Fue un sueño en alta definición, de esos que -por su encuadre- se confunden con la estética de una película de autor. Tania, mi hija de tres años, y yo paseábamos en bicicleta por un parque verde, desierto. El escenario era todo nuestro, amplio y generoso; dispuesto a ser el marco de un momento de felicidad, de juegos compartidos, de profunda intimidad.
Las bicicletas eran dos modelos a escala de la primera que tuve de niño: una aurorita celeste que me dejaron los reyes magos a los siete años. “Los reyes no existen, son los padres”, me había susurrado, entonces, un primo mayor con la picardía y el sigilo que envuelven la transmisión de una fórmula secreta, clandestina. ¿Los padres existen?
Tania avanzaba con ritmo sostenido. Yo sólo la miraba y eso me alcazaba para ser feliz. El parque era una sucesión constante del mismo paisaje; el paisaje era una lenta proyección de diapositivas.
El día que mi familia intentó explicarnos la verdad yo podía adivinar, como si ya hubiese estado allí, cada palabra, cada frase. Por alguna razón que no entiendo, la “verdad” que se me revelaba no era otra cosa que una manifestación explícita de mi constante pero brumoso sentimiento de angustia.
Sí me sorprendió saber que soy parecido a mi papá y que mi hermano tiene los rasgos de mi mamá. Mirar las fotos me provocaba cierta fascinación, quizás porque los mandatos de la genética eran la única evidencia de que alguna vez existieron.
Pero los otros, esos tipos con bigote finito, cejas pronunciadas y ropa rara que se llevaron a mis papás, le contaban al mundo mi historia: “Los desaparecidos no tienen entidad, no están, no existen”. Me decían a mí que Carlos y Mecha no existen, que yo no existo.
El sueño transcurría sin tiempo. Tania pedaleaba a mi lado, yo sentía su presencia. Era un vínculo seguro, sin miedos, lleno de paz, cubierto de complicidad y de plenitud.
Miré a Tania. Allí estaba, a mi lado, feliz. Volví a mirar, ya no estaba. De repente, había desaparecido ella y su bicicleta celeste, la misma que me regalaron los reyes. Todo se desplomó, corrí por el parque, grite su nombre, volví a casa.
La vieja construcción de adobe de la calle Ituzaingó estaba igual que siempre, igual que cuando jugábamos con mi hermano, igual que cuando los otros entraron a las patadas y se llevaron a mi mamá para siempre. Recorrí la galería cubierta por el toldo verde, entré a las habitaciones, me asomé a la pieza del fondo desde la que, una noche de 1976, cuando tenía la edad de Tania, escuché los ruidos del horror; abrí la puerta del baño de azulejos amarillos donde mi abuela se encerraba todos los días a llorar para que no la viéramos. La casa estaba vacía, pero allí estaban los gritos, los insultos y los llantos. Tania no estaba, tampoco mi abuela, ni mi tío, ni mi hermano, ni mi mamá.
Allí estaban el abandono y la culpa. Allí, la felicidad interrumpida por una terrible sensación que no se puede relatar pero que, sin embargo, tiene la contundencia de lo definitivo y la persistencia de la repetición.
En lo más profundo de la desesperación no sabía si yo había perdido a Tania o a mis padres. Quizás todo sea parte de una misma y constante pérdida. Lloraba como el niño que perdió a sus padres y como el adulto que perdió a su hija. Lloraba.
Cuando desperté fui a la habitación de Tania. Mi hija, tan parecida a su madre, dormía en su cama, rodeada de juguetes y con una mueca de felicidad. De a poco yo volví a reconocer ese lugar seguro y racional que, a modo de refugio, construí en mi memoria para dar sentido a mi vida. Allí, la pérdida es la consecuencia del arrebato y la desaparición es un golpe sistemático. Allí, las marcas presentes del horror tienen un trazo indeleble, pero, sin embargo, dejan un espacio para plasmar la reescritura de una historia que, a su vez, son todas las historias. Allí están la culpa y el abandono, pero hay lugar, también, para paseos por el parque, bicicletas auroritas y juegos compartidos.