociedad, para mejorarla, no para mantenerla con sus actuales vicios. Otro ejemplo, muy olvidado, se llamó Emilio Corbière, el socialista, un luchador como pocos en buscar caminos y encontrar soluciones. Por fin, se acaba de realizar un homenaje a tan digno hombre de búsquedas en infinitos artículos plenos de sugerencias e ideas.
Una jornada de logros recordando a las mentes que trataron de forjar nuevos caminos en un mundo que todavía no encuentra la senda para la paz definitiva, que no puede ser otra que acabar con las diferencias sociales entre los seres humanos.
(Diario Página 12, 9 de junio de 2012)