El discurso de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner en la inauguración del 130° Periodo Legislativo del Congreso de la Nación Argentina, es el más extenso, medular e importante de la historia argentina; sólo comparable al de Perón en la misma circunstancia en 1952 o el tan famoso de 1973 cuando el líder enunció su Proyecto Nacional. Con un agregado: es el discurso de una mujer (UNA MUJER, digo) a cargo de los destinos nacionales, irrenunciables; señalada ella por el destino que fija el derrotero de un pueblo indomable: angustia y garra, congoja y entusiasmo, homenajes y condenas, ovarios, fraternidades y gestaciones. Que hay vacilaciones, equivocaciones o dudas, ¡cuando no!
Más de tres horas la escuchamos y la miramos como en misa, porque tuvimos ese tiempo; muchos argentinos en esos momentos trabajaban, viajaban, vivían una cotidianeidad en la que hay poco lugar para la política, los dirigentes, las autoridades. Pero de todos modos, a su gusto o pesar, serán alcanzados por esta magia popular de un gobierno que hace como cuarenta años (¿acaso algún argentino lo duda?) no disfrutábamos los argentinos.
El discurso de Cristina es el nuestro; es la letanía que pronunciamos diariamente, es la tolerancia y la bronca, es la seguridad y la duda, es la reflexión y la lucha, es la lucidez del presente y el presagio del futuro.
Es el discurso de una presidenta plebiscitada; pero también el de una mujer de carne y hueso con sus dolores y alegrías; viuda y mamá viste elegante pero se hace ubicua y ecuménica en el deber y el hacer del estadista.
En Cristina es la humanidad la que nos habla, sin distinción de género ni raza; no la desangelada perorata de los políticos de turno. No le falta fundamento, números, razones, ecuaciones, estadísticas; no, tal vez los enuncie de más. Pero su palabra está llena de melodías peronistas, de poesía nacional y popular.
Suena a Felipe Vallese y a Homero Manzi, a Juana Azurduy y a María Elena Walsh; pero custodia en su discurso y en su presencia la dignidad y la autoridad presidencial.
Este 1° de marzo no inauguramos nada nuevo: es parte de la secuencia histórica; prolongación y continuidad de lo que emprendimos en 2003. Pero con las lágrimas que nos provocan los fracasos, las postergaciones y las deudas impagas que todavía tenemos con nuestro pueblo.
Nada nuevo, decimos: se hizo, se hace y se hará todo lo posible; para lo imposible sólo hace falta un poco más de tiempo. El horizonte utópico nos hace caminar; los objetivos de justicia social y soberanía son banderas que estamos clavando a cada paso.
Esas son las realizaciones que la mujer Cristina, la señora y la presidenta, nos relató en su discurso. En el decaimiento de sus quiebres y lágrimas, en la firmeza de sus argumentos y razones, está contenido todo nuestro quehacer militante. Sólo hay que saberlo leer.
Perdón. No es que uno esté enamorado de ella ¡ojalá pudiera! Sino que, pasados lo 70 abriles con casi 60 de militancia, le admira la inteligencia y el coraje pero, sobre todo, el corazón peronista.