Una Constitución contra el saqueo de la Argentina / Escribe: María Seoane






Es sabido que cualquier planteo sobre la reforma de la Constitución será utilizado por la oposición para acusar al gobierno de querer perpetuarse en el poder.
Cuando se recuerde febrero de 2012, no podrá olvidarse esa caravana mortal de hierro retorcido en la que murieron 51 argentinos y quedaron heridos otros 700, en la estación de Once. Las responsabilidades de esa tragedia tienen autores inmediatos, pero las causas que produjeron el accidente, cuando el tren 3772 del Sarmiento no frenó, anidan en el último medio siglo argentino. Se dirá que no es posible que haya causas tan remotas. Sí las hay. Desde los años sesenta cuando las automotrices estadounidenses impulsaban el Plan Larkin para desarmar la red ferroviaria argentina–una de las tantas presiones y extorsiones al gobierno de Arturo Frondizi al que finalmente voltearon con un golpe cívico militar–, hasta la reforma del Estado de los años noventa con el Menemato, cuando el neoliberalismo desarmó los últimos bastiones del Estado, privatizando su patrimonio y cometiendo, como dijo Juan Carlos Cena, un “ferricidio” –dejó 7000 de los 40 mil kilómetros de vías férreas; redujo de más de 100 mil a 20 mil su planta de trabajadores–, el sistema ferroviario argentino iba derecho a transformarse en un infierno cotidiano así como todos los servicios públicos desde la salud a la educación. Los subsidios a las empresas privadas, sin controles efectivos del Estado, son una página negra más en la continuación de un “Estado Hood Robin”, como lo bautizó alguna vez Horacio Verbitsky, donde se paga para que sigan creciendo empresas privadas a costa de la costilla de cada argentino: se saca a los pobres para darles a los ricos. Históricamente fue el mecanismo más amado por la burguesía argentina: crecer a costa de apropiarse de la riqueza social. Hacer socios a los argentinos en las pérdidas y expulsarlos de las ganancias. Basta recordar la reforma financiera de Martínez de Hoz; la estatización de la deuda privada de Domingo Cavallo; la venta de YPF de Carlos Menem; y el financiamiento con el dinero de todos los argentinos del crecimiento de las empresas privadas a través de la privatización de las jubilaciones con la AFJP. La redirección impuesta ahora en los subsidios, para que vayan directamente a los ciudadanos, comenzará a subsanar una pequeña parte de ese mecanismo maldito. Pero ¿cómo terminar definitivamente con el saqueo de la Argentina que no es más que permitir desde las leyes la transferencia de recursos sociales a manos privadas nacionales o extranjeras?



La enajenación de los recursos naturales, de los servicios públicos como transportes y comunicaciones, la jibarización de la educación y la salud, son parte de la reforma del Estado en los ’90, que además, para que fuera irreversible, fue incluida –como en el caso de la minería– en la reforma de la Constitución de 1994. El espejito de colores más importante fue el Pacto de Olivos por el cual Raúl Alfonsín aceptó, en el momento de mayor debilidad política de su fuerza, a finales de 1992, a cambio de algunas reformas, la reelección de Carlos Menem. Pero en verdad, visto a la distancia, la reforma de la Constitución se realizó para transformar en irreversible aquella matriz neoliberal que sigue matando argentinos y enajenando el patrimonio nacional. Aunque muchos querríamos ver extendido el mandato de Cristina Kirchner sólo porque las sociedades no producen líderes de su tamaño todos los días, se debería entonces pensar en una nueva reforma constitucional en la que se dejara ceteris paribus (cuando una variable es constante pero se modifican todas las demás) la cláusula de la reelección para despejar resistencias de la política y alcanzar los consensos necesarios. Así, se buscaría estatus constitucional para los profundos cambios ya conseguidos en las leyes nacionales –como en jubilaciones y comunicaciones y derechos sociales–, que nos devuelven la potestad social sobre el Estado, y que no queden librados a que un gobierno de derechas pueda borrar esos cambios. Debe incluirse en la Constitución del siglo XXI el mandato del Nunca Más: memoria, verdad y justicia; el de la indivisibilidad de nuestro territorio con la soberanía como eje, tal el caso Malvinas; debe incluirse la Asignación Universal por Hijo como derecho constitucional; el de las minorías y diferentes en sexo y condición social; el de los pueblos originarios; la defensa de la línea de bandera; la reapropiación de los recursos naturales; el límite a la extranjerización de las tierras; la reforma del sistema financiero; la reconstrucción de la educación y la ciencia; la Ley de Medios de la democracia, ya que la información y el acceso a la tecnología de la comunicación es un derecho humano de quinta generación que no puede regirse por el interés supremo de ganancias del mercado. Y debería debatirse también una manera de poner en valor constitucional los cambios más profundos a través del mecanismo de enmiendas constitucionales –sistema usado en los Estados Unidos– que no nos obliguen cada vez y cada tanto a discutir en masa nuestra Constitución. Hay una razón: la velocidad de la tecnología y de las comunicaciones impone adecuar los mecanismos de la política que gestiona la materialidad donde se despliega nuestra vida. Algo más que no pocos juristas plantean como debate: ¿se debe marchar a un sistema parlamentario para dotar de mayor estabilidad a nuestro sistema político? ¿Es nuestro sistema presidencialista el que corresponde a esta etapa de la historia argentina?

Es sabido que cualquier planteo sobre la reforma de la Constitución será utilizado por la oposición para acusar al gobierno de querer perpetuarse en el poder. Es una falacia siempre: el poder permanente, el de las corporaciones económicas nacionales y extranjeras, no se somete a elecciones. Hablan de otra cosa: hablan de un modelo que quieren defender y no de la calidad institucional. No obstante, el debate es necesario. Y sólo lo puede dirimir la política, los partidos, los dirigentes sociales, y no los dueños de los medios de comunicación que atizan a los opositores a cambio de unos centímetros o segundos de visibilidad. Este es, de seguro, el debate que viene. Porque el período 2001-2012 intentó, de la mano de Néstor Kirchner y continuado con decisión por Cristina, enterrar el modelo neoliberal nacido del terror de la dictadura de 1976 y consolidado con estatus constitucional por Menem-Dromi-Cavallo en 1994. Ya es hora, entonces, de volver a tener en nuestra ley de leyes la reversión de ese proceso maldito que arrasó vidas y bienes y compromete el futuro de los argentinos.


(Tiempo Argentino, domingo 11 de marzo de 2012)

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