Perón, los trabajadores y la izquierda / Escribe: Osvaldo Calello






El peronismo se configuró en las condiciones históricas existentes en la primera mitad de los años 40, a partir de la crisis de hegemonía del bloque oligárquico y la presencia de nuevas fuerzas sociales, emergentes del proceso de industrialización originado en la sustitución de importaciones al que la segunda guerra mundial había dado nuevo impulso. Los círculos dirigentes de la vieja argentina semicolonial, representativos de los terratenientes de la pampa húmeda y de la burguesía comercial y financiera, asociadas al capital extranjero, habían recuperado el control del aparato gubernamental tras al golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 y lo mantuvieron hasta el 4 de junio de 1943. Sin embargo, ya ha comienzos de la década del 40 evidenciaban claros signos de agotamiento político. El fraude electoral, practicado sistemáticamente por los gobiernos de Uriburu, Justo, Ortiz y Castillo, era la prueba que el universo liberal que desde la segunda mitad del siglo xix había girado en torno al eje de la renta diferencial, había entrado en una crisis irreversible. Mientras tanto las medidas proteccionistas, que el régimen de conservadores y liberales se había visto obligado a adoptar para preservar a la economía argentina de las consecuencias del crac de 1929, habían dado lugar al surgimiento de nuevas capas obreras afincadas en la industria y al desarrollo de una burguesía fabril de pequeños y medianos propietarios, así como de una clase media vinculada al mercado interno. Estas fuerzas sociales no podían reconocer, ni en los partidos de la Concordancia que controlaban el gobierno, ni en el radicalismo completamente alvearizado, la representación genuina de sus intereses. En cierto modo la primera expresión política de los nuevos protagonistas sociales sobrevino a través del régimen militar del 43, reflejo a su vez de los cambios en el balance de fuerzas que se habían producido en la sociedad argentina. De forma tal, la alianza entre el ala nacionalista del Ejército, la Iglesia y la burocracia estatal, resultó el antecedente político del frente de clases que en 1945 habría de dar origen al peronismo. Más allá de los aspectos ideológicamente reaccionarios del movimiento del 4 de junio, sus medidas fundamentales en el plano económico tendían a dar curso a un programa de nacionalismo burgués en correspondencia con las transformaciones que había experimentado el patrón de acumulación capitalista. El sesgo distintivo que adquirió tal régimen, en especial en la etapa Farell-Perón, provenía del hecho de que ni la burguesía nacional, ni el proletariado, componentes fundamentales de la nueva fase de desenvolvimiento, estaban en condiciones de ocupar el puesto de mando. La primera era orgánicamente débil, consecuencia de las características de un proceso de industrialización sin revolución industrial; políticamente ambigua, temerosa del capital imperialista y desconfiada de la fuerza sindical de los trabajadores. Estos, a su vez, no habían alcanzado la suficiente madurez de clase para formular un programa independiente, en condiciones de realinear el campo de fuerzas nacionales. En consecuencia, las condiciones estuvieron dadas para el surgimiento de una jefatura que con el aparato estatal como soporte y el apoyo de las grandes masas obreras y populares, ganase autonomía respecto de las clases sociales para llevar adelante la política que la burguesía nacional no se animaba a encarar. Tal el carácter bonapartista que adquirió la jefatura de Perón, y la particular relación que se estableció entre esa jefatura y las bases obreras del movimiento.[1]


Como no podía ser de otro modo, la ideología del peronismo reflejó desde un principio una contradicción de fondo, propia de un movimiento afirmado en la clase trabajadora, portador al mismo tiempo de un programa nacional-reformista destinado a remover los cimientos de la Argentina agro-exportadora sin traspasar los límites del orden capitalista. De ahí la ambigüedad en muchos de sus aspectos sustanciales. En todo momento Perón estableció los principios de su conducción sobre la base de un especial equilibrio de clases, y su jefatura se afianzó arbitrando entre distintos intereses y expresiones ideológicas.

Sabía que para hegemonizar los componentes heterogéneos de un movimiento policlasista debía realizar una serie de concesiones y alcanzar cierto balance, al cabo de un juego de compensaciones. Por eso decía que “en el gobierno para que uno pueda hacer el cincuenta por ciento de lo que uno quiere, ha de permitir que los demás hagan el otro cincuenta por ciento de lo que ellos quieren”. Pero advertía que “hay que tener la habilidad para que el cincuenta por ciento que le toque a uno sea lo fundamental”.[2]

Es cierto que Perón decidió desenvolver sus planes en los límites más generales del capitalismo. Pero al mismo tiempo, la necesidad de desplazar el eje del patrón de acumulación del viejo orden agroexportador, lo obligaba a fundar su empresa sobre una amplia base popular. La intención de conciliar los distintos intereses que se desprendían de esta combinación lo llevaba a afirmar, por ejemplo, que “en el justicialismo el capital está al servicio de la economía”, y no a la inversa como, según él, enseñaba la “economía pura”.[3] Perón necesitaba sostener la fórmula de la conciliación de clases, aunque semejante fórmula encerrara una contradicción con la naturaleza social del capitalismo.

Su jefatura ocupó el lugar que bajo otras condiciones le hubiera correspondido a la burguesía nacional. Pero precisamente por eso, el suyo no podía ser un simple liderazgo de clase. Su bonapartismo fue el resultado de una contradicción sobredeterminada, estructurada en torno a dos ejes principales: el de la contradicción de contenido nacional del viejo país dependiente de la década del 40, y el eje del antagonismo de clase de una sociedad capitalista. La necesidad de construir un discurso antioligárquico pero a la vez burgués; antiimperialista pero al mismo tiempo encuadrado en los límites del capitalismo, determinó una particular configuración ideológica.

En efecto, ese discurso se organizó en torno a una línea antiliberal, articulando una serie de interpelaciones, algunas de contenido contrario, que abarcaban el amplio arco que iba desde las consignas sostenidas por los obreros laboristas hasta aquellas que identificaban a los nacionalistas simpatizantes del fascismo, pasando por el industrialismo y el antiimperialismo. Por lo tanto, el “movimiento pendular”, convertido en recurrente explicación por los seguidores de Perón acerca de los desplazamientos tácticos de su jefe, no fue otra cosa que el producto de las contradicciones de clase sobre las que se erigió la jefatura popular.

Sin embargo, el ensamble de componentes ideológicos de diversa procedencia no fue realizado mediante una operación algebraica. Por el contrario, el bonapartismo de Perón fue el producto de la hegemonización de diversas y hasta contradictorias identidades de clase. La confluencia objetiva de fuerzas sociales, principalmente el proletariado y las capas medias y bajas de la burguesía industrial, en una solución nacional, creó las condiciones para la emergencia de una voluntad colectiva. El antiliberalismo, entendido como desenmascaramiento de la democracia fraudulenta y del parasitismo oligárquico, se convirtió en hilo conductor de un discurso con cierta capacidad de fusión sobre una diversidad de componentes ideológicos. La hegemonía resultante —de eso se trata—, adquirió un carácter constitutivo: gravitó decisivamente en la construcción de las identidades políticas del campo de fuerzas nacionales, en proceso de reorganización a mediados de la década del 40.

En el curso de este proceso los obreros identificaron en el peronismo su interés de clase. Así el concepto de justicia social reflejó el avance, pero también la consolidación de los trabajadores en la estructura capitalista y, en consecuencia, estableció los límites de un orden social que el peronismo no estaba dispuesto a superar.

Perón interpeló al trabajador como sujeto sindical. “De casa al trabajo y del trabajo a casa”, fue la consigna central de un discurso que perseguía la unidad de los obreros, y a la vez el estricto control sobre sus movimientos. El jefe popular reconocía la condición de clase de los trabajadores en las empresas y en las organizaciones gremiales, pero de ningún modo estaba dispuesto a aceptar una expresión independiente en el plano de la lucha política. En su concepción, la relación política/clase trabajadora tenía límites muy precisos: la política no debía entrar al sindicato porque “es el germen más disolvente de todas las organizaciones obreras”. Sin embargo, el sindicato como expresión de la unidad de clase, estaba destinado a obrar como punto de apoyo de la política de Perón.[4]Así, la particular relación entre el sindicato y el Estado que se estableció bajo el peronismo quedó estrictamente encuadrada en los términos de la Ley de Asociaciones Profesionales de 1945. La norma afirmaba la unidad de clase disponiendo el reconocimiento a una sola organización sindical por rama económica y al mismo tiempo imponía un férreo control, otorgando al gobierno la fiscalización de las cajas de los gremios y reservándole la facultad de conceder y quitar personerías. También autorizada la intervención de los sindicatos en las luchas políticas, siempre que una asamblea de afiliados así lo hubiera resuelto en cada oportunidad. Más adelante la Constitución de 1949, notable por su defensa de la soberanía nacional, no reconoció el derecho de huelga por considerar que en un país socialmente justo no tenía sentido incluir en el cuerpo constitucional una garantía de ese tipo.[5]

Al mismo tiempo, la concepción que identificaba al trabajador como sujeto sindical, se correspondía con la afirmación de que entre el proletariado y la burguesía no existía un conflicto de fondo. Perón denunció a la oligarquía y al bloque de fuerzas tradicionales, refractario a cualquier concesión respecto de sus intereses de clase, pero simultáneamente cuestionó el término “conquista obrera” por su connotación con el concepto de antagonismo, que precisamente su consigna de “humanizar el capital”, rechazaba.[6]

Para el peronismo la organización de la clase trabajadora debía establecerse con exclusividad en el plano gremial, mientras que el sindicato tenía asignada una función principal en la estructura de los aparatos de Estado. Esta idea comenzó a ponerla en práctica Perón desde el principio: desde el momento en que transformó la Secretaría de Trabajo en el eje organizativo de una nueva trama sindical, en oposición al viejo gremialismo proveniente del socialismo, el sindicalismo y el comunismo. Valiéndose del plantel de inspectores del flamante organismo laboral, el jefe del GOU extendió la organización gremial hasta los lugares más remotos, donde el capital imponía sus condiciones sin conocer límites.

El sindicalismo peronista surgió sometido a una fuerte influencia estatal, y esa orientación la consolidó durante los dos gobiernos de Perón. Esta decisión, de orden estratégico, de clausurar todo desenvolvimiento independiente en el movimiento obrero, bloqueó cualquier posibilidad de superar al viejo sindicalismo, que bajo el signo del reformismo o del ultraizquierdismo obraba como ala izquierda del orden semicolonial.

¿Era posible en las condiciones de mediados de la década del 40 un avance semejante?

El partido obrero de los sindicatos

La creación del Partido Laborista constituyó el intento más consistente en dar respuesta a ese interrogante. El partido organizado por el núcleo de dirigentes sindicales cercano a Perón fue una consecuencia directa de las movilizaciones obreras y populares de octubre de 1945, y su irrupción confirmó el advenimiento de la clase trabajadora a la arena de las luchas políticas bajo nuevas banderas. La necesidad de salvar a Perón de una caída sin retorno, y al mismo tiempo de clausurar definitivamente la época del dominio oligárquico, despertó la iniciativa de las masas y obligó a los obreros a plantearse problemas que hasta entonces habían sido dominio exclusivo de las estructuras políticas tradicionales.

La respuesta a los interrogantes que dejó abiertos la movilización del 45 dio por resultado una organización política, estructurada a partir de los sindicatos y cohesionada en torno a un programa reformista, que levantaba la eliminación del latifundio mediante una reforma agraria, así como la nacionalización de los servicios públicos y de las fuentes minerales, además de incluir un detallado capítulo de legislación laboral y social. El PL aspiraba a ser el partido de las masas trabajadoras sindicalizadas, pero intentaba representar al mismo tiempo al conjunto de las clases laboriosas, incluida la baja burguesía constituida por industriales, comerciantes y agricultores. Se oponía, en consecuencia, al gran capital nacional y extranjero, que con “profundas raíces imperialistas”, configuraba “una minoría poderosa y egoísta”.

Su discurso no impugnaba el capital como tal, sino la forma más concentrada del capitalismo, que se valía de su poder para imponer y acrecentar los privilegios de clase. En ningún momento superó los límites de una plataforma reformista: se proponía completar la democracia política con la democracia social, y reclamaba una mayor justicia social y una mejor distribución de la riqueza. Sin embargo, ese reformismo estaba imbuido de un contenido antioligárquico; era nacionalista (antiliberal) y asignaba al Estado una fuerte presencia en la economía y la sociedad.

El PL tuvo una vida efímera. Fue fundado una semana después del 17 de octubre de 1945 y disuelto por orden de Perón en junio de 1946. Su intervención fue decisiva en los comicios del 24 de febrero. Sin la maquinaria político-electoral organizada por los cuadros sindicales a lo largo y a lo ancho de todo el país, Perón no habría podido derrotar a la fórmula de la Unión Democrática. En aquellas provincias en que el PL y la Unión Cívica Radical Junta Renovadora presentaron boletas por separado, el partido de los sindicalistas aportó el 70% de los votos peronistas.

Durante el breve período que media entre octubre de 1945 y mediados de 1946, el PL conservó un apreciable grado de independencia respecto de la jefatura de Perón. A duras penas consiguió éste hacer aceptar el acuerdo electoral con los radicales renovadores, y así y todo en seis de los quince distritos electorales su candidatura fue presentada en boletas separadas. Asimismo tuvo que empeñarse para imponer la candidatura de Hortencio Quijano a la vicepresidencia, pero debió resignarse ante el desplazamiento del renovador Alejandro Leloir, su candidato a la gobernación de Buenos Aires, en favor de Domingo Mercante, respaldado con tenaz intransigencia por Cipriano Reyes y el resto de la conducción laborista de esa provincia. Por fin, la orden de disolución del partido en mayo de 1946, debió sobreponerse a una firme resistencia de un sector de la dirigencia obrera.



Sin embargo, la suerte del partido organizado desde los sindicatos estaba jugada de antemano. Para Perón el PL fue, en definitiva, el instrumento destinado a traducir a términos electorales el enorme apoyo que se había ganado entre las masas trabajadoras. Aceptó su presencia a pesar que no la había promovido, pues siempre había observado con desconfianza toda representación obrera que se erigiese más allá del límite de la práctica sindical. Pero una vez ganada la batalla electoral, la necesidad de unificar el bloque de clases a partir del cual habría de hacer frente a las presiones de la oligarquía y el imperialismo, adquiría prioridad sobre cualquier otra consideración. Perón necesitaba terminar cuanto antes con el sordo enfrentamiento que mantenían desde un principio laboristas y radicales renovadores, cuya persistencia comprometía su margen de maniobra política y constituía una amenaza para la consistencia de su futuro gobierno. De lo contrario, la resistencia, que seguramente habrían de ofrecer los círculos de la Argentina tradicional a su programa, encontraría la posibilidad de reflejarse a través de las disidencias internas.

Por lo demás, Perón tenía una razón tanto o más poderosa para decidir la liquidación del Partido Laborista. El suyo era un proyecto nacional burgués cuyo punto de apoyo fundamental no lo constituía la burguesía sino el proletariado; una fórmula que podría adquirir un grado considerable de radicalidad a poco que el conflicto pendiente con los intereses aún intactos del bloque agroexportador se profundizase. En ningún caso Perón estaba dispuesto a apelar al apoyo de las masas, promoviendo una posición política independiente en las filas más avanzadas de la clase obrera. En definitiva se trataba de reconciliar el capital con el trabajo, favoreciendo un proceso de acumulación de corte industrial, en detrimento de los componentes rentísticos y especulativos del viejo capitalismo agrario y comercial. Por lo tanto, la consolidación de la jefatura bonapartista necesitaba a la vez que ese respaldo popular, un firme control que estableciese los límites de los desplazamientos en la base del movimiento. Dentro de esa estructura vertical no quedaba lugar para un partido apoyado en los sindicatos que intentase mantener cierto grado de independencia, ni tampoco para una CGT con iniciativa propia como la que pretendía Luis Gay y una parte de la dirigencia obrera.

Ahora bien, los límites que imponía la construcción bonapartista no sólo estaban fuera del PL, sino que formaban parte de su propia naturaleza. En efecto, el soporte organizativo del nuevo partido eran los sindicatos y las agrupaciones gremiales que como tales integraban sus estructuras. Para ese entonces esas organizaciones ya estaban fuertemente influidas por el vínculo que las relacionaba con el Estado. Desde mediados de 1944 esa relación había experimentado un vuelco fundamental, acorde con una política que perseguía, mediante el reconocimiento de los derechos de los trabajadores, la construcción de un sólido mercado interno, sobre el cual asentar un proyecto de capitalismo independiente. El contraste de la nueva línea dirigente del Estado respecto del comportamiento que había caracterizado al aparato gubernamental oligárquico de la década infame, no podía ser más notorio. A lo largo de los años 30 el salario real de los trabajadores osciló por lo general por debajo del nivel de 1929, mientras que la ocupación aumentó casi en un tercio. Para el núcleo invernador/comercial, aún dominante, lo importante no era ampliar el consumo de las masas, sino por el contrario contar con determinado volumen de excedentes para colocarlos en los mercados europeos. A su vez, la nueva burguesía industrial hacía ganancias extraordinarias manteniendo el régimen de acumulación basado en la extracción de plusvalía absoluta.[7] Inversiones mínimas, bajos salarios, y ampliación de la jornada colectiva de trabajo a partir de la expansión de los planteles laborales, era la fórmula más favorable, según el nivel que arrojaba la tasa de ganancia.

Sin embargo, ya próxima la finalización de la guerra, las condiciones para la acumulación de capital habrían de presentarse de modo diferente. La conflagración había puesto fin a la larga crisis que estalló en octubre de 1929, y el que se avecinaba era un prolongado período de expansión capitalista que se extendería hasta el inicio de la década del 70. En Argentina, la fase de sustitución de importaciones con eje en la industria liviana estaba acabada en gran medida en los primeros años de la década del 40, y en un marco de recuperación de la economía europea y de avance mundial del imperialismo norteamericano, no existía posibilidad alguna de resguardar el nivel de industrialización alcanzado, a menos que se ensanchase el mercado interno ampliando sustancialmente el consumo de las masas.[8]

En cambio, desde mediados de la década del 30 y hasta ya entrados los años 40, el crecimiento de la clase obrera industrial había tenido por correlato una confrontación constante con la patronal, y una acumulación de reivindicaciones y de derrotas parciales. Así, la relación de los sindicatos fabriles con el Estado, administrado por conservadores y liberales, se inscribió en este contexto de condiciones adversas.[9]

Ahora bien, las exigencias de un viraje en la orientación de la acumulación del capital y particularmente, la decisión de Perón de reestructurar el bloque de poder, para facilitar un desenvolvimiento económico más cercano a las necesidades de la burguesía industrial, debían obligadamente transformar la relación entre el Estado y los sindicatos. El avance de la política nacionalista del 43 en el sentido de una línea de alianzas con las organizaciones gremiales provocó, primero una diferenciación en el movimiento obrero, y luego un vuelco decisivo de los sindicatos. En definitiva, la antigua relación de conflicto resultó desplazada por un vínculo de nuevo tipo, cuya consecuencia fue la integración de las estructuras gremiales a una construcción política, en la cual el Estado, al mismo tiempo que daba curso a las demandas de los trabajadores, ejercía el control sobre sus organizaciones.

Durante el período de configuración de la alianza, particularmente en el lapso que va de octubre de 1945 a mediados de 1946, las estructuras gremiales mantuvieron sin merma su autonomía, pero el curso general de su política se orientó en coincidencia estrecha con la línea de la fracción nacionalista militar consolidada en el aparato de Estado. Es evidente que la presencia de un centro gravitatorio de tal naturaleza, no podía dejar de ejercer influencia sobre un partido, en cuya estructura los sindicatos constituían el soporte central. En todo caso se habían creado condiciones para que las tendencias de corte economicista, reforzadas por el inicio de una etapa distribucionista, cobraran importancia.

El economicismo es la ideología de la relación capital/trabajo afirmada en los límites de una fase puramente corporativa de las luchas obreras, y como tal juega un papel fundamental en la reproducción del orden capitalista. El Partido Laborista estaba más allá de una práctica ceñida exclusivamente a los reclamos económicos de la clase trabajadora. Sin embargo, las organizaciones sobre las que se sostenía se movían dentro de límites más reducidos. Conviene tener presente que desde una práctica sindical, aún cuando se trate de una práctica politizada, no es fácil construir una posición independiente, sobre todo cuando se ha estrechado la relación con el Estado. Precisamente en torno al Estado giraba la estructuración del emergente movimiento popular, de modo que el hecho decisivo de ese proceso, la consolidación de una jefatura bonapartista, se produjo sólo cuando Perón estuvo en condiciones de controlar los mecanismos centrales del aparato estatal.

En mayo de 1946 esa solución, en sus lineamientos fundamentales, estaba configurada. En ese momento la orden de disolución del PL adquirió un peso aplastante.

El ala izquierda del bloque liberal

Es cierto que en la suerte del partido basado en las organizaciones obreras, las contradicciones internas jugaron un papel decisivo. Pero además de las limitaciones que conllevaba ese intento de sostener una posición autónoma desde una plataforma laborista, fue la decisión de las grandes masas obreras y populares la que resolvió el conflicto. En última instancia, los trabajadores estaban dispuestos a sostener un partido propio mientras éste obrara como un instrumento de apoyo del gobierno peronista. Pero no habrían de respaldar ese intento de intervención relativamente independiente, si el precio a pagar era un enfrentamiento con Perón.

Sin embargo, el interrogante sigue pendiente: ¿era posible en el campo político abierto por el realineamiento nacional-popular del 45 construir una corriente obrera independiente? La consideración del papel de los partidos de izquierda en ese período crítico reviste una importancia relevante para terminar de responder a ese interrogante. Se vio más arriba por qué desde la relación Estado-sindicatos impuesta por el peronismo no fue posible que emergiera una organización autónoma de la clase trabajadora. Pero sin duda, esa doble relación de alianza y control simultáneos, no alcanzaba a los partidos que hasta la primera parte de los años 40 orientaron en buena medida al movimiento obrero. ¿Por qué las dirigencias socialistas y comunistas, que ocupaban por entonces posiciones gravitantes en la estructura sindical, perdieron prácticamente toda influencia con el advenimiento del peronismo? ¿Fue acaso la despolitización del trabajo sindical impulsada por los primeros, o la débil organización de los segundos, el origen de esa declinación irremediable?[10]

Ni una cosa ni la otra, con ser ciertas, explican en lo fundamental el giro que imprimió a su orientación de clase el movimiento obrero a mediados de los años 40. No resultó circunstancial que tanto el Partido Socialista como el Comunista, definieran sus posiciones ante los acontecimientos de octubre de 1945 en oposición a la tendencia que se volvió dominante entre las grandes masas obreras y populares. En ambos casos la decisión resultó la confirmación de líneas políticas, que terminaron por circunscribir a la izquierda reformista y comunista en el papel de ala “progresista” del bloque histórico, reorganizado por las antiguas clases dominantes para hacer frente al emergente campo popular.

Desde sus orígenes a fines del siglo pasado, el Partido Socialista, se orientó en sentido reformista según el revisionismo de la Segunda Internacional y determinó su acción siguiendo un curso que tendría por centro de gravedad la arena parlamentaria. A su vez, la línea socialista en el movimiento obrero ciñó las posibilidades del proletariado a un horizonte de reivindicaciones reformistas, en el cual no había sitio para la acción directa y, salvo circunstancias excepcionales, se descartaba la huelga general. Desde ese ángulo el PS fue definido como un partido “democrático y evolutivo”, al que le había sido asignada la misión civilizadora de “educar a la ciudadanía”.[11] Construido a partir de una matriz liberal con connotaciones iluministas, el discurso juanbejustista no hacía otra cosa que reproducir el viejo paradigma organizado en torno a la antinomia “civilización o barbarie”. Al igual que los propagandistas de los círculos tradicionales del poder, los dirigentes socialistas creían descifrar en los ciclos de la historia europea las claves de la sociedad argentina. Explicaban el pasado a la luz de las proposiciones centrales de la historiografía mitrista, y hacia adelante apostaban a un futuro “progresista”, a un futuro de capitalismo, con su correspondiente democracia parlamentaria al mejor estilo europeo, pero sin los males que trae aparejada la concentración del capital. La suya era la visión de una clase de pequeños productores, de profesionales y de trabajadores en situación más o menos estable, incorporados en su mayor parte en la plataforma de servicios públicos del orden agroexportador.[12]

En la política argentina el PS obró como una suerte de ala izquierda del liberalismo oligárquico, principio hegemónico que organizó a lo largo del siglo xix y hasta mediados del actual, el bloque de las clases dominantes. Su desprecio por el federalismo democrático del interior en disputa con el unitarismo porteño en los años que se prolongaron entre las guerras civiles y 1880, y por el yrigoyenismo, a los que englobaba bajo el rótulo de “política criolla”, desnudó la naturaleza portuaria del socialismo juanbejustista. Alfredo Palacios fue echado del partido por su “nacionalismo criollo”, además de su afición a los lances caballerescos. Manuel Ugarte corrió igual suerte en 1913 por repudiar la partición de Colombia por el imperialismo norteamericano en 1903; partición que los dirigentes del PS todavía aplaudían diez años después.

En definitiva, para los seguidores de Juan B. Justo el orden de cosas que giraba en torno a la renta diferencial, constituyó una suerte de principio unificador de la propaganda partidaria en sus aspectos sustanciales. Así, por ejemplo, en el Congreso de 1938 junto con los lineamientos de una reforma agraria basada en un impuesto progresivo sobre la renta, con recargo a los propietarios ausentes y expropiaciones de tierras aptas para agricultura y ganadería, y en el mismo capítulo económico en el que se planteaba la nacionalización de los servicios públicos (cuidándose muy bien de toda posible confusión respecto del “anticapitalismo nacionalista”), el programa reclamaba la reducción gradual de los derechos aduaneros hasta su extinción.

Hasta fines de la década del 20 el núcleo dirigente del PS mantuvo la estricta división del trabajo entre la lucha política y la sindical. Según este principio, que se ajustaba (y se ajusta) a las necesidades de reproducción del orden burgués, los sindicatos debían permanecer políticamente neutros y los obreros socialistas debían depositar en la dirigencia partidaria su representación política. El resultado de esta delimitación fue el papel subordinado que jugaron los cuadros obreros en el partido respecto de una burocracia dirigente de origen pequeño burgués. Como contrapartida, la tendencia a una práctica sindical despolitizada ganó espacio en algunas de las estructuras gremiales controladas por militantes del PS, creando un campo sujeto a la influencia de la corriente sindicalista.[13]

La relación entre la estructura partidaria y la fracción gremial varió parcialmente cuando a partir de 1932 la dirección del PS, decidida a aprovechar el abstencionismo radical contra el fraude conservador, se lanzó a organizar un gran partido de oposición, proclamando que la lucha gremial, además reivindicativa y cooperativa debía ser político-sindical. Sin embargo, la organización socialista de los trabajadores nunca dejó de ser vista, en el mejor de los casos, como un auxiliar de la política electoral del partido. Esta concepción recibió confirmación plena en 1943 con la negativa del Comité Ejecutivo a participar del acto del 1° de mayo organizado por la CGT N° 2 para convocar a la convergencia de las fuerzas democráticas, de cara a las próximas elecciones presidenciales. En esa ocasión los directivos socialistas les recordaron a los dirigentes obreros cuales eran los límites que no debían traspasar: “…hemos creído siempre, y seguimos pensando, que no compete a los gremios la dirección y orientación política de los trabajadores y menos de los ciudadanos en general”.[14]

Pero al mismo tiempo, el partido que se asignaba la misión de dirigir a los trabajadores, en modo alguno estaba dispuesto a dejar de ser la expresión política de una fracción “progresista” de la pequeña burguesía. La victoria del núcleo dirigente en las confrontaciones internas del período 1932/1935 contra el ala izquierda que pretendía transformar al PS en un partido clasista, organizado en torno a una estructura centralizada de militantes y orientado según el principio marxista de la lucha de clases, confirmó definitivamente la imposibilidad de imprimir un giro hacia la izquierda en el viejo partido juanbejustista.

Los cambios de frente del Partido Comunista

Si el Partido Socialista, a pesar de sus crisis internas, logró mantener desde un principio una línea de continuidad que lo confirmó como la variante reformista del bloque agroexportador, el Partido Comunista cambió una y otra vez la táctica según las mutaciones de la política mundial. En la década y media que va de 1930 a 1945 la línea del PC resultó una reproducción a escala local de los virajes tácticos de la burocracia soviética. Así entre 1929 y mediados de 1935 el comunismo argentino, de acuerdo con la estrategia de la Tercera Internacional, se cerró en una posición ultraizquierdista; en los siguientes tres años, hasta mediados de 1938, se orientó en la construcción del frente popular antifascista; en la segunda mitad de ese año el PC abandonó la consigna “democracia o fascismo” y proclamó una posición neutralista y antiimperialista, en correspondencia con el acuerdo firmado entre la Alemania nazi y el gobierno de Stalin; por fin, la invasión de los ejércitos de Hitler a la URSS decidió un nuevo viraje hacia una línea de “unión nacional antifascista” a partir de 1941.

En estos sucesivos cambios de frente hubo dos períodos que marcaron muy fuerte la presencia del PC en la escena política nacional. El primero de ellos estuvo signado por el desenvolvimiento de una línea de ultraizquierda; en el segundo la corrección produjo una desviación de índole “democrática”.

En la etapa que se inició en 1928 el comunismo nativo se perfiló como una corriente radicalizada, en oposición al conjunto de las fuerzas políticas existentes, a las que consideraba variantes del régimen “latifundista-burgués” dominante. Su referencia teórica central eran las tesis del Tercer Período que el VI Congreso de la Tercera Internacional celebrado en 1928, adoptó como línea política para afrontar dos acontecimientos inminentes y decisivos: el derrumbe definitivo del capitalismo y la victoria de la revolución proletaria.

¿Una nueva oleada revolucionaria luego de las crueles derrotas de la clase trabajadora en Italia, el centro de Europa y en China? En cierto sentido las deliberaciones de ese VI Congreso se anticiparon a los acontecimientos: sus análisis previeron la crisis mundial que estallaría en la segunda mitad de 1929. Sin embargo, la mayoría de los expositores asignaron a esa futura crisis un carácter catastrófico, y a través de un enfoque teñido de economicismo caracterizaron como inexorables los sucesos que derivarían de ella y abrirían el ciclo definitivo de la revolución socialista. El centro de gravedad de los acontecimientos por venir fue trasladado de la lucha de clases al dominio de las contradicciones capitalistas, y ese desplazamiento dejó al proletariado sin posibilidad de articular una política de alianzas. Así, la Internacional trazó una línea recta y diferenció los dos campos inconciliables de la lucha de clases: el campo de la revolución proletaria y el campo de la reacción burguesa. A continuación colocó en el frente de los enemigos de la clase obrera al reformismo sindical y a los partidos socialdemócratas, a los que denominó “socialfascistas” y calificó como el principal obstáculo en el camino de los trabajadores revolucionarios. Según este punto de vista, afirmado en el pleno ascenso del fascismo en Europa, la historia tenía un rumbo prefijado y una finalidad ineluctable, en cuyo curso debían sumergirse los partidos obreros, llevando al máximo la radicalización de sus posiciones y preparándose para la conquista del poder. Todo lo que no coincidiese en esta línea no podía sino servir a los fines de la reacción.

En Argentina esa política fue aplicada por el PC al pie de la letra. En diciembre de 1928 el VIII Congreso aprobó las tesis sobre la situación económica y política que definirían el curso partidario hasta mediados de la década del 30. El país fue caracterizado como una formación semicolonial, cuyos centros económicos decisivos —ferrocarriles, transporte marítimo, frigoríficos, mercados de cereales y de carne, comercio exterior, etc.— estaban en manos del imperialismo. Sin embargo en el bloque de sus clases dominantes no sólo no se reflejaba una contradicción de raíz nacional, sino que por el contrario su unidad estaba fundada en una ligazón entre los intereses de la burguesía agropecuaria y el capital industrial. A su vez la burguesía industrial fue clasificada como fuerza auxiliar del imperialismo. En este marco al radicalismo yrigoyenista se lo consideró como expresión del empresariado industrial y agroindustrial y se lo diferenció del radicalismo alvearista, vinculado a los círculos tradicionales del conservadorismo. Pero como la naturaleza de la burguesía fabril no difería en el fondo del carácter de clase de la oligarquía ganadera, el gobierno de Yrigoyen fue denunciado como un gobierno antiobrero, enmascarado tras una política demagógica que era dejada de lado cuando la lucha de clases alcanzaba cierta intensidad, como había ocurrido durante la “semana de enero” y en Santa Cruz.

Por este camino la política de la clase obrera en el frente antiimperialista fue reducida a un clasismo abstracto, refractario a los símbolos y valores en torno a los cuales se constituyeron históricamente las identidades del campo popular. Las contradicciones, vacilaciones y limitaciones de la pequeña burguesía yrigoyenista fueron interpretadas como índice de su naturaleza de “bloque heterogéneo, latifundista burgués”, y los planteos antiimperialistas que levantaba el ala izquierda del Partido Radical, fueron caracterizados como el intento de disputar al proletariado la hegemonía en el frente de clases y, por lo tanto, sus sostenedores fueron denunciados como “enemigos de la verdadera revolución popular de masas, obrera y campesina”.

En un país dependiente, semicolonial en muchos aspectos de sus relaciones con las metrópolis imperialistas, pero que de todas formas había alcanzado un apreciable desenvolvimiento capitalista, la clase trabajadora podía aspirar a jugar un papel dirigente, siempre y cuando lograra fusionar en una voluntad nacional-popular los distintos componentes de las tradiciones populares, consolidados como tales en el proceso de lucha contra el bloque de fuerzas gobernantes. Pero la política del PC se proyectaba en otra dirección. Definía a la pequeña burguesía y al campesinado al margen de su experiencia política concreta y de las alineaciones que les correspondían en el plano político-ideológico, y les contraponía una ideología preexistente: el marxismo-leninismo, ideología revolucionaria del proletariado. Al hacerlo condenaba a los trabajadores que hacían suyo el imaginario comunista al aislamiento y sectarismo político.

Sin embargo en los primeros años de la década del 30 el PC logró afianzar un sistema de cuadros en el movimiento obrero. Entre 1932 y 1936 los militantes sindicales comunistas impulsaron dos huelgas generales en Buenos Aires, dos huelgas prolongadas de los trabajadores de la madera y dos huelgas de importancia perdurable en la historia del movimiento obrero: la de la carne y la de la construcción. A diferencia de socialistas y sindicalistas atrincherados en los gremios de servicios, los cuadros de la CUCS[15] construyeron sólidas posiciones sindicales entre los obreros industriales de la alimentación, la madera, la carne y la construcción. Su línea combativa, en presencia de la democracia fraudulenta de la década infame, contrastó con el reformismo conciliador de sindicalistas y socialistas y se abrió paso en las capas obreras que habían quedado al margen de la organización de los aparatos gremiales tradicionales.[16]Esas capas, que se habían desarrollado por fuera de la plataforma de servicios, soportaban directamente el peso de la crisis capitalista sometidas a condiciones de sobreexplotación. Su nivel de vida había caído abruptamente tras el ajuste dispuesto al comienzo de los años 30.[17]

Al mismo tiempo, la orientación de la acción gremial comunista, dirigida a organizar sindicatos por rama industrial, se ajustó plenamente a las exigencias que planteaban a la clase trabajadora los cambios aparecidos en la estructura productiva tras el impacto de la crisis. Y a pesar de que el contenido ultraizquierdista de las resoluciones del VIII Congreso, le impedía a los militantes comunistas articular una política de unidad antiimperialista, los planteos contra el imperialismo y el capital extranjero de la década del 20 y de la primera parte de la siguiente, los ubicó en las primeras líneas de combate de la clase trabajadora. En definitiva, el desarrollo de un discurso clasista en el marco de sobreexplotación y desprotección en que se desenvolvía el proletariado fabril en la primera mitad de la década infame, encontró correspondencia en las necesidades de una lucha encarnizada en defensa de las condiciones de su existencia como clase.

Esta política se mantuvo hasta la segunda parte de 1935. En octubre de ese año el PC cambió de vía, y enfiló rectamente hacia el punto de confluencia de las fuerzas antifascistas que se estaban reagrupando a nivel mundial. Previamente el VII Congreso de la Internacional había corregido su rumbo anterior y revisado las caracterizaciones que la llevaron a una falsa apreciación de la naturaleza del fascismo: a partir de agosto de 1935 se abrió el período de los “frentes populares”, que terminó colocando a los partidos obreros en situación subordinada respecto de las burguesías “democráticas”.

En Argentina el reclamo de normalización constitucional y reestablecimiento de las libertades públicas a través de un gobierno de concertación democrática, junto con la formación de un frente de partidos opositores al gobierno conservador, constituyeron el eje de un giro aplicado por la Conferencia de Avellaneda respecto de la línea de ultraizquierda.

Hasta ese momento “la revolución agraria y antiimperialista sobre la base de los soviets” haba sido el objetivo en torno al cual se había organizado la política comunista durante el Tercer Período. El PC realizó una extensa autocrítica de esa orientación en ocasión del IX Congreso (enero de 1938), cuestionando, entre otras cosas, no haber sabido distinguir entre la tendencia nacional reformista de la burguesía (yrigoyenismo) y el bloque feudal-imperialista y, en consecuencia, no haber levantado una posición de defensa del gobierno democrático en vísperas del golpe del 6 de septiembre. Sin embargo, el cambio de frente no acercó a los comunistas al cauce nacionalista democrático de las grandes masas populares. Por el contrario, la defensa de la democracia se trasmutó de inmediato en la reivindicación de un democratismo formal, subordinado ideológicamente al liberalismo oligárquico. En ese IX Congreso, Orestes Ghioldi declaró tarea inmediata del proletariado la “liquidación de los vestigios del feudalismo y el mantenimiento del régimen democrático”. Los dirigentes del stalinismo argentino todavía creían estar en presencia de una futura revolución democrático burguesa, superadora de los últimos reductos de un pasado feudal, según el esquema de las revoluciones europeas de los siglos xvii y xviii. Desde este enfoque el enemigo eran las expresiones recalcitrantes del conservadorismo, base de apoyo necesario de un avance fascista contra las instituciones republicanas. En su informe al xi Congreso, Luis Sommi sostuvo, por ejemplo, que si en la provincia de Buenos Aires el gobernador Fresco aún no había instaurado una dictadura fascista no era por falta de convicción sino porque no contaba con suficiente fuerza.

La antinomia democracia/fascismo, que el PS hizo suya desde un primer momento, organizó un discurso comunista estrechamente vinculado a un campo de connotaciones de contenido liberal. A lo largo del período que va de 1935 a comienzos de 1938, y luego con toda fuerza a partir de 1941, el planteo original del frente popular se fue deslizando hacia la fórmula de una unión democrática, que tenía especial cuidado en incluir al ala liberal de la oligarquía. Desde entonces el PC diferenció al imperialismo democrático del imperialismo fascista, valoró la política del New Deal de Roosevelt a la que consideró progresista y esperanza de paz y tranquilidad para América Latina, criticó la rapiña de los grandes banqueros y capitalistas británicos porque terminaba fortaleciendo la reacción fascista y tomó como tarea fundamental “forjar la Unión de la democracia argentina en salvaguardia de las instituciones liberales y progresistas que nos legaron los prohombres del pasado”.[18] Poseída por un intenso fervor democrático, la dirigencia comunista proclamó su “repulsa de los criminales, aventureros ‘nacionalistas’ renegados de nuestra tradición liberal y progresista”[19] y formuló un encendido elogio del Ejército, custodio de las instituciones democráticas.

Así, el PC pasó casi sin transición de las posiciones de ultraizquierda al período del oportunismo abierto respecto del liberalismo oligárquico y de los imperialismos “democráticos”. Se autocriticó por no haber reconocido diferencia entre el contenido nacional reformista del yrigoyenismo y el carácter “feudal-imperialista” del golpe del 6 de septiembre de 1930, pero de inmediato repudió la decisión que en su momento lo llevó a no apoyar la alianza Demócrata-Socialista que el PS y la Democracia Progresista organizaron, en complicidad objetiva con la dictadura, para convalidar la proscripción del radicalismo en las elecciones de noviembre de 1931.[20]“Aprendiendo” de los errores del período ultraizquierdista, los dirigentes comunistas le confirieron al término “unidad” el significado más amplio, al punto de correr la línea divisoria hasta diferenciar una tendencia democrática dentro del bloque de clases dominantes e intentar ganarla para el frente de lucha antifascista. Separar al presidente Ortiz, agente del capital británico y exponente del ala liberal de la oligarquía, del conservador Fresco, símbolo de “amenaza fascista”, se convirtió en la llave táctica que el PC llevó adelante hasta la segunda mitad de 1939, cuando el pacto germano-soviético de agosto de ese año lo devolvió por un breve lapso a una posición antiimperialista.[21]

El estalinismo argentino abandonó la posición contra la guerra tan pronto como los ejércitos del Tercer Reich invadieron la URSS en junio de 1941 y volvió a la línea antifascista entendida como la unidad de las fuerzas democráticas, incluida parte de los círculos dominantes. Sin embargo, a esa altura, tanto la posibilidad de la solución conservadora, que intentó imponer el presidente Castillo luego de la muerte de Ortiz, como la solución democrática, propiciada por un sector de las clases dominantes a través de la candidatura del general Justo, no pasaban de ser expresiones de un ciclo histórico agotado.

La prueba de que una época había concluido y de que un nuevo tiempo había llegado quedó registrada, como pocas veces, en la perspectiva con que la vieja izquierda portuaria interpretó la movilización de masas del 17 de octubre de 1945. El 21 de octubre de ese año el Partido Comunista difundió un manifiesto en el que entre otras cosas se sostenía: “El malón peronista —con protección oficial y asesoramiento policial— que azotó al país, ha provocado rápidamente —por su gravedad— la exteriorización del repudio popular en todos los sectores de la república en millares de protestas. Hoy la Nación en su conjunto tiene la clara noción del peligro que entraña el peronismo y de la urgencia de ponerle fin”. Inmediatamente señalaba: “Se plantea para los militantes de nuestro Partido una serie de tareas, que para mayor claridad, hemos agrupado en dos rangos:higienización democrática y clarificación política. Es decir, por lado, barrer con el peronismo y todo aquello que de alguna manera sea su expresión; por el otro, llevar adelante una campaña de esclarecimiento de los problemas nacionales, la forma de resolverlos y explicar ante las amplias masas de nuestro pueblo, más aún de lo que hemos hecho hasta hoy, lo que la demagogia peronista representa. En el primer orden nuestros camaradas deben organizar y organizarse para la lucha contra el peronismo hasta su aniquilamiento”.[22] El Partido Socialista, por su parte, no se quedó atrás. El 23 de octubre un editorial de La Vanguardia escrito por Américo Ghioldi calificó a los trabajadores peronistas como lumpen-proletariat. La nota explicaba: “Cuando un cataclismo social o un estímulo de la policía moviliza las fuerzas del resentimiento, cortan todas las contenciones morales, dan libertad a las potencias incontroladas, la parte del pueblo que vive ese resentimiento y acaso para su resentimiento, se desborda en las calles, amenaza, vocifera, atropella, asalta a diarios, persigue en su furia demoníaca a los propios adalides permanentes”.[23]

Estas posiciones confirmaron a comunistas y socialistas como ala izquierda del frente oligárquico organizado en torno a la Unión Democrática, y los alinearon junto a la Sociedad Rural, la Cámara de Comercio, la Unión Industrial, la embajada norteamericana y buena parte de las fuerzas conservadoras y liberales que había constituido la Concordancia gobernante hasta junio de 1943. Las diferencias que desde el advenimiento de Perón a la Secretaria de Trabajo y Previsión mantenían con la clase obrera, se transformaron en una ruptura definitiva. A través del peronismo los trabajadores habían encontrado la oportunidad de dejar atrás el viejo orden agroexportador que los condenaba a las formas más rigurosas de explotación, e incorporase a un nuevo orden en el que la relación capital-trabajo era redefinida en términos más afines a los que caracterizaban a la corriente principal del capitalismo de posguerra. El socialismo y el comunismo que pregonaba la vieja izquierda habían perdido todo sentido para una clase trabajadora que enarbolando las banderas nacionales, reestablecía la tradición histórica del federalismo democrático del siglo xix y del yrigoyenismo de las primeras décadas del siglo siguiente. Bajo estas nuevas condiciones el socialismo como superación del capitalismo semicolonial, sólo podía surgir y afirmarse en el proceso colectivo de experiencia nacional-democrática de las grandes masas obreras y populares, diferenciando su programa, su política y su organización del peronismo, y a la vez constituyendo la expresión más resuelta del Frente Nacional que agrupaba al conjunto de las masas populares.[24] La ausencia de tal corriente fue determinante en los acontecimientos que precipitaron la caída del gobierno de Perón en septiembre de 1955. El programa del 46 estaba en gran medida agotado y sólo su radicalización en un sentido antioligárquico y antiimperialista podía haber puesto fin a la conspiración de las fuerzas liberales. Sin embargo la burocracia había paralizado al Estado, a los sindicatos y al partido gobernante, y el peronismo cayó sin dar batalla.


Notas:

  1. La noción de bonapartismo fue empleada por Carlos Marx al analizar el particular período de lucha de clases que se desenvolvió en Francia tras la revolución de febrero de 1848 hasta fines de 1851. Ese período estuvo caracterizado por la inestabilidad política en la cúspide del poder, producto de las contradicciones en el bloque social que detentaba el poder. Especialmente en vísperas del golpe de Estado de Luis Bonaparte en diciembre de ese último año las tensiones entre las fracciones dominantes alcanzaron una intensidad excepcional. El enfrentamiento se centró en torno a la presidencia de Bonaparte y la mayoría de la Asamblea Nacional integrada por legitimistas y orleanistas, partidos monárquicos representantes de los grandes terratenientes y de la aristocracia financiera junto a las corporaciones industriales. Simultáneamente el equilibrio de los círculos gobernantes era amenazado por el choque de los dos bandos monárquicos, representativos del grueso de la burguesía, agravado por la ruptura entre esa clase y sus intelectuales orgánicos en el parlamento, los partidos y el periodismo. En El Dieciocho Brumario Marx estudió en detalle lo que tipificó como una crisis de hegemonía y señaló el advenimiento de una solución bonapartista en el momento en que la burguesía, atemorizada por la crisis, se volcó mayoritariamente hacia la Presidencia. A pesar de que la clase obrera no se había recuperado de la cruel derrota de febrero de 1848, la suya seguía siendo una presencia amenazante en la memoria de las clases poseedoras. En definitiva, el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 abrió el camino a una recomposición del bloque dominante y, en consecuencia, reestableció la estabilidad del orden capitalista. Luis Bonaparte no representaba a ninguna clase en particular. Su principal apoyo provenía del campesinado parcelario, liberado de su condición de semiservidumbre por la Revolución de 1789 y arruinado y pauperizado a lo largo del siglo XIX por el capital usurario y la burocracia estatal. Constituida por una masa conservadora, sin más conciencia que la de sus intereses inmediatos y localistas, esta clase sólo podía ser unificada políticamente por una influencia externa. Sus votos le dieron a Bonaparte la Presidencia en diciembre 1848 y finalmente lo colocó en una situación prominente, en situación de arbitrar, tres años más tarde, en la crisis de hegemonía que estalló entre las distintas fracciones de los círculos dominantes. Federico Engels, por parte, siguió de cerca el proceso de unificación de Alemania que culminó en el último cuarto del siglo XIX. En el territorio al este del Rhin el centro unificador no fue la burguesía manufacturera renana sino junkers prusianos, representantes de la nobleza terrateniente del este europeo. Engels señaló que esa burguesía era “relativamente joven y notablemente cobarde”, sin decisión política para apoderarse del poder en forma directa como en Francia o indirecta según lo ocurrido en Inglaterra. Junto a estas dos clases el capitalismo fabril en Renania-Westfalia había dado lugar al surgimiento de un pujante y organizado proletariado. Ante este cuadro el compañero de Marx escribió: “Encontramos aquí, pues, junto a la condición de la antigua monarquía absoluta, el equilibrio entre la nobleza terrateniente y la burguesía, la condición fundamental del bonapartismo moderno: el equilibrio entre la burguesía y el proletariado”. En Alemania el fracaso de la revolución de 1848 dejó en evidencia la incapacidad de la burguesía liberal para imponer un programa de reformas capitalistas, pero también la imposibilidad del incipiente movimiento obrero para llevar a la victoria sus propios objetivos. En cambio la nobleza, ejerciendo el control del Estado prusiano resolvió a su modo el problema que planteaba el firme desarrollo de las fuerzas productivas, en un marco político-jurídico que aún conservaba raíces feudales. La ausencia de un componente jacobino, como en Francia, hizo de esta transformación una revolución burguesa sin revolución, producto del pacto entre la burguesía industrial del oeste y los terratenientes del este. Bismark consagró esta solución a través de una jefatura bonapartista. En los análisis de Marx y Engels el caso francés y el alemán exhibían rasgos comunes: una crisis de hegemonía derivada de una marcada inestabilidad en la cúpula del poder ante la imposibilidad de mantener la unidad entre las distintas fracciones de la burguesía; el desarrollo amenazante de la clase trabajadora, aún en situación de derrota; un determinado grado de centralización del aparato estatal en condiciones de posibilitar cierto grado de autonomía a la burocracia y favorecer la irrupción de una jefatura arbitral en situación de realizar las tareas irresueltas por las clases dominantes. Pero mientras en Francia el bonapartismo adquirió un carácter abiertamente reaccionario, en Alemania, estableció el curso conservador a una revolución burguesa en ausencia de una burguesía revolucionaria. Varias décadas más tarde, Antonio Gramsci, desde la cárcel fascista, abordó el mismo asunto al que reconoció bajo la clasificación de cesarismo. Caracterizó esa situación como una crisis de hegemonía, originada en un equilibrio catastrófico, en el cual ninguna de las fuerzas en pugna lograba imponerse y pronosticó que la continuación de la lucha no podía arrojar otro resultado que su destrucción recíproca. Bajo estas condiciones consideró posible la emergencia de una solución basada en el surgimiento de una personalidad política con capacidad para interceder entre los distintos bandos y readecuar sus intereses a la nueva situación. Gramsci distinguió en la historia la presencia de cesarismos de carácter progresivo de los de naturaleza reaccionaria, pero consideró que en la época moderna la primera de esas alternativas estaba agotada. Sin embargo, en la periferia capitalista de naciones coloniales y semicoloniales la emergencia de un equilibrio bonapartista en el siglo xx no necesariamente habría de significar simplemente una restauración del poder existente. Fue León Trotsky, exilado en México quién destacó el sentido oscilante que podía adquirir una solución de este tipo. El revolucionario ruso distinguió, a la luz del desenvolvimiento del gobierno nacionalista democrático del general Lázaro Cárdenas, algunos de los rasgos que habían estudiado los clásicos en fenómenos políticos típicos del bonapartismo, aunque con un contenido particular. En mayo de 1939 escribió: “En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional , entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui géneris, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de la clases. En realidad puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de ese modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros. La actual política se ubica en la segunda alternativa; sus mayores conquistas son la expropiación de los ferrocarriles y de las compañías petroleras. “Estas medidas se encuadran enteramente en los marcos del capitalismo de estado. Sin embargo en un país semicolonial, el capitalismo de estado se halla bajo la gran presión del capital privado extranjero y de sus gobiernos, y no puede mantenerse sin el apoyo activo de los trabajadores. Esto es lo que explica por qué, sin dejar que el poder real escape de sus manos, (el gobierno mexicano) trata de darles a las organizaciones obreras una considerable parte de responsabilidad en la marcha de la producción en las ramas nacionalizadas de la industria”. La industria nacionalizada y la administración obrera. Reproducido en Escritos latinoamericanos. Ediciones CEIP León Trotsky y en Por los Estados Unidos de América Latina. Editorial Coyoacán. 1961.
  2. Juan Perón. Conducción Política. Pág. 59. Ediciones de la Reconstrucción. 1973
  3. “Yo digo que cuando nosotros decimos que en el Justicialismo el capital está al servicio de la economía establecemos una cosa nueva. ¿En qué consistía la antigua teoría capitalista? En tener la economía al servicio del capital, y para eso toda la economía capitalista fue basada en un gran principio de economía pura.” Ob. Cit. Pág. 91.
  4. “Mantengan una absoluta disciplina gremial, obedezcan a sus dirigentes bien intencionados. Y sobre todas las cosas, no permitan que dentro de las organizaciones se introduzca la política, que es el germen más disolvente de todas las organizaciones obreras. La política y las ideologías extrañas que suelen ensombrecer a las masas son como bombas de tiempo, listas para estallar y llevar la destrucción del gremio, que no debe ocuparse de cuestiones ajenas a sus necesidades”. Discurso pronunciado el 25 de junio en Concepción del Uruguay. Citado por Julio Godio, El Movimiento Obrero Argentino.Tomo 3. Pág. 69. Editorial Legasa.
  5. Durante el primer gobierno de Perón el perfil del movimiento reivindicativo de la clase trabajadora exhibió un marcado corte entre 1948 y 1949. De acuerdo con las estadísticas del Departamento Nacional del Trabajo y del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, entre 1946 y 1948 el promedio anual arrojó 103 huelgas y 384.498 huelguistas. En cambio, entre 1949 y 1951 la media fue de 30 huelgas y de 47.523 huelguistas. En este segundo período el gobierno acentuó su control sobre el movimiento obrero, e incluso la CGT decidió intervenciones a sindicatos peronistas en conflicto. Sin embargo, el marcado contraste existente entre ambos períodos se explica, en buena medida, por la fuerte movilización reivindicativa de los trabajadores durante los primeros años del gobierno de Perón. En esa etapa de bonanza, el régimen popular desarrolló su política de justicia social y, al mismo tiempo, los obreros peronistas profundizaron la lucha gremial dirigida a capitalizar a su favor el nuevo balance de fuerzas. En la etapa sucesiva las condiciones no fueron las mismas y el movimiento reivindicativo, en cuanto al nivel de conflictos, se aproximó a lo acontecido en los tres años que precedieron al advenimiento del primer gobierno peronista. En efecto de 1943 y 1945 el número de huelgas alcanzó una media anual de 53, mientras que la cantidad de huelguistas promedio 20.020 trabajadores.
  6. Godio. Tomo 3, Pág. 71
  7. Mónica Peralta Ramos. Acumulación del capital y crisis política en Argentina. Capítulo 2. Siglo XXI Editores.
  8. Discurso de Perón en 1944: M. Peralta Ramos. Pág. 80.
  9. Murmis/Portantiero. Estudios sobre los orígenes del peronismo. Pág. 86. Siglo XXI Editores
  10. Hiroshi Matsushita, al interrogarse sobre la debilidad de socialistas y comunistas ante a la política laboral de Perón señala que “en el caso del Partido Socialista el problema radicaba en su debilidad estructural con respecto al movimiento obrero. El Partido, de acuerdo con el principio de la independencia entre lo gremial y lo político, dejaba a los obreros socialistas actuar libremente en el campo sindical. En tal sentido el vacío de liderazgo a que se refiere Stickell, ya existía aún antes de la guerra. Por lo tanto cuando los directivos del Partido vieron un peligro en la política de Perón, carecían de autoridad para hacer objetar a sus afiliados las mejoras obreras ofrecidas por Perón. "En cuando a la debilidad de los comunistas, no existía un problema como el de los socialistas, ya que ellos repudiaban la independencia entre lo gremial y lo político, puesto que conforme a sus ideas lo gremial debía estar al servicio de lo político. La debilidad fundamental de los comunistas radicaba en su debilidad organizativa, y excepto la FONC, no lograron organizar gremios que abarcaran una parte considerable de obreros de una rama de la industria. Por ejemplo, hacia 1942 el sindicato metalúrgico logró sindicalizar sólo 1.540 obreros en términos de cotizantes entre 75.000, y en el caso de la Unión Obrera Textil de Entre Ríos, tenía 4.516 cotizantes entre 87.000 obreros.” H. Matsushita. Movimiento Obrero Argentino (1930-1945). Hyspamérica. Pág. 285.↑
  11. “Educar a la ciudadanía es, entre nosotros, etapa complementaria en defensa de la libertad y la democracia (...) Esta resolución implica, asimismo, su decisión de llevar adelante su obra constructiva y de esclarecimiento del pueblo”. Resolución aprobada por el XXIV Congreso del Partido Socialista realizado en julio de 1938. Godio. Tomo II. Pág. 335.
  12. Según los resultados de una encuesta realizada en 1938 entre los 100 principales dirigentes del PS, el 72% provenía de profesiones liberales, mientras que el 28% restante estaba constituido por empleados. Sin embargo, en 1928 sobre un padrón de aproximadamente 30 mil afiliados, se comprobó que el 45% eran obreros, el 30% empleados y el 12% profesionales.
  13. En la década del 30' hacía ya tiempo que la corriente conocida como sindicalista se había convertido en una fracción reformista que subordinaba sus fines estratégicos a las exigencias de la acción inmediata: la lucha contra la desocupación, la defensa del salario y de las condiciones de trabajo y la reivindicación de los derechos sindicales, afectados por la restauración oligárquica de la década infame. A esa altura el sindicalismo conservaba de sus orígenes su oposición a los partidos políticos, pero no mucho más que eso. Casi nada quedaba del discurso revolucionario que todavía en 1922 al fundarse la USA (Unión Sindical Argentina) proclamaba “la inutilidad de la política colaboracionista, del recurso parlamentario y de la táctica corporativa limitada a la simple obtención de mejoras para colocar al proletariado en la situación que le corresponde, en su calidad de único productor de riqueza y para destruir al odioso régimen capitalista”. En efecto, pocos años después de su fundación, la USA ya no hablaba de la “reconstrucción revolucionaria comunista”, y su consigna “Todo el poder a los sindicatos', para el caso de una efectiva revolución”, era sólo una referencia lejana, que no se correspondía con la práctica concreta que llevaban adelante las direcciones sindicalistas. Los años de los gobiernos radicales, junto con la declinación definitiva del anarcosindicalismo, había promovido el desenvolvimiento de fuertes corrientes integracionistas en el movimiento obrero que se orientaron en la búsqueda de la institucionalización de la relación Estado/sindicato y sindicato/patronal. El comportamiento de la CGT, dirigida por el sindicalismo, pero con importante presencia socialista, frente a la dictadura de Uriburu, confirmó la pérdida de los valores revolucionarios afirmados en las luchas obreras de las dos primeras décadas del siglo. La asimilación al capitalismo, cuya destrucción había estado a la orden del día en los programas revolucionarios de la FORA, la CORA y la USA, pasó a constituir la regla de oro de la política de las conducción gremiales mayoritarias. De forma tal, la dirección de la CGT no tuvo inconveniente en caracterizar al gobierno del general Justo, como un gobierno conservador liberal de transición a la democracia, y hasta 1934 se opuso a toda acción política contra el régimen fraudulento que habían instaurado y compartían conservadores y liberales. A diferencia del anarquismo, el sindicalismo reivindicó en sus orígenes la lucha política para la clase trabajadora. Sólo que el órgano que debía llevarla adelante no era el partido sino el sindicato. Sin embargo, la batalla por las reivindicaciones inmediatas terminó por cerrar su horizonte, de tal modo que no quedó espacio para inscribir las cuestiones políticas. Así, por ejemplo, para la dirección sindicalista todos los gobiernos representaban lo mismo: eran la expresión necesaria de un mismo régimen capitalista, que en algún momento de la historia la clase obrera habría de enterrar. Precisamente, ese fue el argumento que en la discusión de 1933 opusieron a las demandas de los gremios socialistas, empeñados en embarcarar a la CGT en la campaña antifascista que impulsaba la dirección del PS. El sindicalismo condenaba al fascismo, pero sostenía que era sólo otra modalidad de dominanción burguesa, y que la forma de hacerle frente era fortaleciendo los “organismos de defensa sindical”. En su discurso no había lugar para los partidos políticos, ni para el régimen parlamentario pluripartidista. Hacia la década del 30 la escisión entre las significaciones revolucionarias de los orígenes y las exigencias de la práctica economicista de todos los días, era definitiva. La indiferencia ante la naturaleza de los sucesivos gobiernos, todos ellos uniformados bajo el mismo rótulo, derivó en una suerte de apoliticismo, en definitiva expresión de una línea reformista aferrada al plano de la acción corporativa. Por eso las direcciones sindicalistas no se inmutaron ante el derrocamiento de Yrigoyen, a pesar que bajo los gobiernos radicales lograron reconocimiento y avances en materia de legislación laboral, y en cambio se mostraron condescendientes con el régimen fraudulento de los años 30.
  14. En marzo de 1943 la CGT, como ya había ocurrido en diciembre de 1935 quedó dividida en dos organizaciones. El motivo de la nueva escisión fue una controversia sobre el procedimiento de elección del secretario general de la central obrera. Más allá de esta circunstancia, la crisis diferenció con cierta claridad dos campos políticos. En la CGT 1 encabezados por la Unión Ferroviaria u la Unión Tranviarios Automotor, se agruparon las direcciones decididas a mantener a los sindicatos al margen de la lucha política, incluida una fracción del socialismo. Hacia la CGT 2 convergieron en cambio organizaciones bajo conducción socialista como la Confederación General de Empleados de Comercio y la Unión Obreros Municipales y otras de orientación comunista como las federaciones obreras de la construcción, de la alimentación, de la madera y metalúrgica. Dentro de la Comisión Socialista de Información Gremial la división reprodujo el viejo enfrentamiento entre aquellos que como los dirigentes ferroviarios entendían la práctica sindical en términos próximos a la concepción sindicalista, y quienes (principalmente los municipales y gráficos), subrayaban el vínculo entre el sindicato y el partido.
  15. En junio de 1929 los militantes del PC fundaron el Comité de Unidad Sindical Clasista (CUSC) luego de haber fracasado en el intento de ingresar en la COA dirigida por los socialistas, en 1927. Anteriormente, en 1926, sus dirigentes habían sido expulsados del Comité Central de la USA, la central donde se habían agrupado las fuerzas de la corriente sindicalista. El CUSC surgió como oposición al acuerdo fundacional de la CGT, luego que socialistas y sindicalistas rechazaran la propuesta comunista de incluir en el proyecto de bases, la indicación de que la nueva central obrera se orientaría según el principio de la lucha de clases.
  16. En 1936 el índice de sindicalización en la industria apenas llegaba al 12%. En 1941 ese porcentaje era de 14%.
  17. Según las estadísticas oficiales el salario industrial se depreció constantemente hasta 1934, y en éste último año su nivel se ubicó casi 25% por debajo del registro de 1929.
  18. Informe de Luis Sommi al XI Congreso. Godio. Tomo II. Pág. 230 y siguientes.
  19. Ob. cit. Pág. 288.
  20. El candidato de la Alianza, Lisandro de la Torre, sostuvo en ocasión de la campaña electoral de 1931: “Nosotros venimos, en verdad a salvar la revolución, porque somos los intérpretes de su espíritu popular. Venimos a encausarla arrancando a las urnas un veredicto consagratorio de la voluntad de renovación que latió en los corazones argentinos el 6 de septiembre. ¡Hasta en el corazón de los vencidos, no todos insensibles al espantoso caos en que yacía la Nación! Venimos a recoger una bandera abandonada por error por el gobierno de la Revolución, hecha suya por el pueblo, y a su sombra restablecer la concordia y la fraternidad desaparecidas de la vida nacional. Queremos realizar la obra que el pueblo esperó del 6 de septiembre. ¿Quién que no fuera un insensato, pretendería restaurar el régimen depuesto?”. Citado por Godio, pág. 34. Tomo II.
  21. Apenas firmado el 23 de agosto de 1939 por Ribbentrop y Mólotov el pacto de no-agresión y el “protocolo secreto adicional” acordando la partición de Polonia, la Internacional controlada por el stalinismo, se desprendió de la línea antifascista y proclamó la neutralidad y la oposición de la clase obrera ante la inminencia de una guerra de fines imperialistas por parte de ambos bandos.
  22. Rodolfo Puiggros. El peronismo, sus causas. Pág. 165. Editorial Jorge Alvarez. Dos meses más tarde, en diciembre de 1945, Victorio Codovilla presentó un informe a la IV Conferencia del Partido Comunista en el que sobre los acontecimientos de octubre se afirmaba: “La huelga del 18 de octubre, lograda en parte, por la demagogia social e impuesta por la violencia, así lo demuestra. Es un hecho que esa huelga fue ejecutada de acuerdo con un plan preestablecido, y dirigida por un mando único, con el apoyo decidido de la Policía. Así es como los peronistas pudieron cortar la energía eléctrica, levantar vías de ferrocarriles, paralizar los transportes, impidiendo la concurrencia al trabajo. No hay que llamarse a engaño: el nazi-peronismo sabe accionar audaz y enérgicamente. Esta ‘huelga’ y los desmanes perpetrados con ese motivo por las bandas armadas peronistas deben ser considerados como el primer ensayo serio de los nazi peronistas para desencadenar la guerra civil”. Godio. Tomo III. Pág. 146.
  23. Angel Pérelman. Como hicimos el 17 de octubre. Pág. 78. Editorial Coyoacán. Felix Luna. El 45. Pág. 343. Hyspamérica.
  24. Los acontecimientos de octubre de 1943 no sólo confirmaron al peronismo como el movimiento de las grandes masas populares. También crearon las condiciones para el surgimiento, desde la diáspora de los grupos trotskistas, de una corriente marxista conocida como izquierda nacional. En octubre de 1945 el periódico Frente Obrero, expresión de esa corriente en formación caracterizó la situación en los siguientes términos: “La misma masa popular que antes gritaba ¡Viva Yrigoyen!, grita ahora ¡Viva Perón! Así como en el pasado se intentó explicar el éxito del peronismo aludiendo a la demagogia que atraía a la chusma, a las turbas pagadas, a la canalla de los bajos fondos, etc. así tratan ahora la gran prensa burguesa y sus aliados menores, los periódicos socialistas y stalinistas, de explicar los acontecimientos del 17 y 18 de octubre en iguales o parecidos términos. Con una variante: comparan la huelga a favor de Perón con las movilizaciones populares de Hitler y Mussolini. Identificar el nacionalismo de un país semicolonial con el de uno imperialista es una verdadera ‘proeza’ teórica que no merece siquiera ser tratada seriamente. Señalemos, sin embargo, una diferencia: los fascistas utilizaban a las tropas de asalto, compuestas en su mayoría por estudiantes, en contra del movimiento obrero; Perón utilizó el movimiento obrero en contra de los estudiantes en franca rebeldía. “La verdad es que Perón al igual que antes Yrigoyen, da una expresión débil, inestable y en el fondo traicionera, pero expresión al fin, a los intereses nacionales del pueblo argentino. Al gritar ¡Viva Perón!, el proletariado expresa su repudio a los partidos seudo-obreros, cuyos principales esfuerzos estuvieron orientados en el sentido de empujar al país a la carnecería imperialista. Perón se les aparece, entre otras cosas, como el representante de una fuerza que resistió larga y obstinadamente esos intentos y como el patriota que procura defender al pueblo argentino de sus explotadores imperialistas. Ve que los más abiertos y declarados enemigos del coronel lo constituyen la cáfila de explotadores que querían enriquecerse vendiéndole al imperialismo anglo-yanqui, junto con la carne de sus novillos, la sangre del pueblo argentino”. “(...) Aquellos que desconocen el sentido y la importancia de las tareas nacionales en nuestra Revolución, están incapacitados para comprender estos acontecimientos; en general, están incapacitados para comprender nada. Los que se engañaron tomando la movilización de estudiantes, burgueses y damas perfumadas por los preludios de la “revolución”, juzgan a la huelga general del 17 y 18 de octubre como una especie de aberración que echa al suelo todas sus teorías. La aberración estaría en todo caso en que individuos que se denominan a sí mismos marxistas, se pongan al lado del imperialismo en sus escaramuzas con algunos sectores de nuestra burguesía semicolonial”.

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