¿Qué papel cumplió Alfonsín entonces?
Visité al doctor Alfonsín en su estudio dos veces en 1981.
No imaginaba estar entrevistando al futuro presidente constitucional.
En mi segunda entrevista, hacia agosto de ese año, le entregué varios ejemplares de la revista Tribuna Patriótica, un órgano de la Izquierda Nacional.
Uno de esos ejemplares llevaba como título central: Paz en el Beagle, luchar por Malvinas. El enemigo está en Malvinas.
Nuestra tesis era que el conflicto con Chile debía solucionarse rápidamente por carecer de sustancia estratégica y que la real amenaza contra nuestras posiciones en el Atlántico Sur y la Antártida procedía de la presencia británica en los archipiélagos australes, contra la cual debía promoverse una acción común latinoamericana.
El doctor Alfonsín se limitó a observarme: -Siga con atención el caso, porque las Fuerzas Armadas proyectan ocupar Malvinas.
Naturalmente no le creí. Mi cara debió denunciarme, porque el futuro presidente reiteró su afirmación.
Así que siete meses después, a principios de abril, resolví purgar mi incredulidad de entonces rindiéndole una nueva visita, esta vez acompañado de mi compañero, el doctor Norberto Acerbi.
Nuestra esperanza de que una grieta se abriera por donde se derramasen las fuerzas contenidas de la resistencia nacional, estaba alimentada por la resolución 506 de las Naciones Unidas y las andanzas bradenistas del señor Haig.
Ambas indicaban que se había emprendido un viaje sin retorno.
El imperio no juega con estas cosas, y condena sin apelación a los vasallos rebeldes.
La guerra se le había convertido en una cuestión de principios y el ser real de la inserción argentina en el mundo había salido dramáticamente a la luz.
Pero chocamos con el talante sombrío del doctor Alfonsín.
La conversación fue breve, como de rendición incondicional.
La primera observación que nos dirigió tuvo un tono de izquierda:
Haig había llegado a Buenos Aires, la capitulación de Galtieri era un hecho consumado.
Nuestra convicción era que el gobierno, sin darse cuenta, había quemado las naves.
Movido por un concepto alienado de las relaciones internacionales, había imaginado una suerte de pelea de familia mediante una ocupación que mejorase su posición negociadora, sin advertir que vulneraba el orden público oligárquico internacional.
No cabía negociar sino rendirse.
Pero la Argentina ya era un incendio, la rendición un suicidio; bien o mal, había que pelear.
Le pregunté al doctor Alfonsín: -¿Y qué pasa si Galtieri hace la pata ancha?
Entonces se crearía una situación difícil para la civilidad, surgiría el peligro de una salida nasserista, dijo.
El doctor Alfonsín temía la victoria militar posible por consideraciones de política interna, por otra parte mal calibradas.
ILLIA Y BIGNONE
Dos días después de la ingloriosa rendición, un grupo de militares facciosos encabezados por el general Nicolaides derribó a la Junta no por haber conducido mal la guerra, sino por haberla afrontado, por haber olvidado —son palabras textuales que aparecieron en todos los diarios— que Yalta existe, es decir, el reparto del mundo en zonas de influencia pactado entre las grandes potencias al término de la segunda guerra mundial.
A través de sus agentes internos civiles y militares, el Imperio se disponía a librar la batalla decisiva, que no se daba en los australes archipiélagos, sino en la cabeza de los argentinos.
Era preciso que renegáramos de la guerra, de su virtualidad libertadora, de su dramática docencia y, sobre todo, que borráramos de nuestra mente esta pregunta clave:
¿-Por qué se perdió una guerra que debió haberse ganado?.
En su lugar nos incrustan esta otra:
-¿A quién se le ocurre hacer la guerra a Gran Bretaña?.
¡A quién se le ocurre pagar la deuda externa! o, como dijo con puntería cipaya El País de Montevideo a principios del ‘84, cuando el entonces ministro Grispun esbozaba algún amague de payador perseguido:
-¿Hacia unas Malvinas económicas?.
Sobrevino entonces, a partir del golpe de estado desmalvinizador, yaltero, del 15 de junio de 1982, una curiosa lucha por la sucesión presidencial, cuyos antagonistas fueron Nicolaides y Alfonsín, imponiendo el primero a un general, Bignone, y postulando el segundo públicamente a un civil, el doctor Arturo Illia, como jefe de un -gobierno provisional.
Era una salida a la griega, como se apresuró a comentar con dejo laudatorio el periodista Oscar Raúl Cardozo desde las columnas del diario Clarín, olvidando, ¡ay!, que Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, la NATO —nuestros colonizadores— no son Turquía.
Naturalmente, Nicolaides se impuso por nocaut en la contienda, y su primera medida fue fulminar con el retiro al general Flouret, quien desde la guarnición de Corrientes, destacada al sur, había formulado un punto de vista no alienado, latinoamericano, antiimperialista y democrático, que era la verdadera continuidad política de la experiencia vivida.
Ahora Alfonsín ha nombrado a Flouret en el Consejo para la Consolidación de la Democracia para que platique con Favaloro y otras eminencias, ¡en lugar de darle mando de tropa!
(1986)